Los delincuentes registraron nuestra ropa. Encontraron nuestros celulares, los apagaron y les quitaron el chip. También nos arrebataron las carteras.

El jefe de los sicarios empezó a revisar mi libreta de reportero. Si no hubiera sabido que pertenecía al Cártel del Golfo, me habría parecido que estaba frente a un militar de fuerzas especiales. Tenía el cabello corto, barba de candado, cuerpo fortalecido por horas y horas de gimnasio, y varios tatuajes que recorrían sus brazos. Llevaba chaleco antibalas, pantalones cargo, una fornitura en su pierna con una escuadra nueve milímetros y, atravesando su pecho, un fusil AR-15 con un cargador de tambor doble, de los llamados “huevos de toro”.

Este Rambo moderno pasaba una y otra vez las páginas de mi libreta. “¿Por qué tienes teléfonos del director de seguridad pública? ¿Por qué tienes apuntado aquí ?Plan Marina?? ¿Y estos nombres qué hacen aquí?”, preguntó refiriéndose a los nombres de los reporteros desaparecidos en Reynosa. Yo los había apuntado para tratar de investigar su paradero, pero el jefe de los sicarios se alteró visiblemente al encontrarlos.
“¿Qué quieres saber sobre ellos, por qué los tienes anotados en tu libreta?”, dijo y, dirigiéndose a sus cómplices, les soltó: “Éstos andan mal, muy mal”. Y, tras pensarlo unos segundos, agregó: “Llévenselos y denles piso (mátenlos)”.

A Juan Carlos lo esposaron. Yo corrí con más suerte porque no encontraron el otro par de esposas. Nos cubrieron el rostro con capuchas negras, nos subieron a la Escalade y nos obligaron a bajar la cabeza. La camioneta avanzó mientras nuestros secuestradores nos apuntaban con una pistola en la nuca.

 

Juan Carlos se puso a rezar y a pensar en sus dos hijos. Le pidió a Dios que lo sacara vivo de ésta y que protegiera a los suyos. Y no es que fuera muy devoto, pero en ese momento sintió la necesidad de que una fuerza más grande que él resolviera sus problemas.

Recordó a su hija mayor, que había crecido casi hasta alcanzarlo, y a su hijo menor, que estaba obsesionado con el futbol, tanto que a veces reñían porque el chico prefería ir a la cancha que a la escuela. Además pensó en las constantes discusiones con su mujer y tuvo la certeza de que todo eso no importaba, porque en unos minutos lo iban a matar, me contó después.

En el equipo de radiofrecuencia de la Escalade se escuchaba el parte de guerra de lo que ocurría en Reynosa: la ubicación de convoyes del Ejército; el número de camionetas de los Zetas que circulaban por el Periférico, cuántos tripulantes llevaban y qué armamento usaban; y dónde requería apoyo el Cártel del Golfo.
Fueron diez minutos los que estuvimos sentados en los asientos de piel, mientras el conductor aceleraba y se detenía en su frenético recorrido por Reynosa. El aire acondicionado no era suficiente para acabar con el copioso sudor del miedo a la muerte.

 

La Escalade frenó su marcha. El de las llamas en el cuello pidió las llaves de la casa. Sus achichincles no las tenían.

“Cómo son pendejos. Se ganaron una ronda de tablazos para que no vuelvan a olvidar las llaves”, les dijo. Hizo una llamada telefónica y, después de esperar unos diez minutos, le trajeron las llaves. Entraron, abrieron el portón eléctrico y estacionaron la camioneta. Nos aventaron sobre dos sillas que estaban entre la cochera y la casa.

Las manos de Juan Carlos empezaban a amoratarse por lo apretado de las esposas. Se movía de un lado a otro para tratar de estar menos incómodo. “¿Por qué te mueves, cabrón?”, gritó el sicario de las llamas en el cuello. “¡Quieto! Ya deja de moverte, con una chingada”.

“Es que las esposas están muy apretadas”, dijo Juan Carlos.
Un golpe en la boca del estómago dejó paso a un quejido seco y ahogado.
“Que ya dejes de estarte moviendo, hijo de la chingada”, dijo el sicario.

Nos quedamos en silencio y sentí cómo aumentaba la velocidad de mi pulso. En mis tímpanos seguía sonando el lamento sordo de mi compañero.

“¿Por qué tiemblas, cabrón?”, le preguntaron a Juan Carlos.
“Porque tengo miedo de que me maten”.
“Miedo de qué, cabrón, si todavía ni te hemos hecho nada”, le decían con sorna.

El jefe de los sicarios entró por la puerta principal y comenzó de nuevo con el interrogatorio: “¿Quiénes son? ¿Para quién trabajan? ¿Son Zetas o son espías? Si no dicen la verdad se los va a cargar la verga”. Sus subalternos ya no revisaban mi libreta. Ahora analizaban el contenido de mi cámara y de mi computadora.

“Ya valiste madre. ¿Quién es este militar?”, me preguntó el Rambo.
“No lo sé señor, no veo”.
“Quítenle la capucha”.

Lo obedecieron, y entonces pude ver que me encontraba en una casa con paredes de color verde y blanco, con piso de cemento y algunas jardineras donde sólo había tierra estéril. El jefe estaba sentado frente a mí en una mecedora de hierro blanca, típica del noroeste de México. El Rambo tenía mi cámara y me preguntaba por Sergio Ayón Rodríguez, quien aparecía en una foto ataviado con traje de campaña y una boina negra con las tres estrellas de general de División.

“Es el general encargado del desfile del 20 de noviembre”, dije. “Lo entrevisté hace unos meses, señor”.

El Rambo se quedó sin preguntas. Uno de los pistoleros buscaba afanosamente en mi computadora.
“Este güey trae un chingo de mierda en su computadora”, dijo el pistolero. “Tiene muchos documentos de la PGR, de Seguridad Pública y también tiene un chingo de fotos de Beltrán Leyva”.

“¿Por qué tienes las fotos de Beltrán Levya?, ¿qué son los documentos de la PGR?”, preguntó el Rambo.
“Me tocó cubrir el operativo en el que lo mataron en Cuernavaca (a Beltrán Leyva), señor”, respondí. “Los documentos de la PGR son boletines. Me toca cubrir la fuente de justicia y seguridad pública”.
“Ah, entonces tú eres el macizo que anda en todas las plazas calientes, donde hay chingadazos”, dijo el Rambo.

Quise contestarle que más bien yo era el único pendejo que había accedido a ir a Reynosa, una ciudad donde las autoridades no pueden garantizar la seguridad de los periodistas que cubren la guerra aquí.
“No, señor”, contesté con timidez y me quedé callado. En esas situaciones, pensé, es mejor responder sólo aquello que te preguntan. El que tiene las armas y el poder es el otro, en esos momentos no vale el discurso de la libertad de expresión. Ellos disponen de tu vida, son Dios.

Me volvieron a colocar la capucha. Pasaron cerca de diez minutos en los que el Rambo hizo algunas llamadas. Supongo que habló con sus jefes.

“¿Cuánto dinero traían?”, preguntó el Rambo.
Juan Carlos dijo que unos cuatro mil pesos y yo que unos mil.
“Ahí están sus cosas, su dinero, sus carteras, todo. Nosotros no somos rateros”. El jefe de los sicarios continuó con su discurso: “El pedo no es con ustedes, ahorita el pedo es con los Zetas. Pero ustedes vienen y dicen puras mamadas y calientan la plaza y llegan los militares?”

El Rambo fue tajante. “Los vamos a dejar ir, pero no los queremos volver a ver aquí”, dijo. “Si regresan los vamos a levantar y les vamos a dar piso. Y aquí no ha pasado nada. Si ustedes comienzan a decir mamadas en México, nosotros vamos a ir por ustedes. Tenemos gente que opera en el Distrito Federal y van a ir a buscarlos”.

Los sicarios volvieron a subirnos a la Escalade y nos ordenaron que nos agacháramos para no ver el camino. Poco después se detuvieron en el estacionamiento de una farmacia. Abrieron las puertas y nos quitaron las capuchas y las esposas. El sicario que manejaba nuestro sedán rojo se subió a la camioneta. Juan Carlos y yo nos quedamos pasmados, inmóviles, no sabíamos si la liberación era verdad o si nos iban a coser a balazos.

“Ya váyanse a la verga, pendejos. ¿O quieren que los volvamos a levantar?”.

Ésa fue la frase de despedida de la mole con las llamas en el cuello. La violencia de sus palabras nos sacó del estupor. Subimos al coche y nos largamos al hotel para recoger las maletas, con la idea de no volver a Reynosa nunca más.

Mi plan era ir a Monterrey por carretera. Carlos Marín, el director de Milenio, me hizo desistir de esas idea: “Son tres horas de carretera y la zona está peligrosa. Vete al aeropuerto, ya te están esperando”.
El comandante de la Policía Federal en Reynosa y varios elementos armados custodiaron el aeropuerto mientras esperábamos para regresar al df, luego de librar dos horas de secuestro. Antes de despegar llamé a mi colega Diego Osorno, para contarle lo que había pasado. También le dije que dejaría el periodismo. “Lo que hacemos no sirve para nada”, añadí. Diego no atinó a decir nada.

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