Por Raymundo Pérez Arellano – Revista Squire.-

La oscuridad, eso es lo que sigue.

Atrás quedaron los amigos, la familia, los compañeros de trabajo, el amor, la vida.

Ahora sólo existen el desahucio y la resignación. La cara de la muerte se asoma por una rendija de la capucha que pusieron en tu cabeza.

Ya no llegué a los 30 años, ni tuve hijos. Ojalá que me maten pronto. No quiero que me torturen. Quiero que me dejen en un lugar público. Que encuentren mi cuerpo. He visto el rostro de los entrevistados a quienes les han secuestrado a alguien. Viven en la incertidumbre por no saber si su pariente regresará algún día. La muerte se extiende a los familiares de los desaparecidos. Unos mueren poco, y otros mucho, y no quiero eso para los míos.

La oscuridad, eso es lo que sigue.

Ni modo, elegiste dedicarte a esta profesión de riesgo, así que asume las consecuencias.
Qué cara pondrán en el trabajo cuando les digan que te llenaron de plomo. Tendrán remordimientos por haberme mandado al matadero. Ya veo los titulares de los periódicos lamentando de nuevo la muerte de un reportero y un camarógrafo, y al día siguiente pasando a otro tema.

Fue una pendejada venir a esta zona de guerra. Pero ya ni lamentarse, ya qué. La camioneta avanza y no hay forma de detenerla. Los sicarios sólo cumplirán órdenes. Quizá el error fue andar en un coche rentado con placas de Coahuila, luego de que los periódicos publicaron, sin revelar la fuente, que comandos de Zetas provenientes de ese estado llegaron a Reynosa. O habrá sido mi corte a rape, mis lentes oscuros y el tatuaje en mi brazo. No lo sé.

Lo único cierto es que voy a morir en Reynosa, y todo porque estos sicarios creen que soy un pinche Zeta.

Las llantas de una Escalade negra rechinaron en el pavimento ardiente. Juan Carlos Martínez pisó el freno con fuerza cuando esa camioneta enfiló contra nuestro vehículo. Se abrieron las puertas y cuatro sujetos con chalecos blindados saltaron hacia nosotros. Unas siglas en el pecho revelaban la organización criminal a la que pertenecían. Sin pudor alguno exhibían tres letras en color blanco: cdg (Cártel del Golfo).
No estábamos en un barrio solitario a la media noche, sino en una avenida transitada de Reynosa, en plena hora pico. Era el 3 de marzo de 2010.

Poco antes habíamos visto a la Escalade negra recorrer en caravana las calles de la ciudad, junto con otras seis camionetas de algunas de las marcas favoritas del crimen organizado. El convoy era la visión de un dragón, peligroso y seductor. No podía quitarle los ojos de encima. En los vidrios de las camionetas habían rotulado las letras cdg con pintura blanca, de la que se usa para lustrar calzado. La Cherokee gris que encabezaba la fila exhibía una placa con el mismo distintivo, como si fuera uno más de los diseños que pueden verse en las matrículas vehiculares en los estados del país.

“¡No mames, güey! ¿Viste eso? Qué pedo con esta ciudad. Y la gente no dice nada”, le dije a Juan Carlos, el camarógrafo que me acompañaba en esta misión. Era el más experimentado en la empresa. Comenzó desde abajo, asistiendo a los camarógrafos de la vieja guardia. Dedicó quince años a aprender los trucos de la lente. A sus 30 años era uno de los mejores.

Esperamos a que el tráfico, que se había paralizado con el convoy de sicarios, se normalizara. Dos cuadras más adelante doblamos a la derecha. En las redes sociales seguíamos los reportes ciudadanos que informaban sobre balaceras en varios puntos de la ciudad. Ahí queríamos estar, a eso nos habían enviado a Reynosa.

Volvimos a girar a la derecha y los vimos otra vez. Los más de veinte tripulantes de las siete camionetas habían descendido en un parque público y se preparaban para combatir. Unos revisaban su armamento, otros se colocaban el chaleco antibalas y tres o cuatro vigilaban.

“Pendejo, ve por los del carro rojo”, dijo alguien. Luego se escucharon silbidos y el rugir de un motor.
“Esto ya valió madre”, le dije a Juan Carlos cuando vi lo que pasaba. “Acelérale, cabrón?”

 

Para febrero de 2010 había mucha inquietud por saber qué pasaba en Reynosa. A las redacciones del Distrito Federal llegaba información fragmentada: balaceras, bloqueos viales, asesinatos y, en resumen, una ciudad enloquecida por la violencia. Pero los medios capitalinos no alcanzaban a comprender lo que ocurría en la “frontera chica” de Tamaulipas, como se conoce a los cinco municipios ubicados entre Reynosa y Nuevo Laredo.

“Hay un desmadre en Reynosa, queremos que te vayas para allá y busques las mejores imágenes”. Ésa fue la instrucción que recibí mientras destapaba la segunda cerveza, durante una fiesta en mis vacaciones. Yo estaba en Monterrey, cubría las fuentes de seguridad pública y era el que estaba más cerca de Tamaulipas. “Mañana te alcanza un camarógrafo. Lo vamos a mandar por avión. Tú vete por tierra, estás a tres horas de distancia”.

Hacía tiempo que Reynosa no tenía fama de ser un lugar tranquilo. Esa ciudad se hizo famosa por el contrabando de licor durante la prohibición en Estados Unidos, y después se convirtió en paso obligado de la droga hacia ese país.

Reynosa, al igual que Matamoros y Nuevo Laredo, es sede histórica del Cártel del Golfo y de su grupo armado, los Zetas. Sin embargo, al iniciar 2010 las cosas cambiaron entre los antiguos socios. Donde antes hubo pactos y hermandad ya sólo existían enfrentamientos, traición y matanzas. La guerra entre el cdg y los Zetas estaba declarada antes de que aparecieran mantas en varias ciudades del norte del país.

En los últimos días de febrero de 2010, apareció frente al palacio municipal una narcomanta dirigida al presidente Felipe Calderón: “Con todo el respeto que se merece deje de ayudarnos, el veneno se combate con el mismo veneno Atte. Fusion de Carteles de Mexico unidos contra los “Z” despues de que acabemos continue siguendonos RETIRE AL EJERCITO” [ sic ]

 

Sus golpes aterrizaban sobre mi cara una y otra vez, y con la misma fuerza lanzaba sus acusaciones: “Eres un pinche Zeta, ¿verdad? Eres un puto guacho (soldado). Eres de la Federal. Nos estás vigilando, por eso nos seguiste. Eres halcón (espía). Dinos la verdad, es tu última oportunidad, o te vamos a chingar aquí mismo”.

El escenario era una de las muchas plazas públicas que hay en Reynosa. Una mole de más de 120 kilos fue comisionado para interrogarme. Flamas de colores tatuadas en su cuello asomaban entre pliegues de grasa. Sus manos iban y venían sobre mi rostro, sobre las carótidas o sobre las orejas, desorientándome y aturdiéndome a la vez.

“Somos reporteros. Venimos de la Ciudad de México para hacer un reportaje sobre la cuenta de Twitter que creó el gobierno de Reynosa. Los teléfonos de la redacción están en mi identificación, hablen a México para que vean que les decimos la verdad…”, alcancé a responder.

Pero la razón no logró imponerse a su lógica de guerra. Regresaron las cachetadas y los cachazos y, en su desesperación por no conseguir la respuesta que quería, vinieron los simulacros de ejecución.

“Préstame tu corta, la mía se me olvidó en mi casa”, le dijo a su acompañante el sicario que me golpeaba. Después sacó de la guantera de la Escalade una pistola nueve milímetros pavonada. Cortó cartucho y la encajó en mis costillas.

“Ésta es la última oportunidad para que me digas la verdad o le jalo? por qué tartamudeas? dime la verdad o te quiebro”.

La situación del camarógrafo no era mejor. El jefe del convoy lo había bajado de la camioneta. Le preguntó de dónde era.

“¡Ah, chilango!”, dijo el comandante al escuchar la respuesta, mientras lo golpeaba en el rostro. Su ayudante aprovechó para mostrar su hombría ante el jefe. Tomó del cabello a Juan Carlos y estrelló su cabeza una, dos, tres veces contra el vidrio trasero de la Escalade, como si su lugar de nacimiento fuera a cambiar con la tortura.

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