El eterno atrape del amor en San Valentrans

Las travestis somos parte de un linaje maldito, víctimas de un maleficio milenario. Ese, que nos empuja con desesperación a buscar el amor que nos negaron, al precio que sea. Victoria Stéfano escribe sobre el 14 de febrero y una charla con amigas entre fideos con salsa, vino y una novela turca de pasiones travestis.

El eterno atrape del amor en San Valentrans

Por Victoria Stéfano
15/02/2022

Fotografía: Titi Nicola 

Si me levanto de la cama, o si no. Si me tomo un whisky en un antro. Si subo una historia, o seis. Si voy al gimnasio, si dejo de ir. Si me meto en dietas insostenibles, si me aclaro el pelo, si lo oscurezco. Si me corto mal el flequillo, si me maquillo. Todo, todo, todo lo hago para que otro me vea.

Pero, ¿por qué carajo eso define porcentualmente el 85% de mis conductas? Tal vez en esta nota me sirva de ciertos relatos de vidas ajenas para intentar responder por qué buscamos incansablemente une otre en quien reafirmarnos mediante eso que llamamos amor. Y para protegerme voy a decir que todo parecido con la realidad es pura coincidencia.

El 14 de febrero nos invita a pensar en amores, los válidos y aquellos que no lo son, socialmente hablando. Mucho sobre eso dijo Lohana Berkins, hablando de la clandestinidad y la negación identitaria en las que transcurren nuestras grandes pasiones. Pero hay mucho más aún que decir respecto de nuestros amores.

Hace algunas semanas nos juntamos en casa con las pibas a comer algo. La verdad no me rodeo de otras trans regularmente, ni siquiera diría que pude aprender a ser trans de otras trans. Así que de alguna manera en mi cabeza siempre habitó esa idea de que yo soy diferente al resto. La que se hizo sola, la psicoanalizada, la que se salvó de un montón de cosas y ahora vive en el centro y se aclaró el pelo.

Pero ese día me dí cuenta que no. Que no me salvé de nada. Que somos parte de un linaje maldito, víctima de un maleficio milenario. Ese, que nos empuja con desesperación a buscar el amor que nos negaron, al precio que sea.

Una a una fuimos tomando la palabra para contar qué onda nuestra situación chongueril. Y la cosa pasó de las risas cómplices a una conversación innovadoramente profunda y seria sobre por qué para nosotras el amor continua siendo alto atrape.

Algunas de las presentes estaban en pareja. Estábamos también las del club de las dejadas, las que alguna vez se enamoraron y que afirman que nunca mas volvió a sucederles, y las que jamás van a amar si no es por la cantidad de dinero indicada. Pero también había una cuota para mí bastante nueva en nuestro mundillo: las que comparten chongo.

Sé que otres hablarían de esto último como poliamor, o relaciones abiertas y nosequé. Yo creo que para ese desarrollo tan teórico hacen falta un par de cosas resueltas, como la comida, el techo y los ingresos económicos. Además de claro, contar con la posibilidad de elegir cómo querés que sean tus relaciones o al menos poder negociarlo. Y puedo decir tranquila que ese no es nuestro mundo.

Conozco todo tipo de historias. Desde las travestis que se casaron y formaron una familia al mejor estilo Flor de la V, a las que mantenían a un chongo para que les cumpla la cuota de novio. Las que vivimos durante largo tiempo relaciones ocultas y negadas públicamente, y las que enloquecieron por un amor que las hundió en la autodestrucción. Les que fueron abandonades durante su transición por personas que no estuvieron dispuestas a acompañar ese proceso y el enorme grupo de les engañades y les que no están emocionalmente disponibles para el mercado de los afectos. Pero ninguna que haya comenzado a partir de un marco de responsabilidad afectiva o supuestos poliamorosos.

¿Por qué las travestis escondemos nuestro pene?

En nuestra ronda de relatos aparecieron patrones que tocaban todos los cuadrantes de la dependencia emocional. Las sobreadaptación a las relaciones conflictivas, las adicción a la adrenalina de los vínculos imposibles frente a un amante indiferente, la constante afirmación de la autopercibida invalidez afectiva, y todo eso que tiene que ver con la corporalidad. Operadas, no operadas, hormonadas, con passing, sin passing.

Después estaban las amantes sin corazón. Esas que se refugian de la mortal posibilidad del amor relacionándose exclusivamente bajo encuentros sexuales furtivos, sin jugarse nunca el más mínimo compromiso emocional.

Pero la conversación realmente interesante fue sobre las dos que tenían el mismo novio.

Mi mente formateada programáticamente en el modelo de la monogamia heterosexual se sentía terriblemente interpelada por esa realidad tan ajena como sorprendente. Aunque en definitiva el acuerdo entre las mujeres era un no acuerdo.

Una de las partes aspiraba al ideal; la relación monógama idílica. Ese amor exclusivo que es nuestra falopa. La otra se sabía ama y señora del deseo del chongo, y estaba muy de acuerdo con compartirlo porque le parecía que era demasiada demanda sexoafectiva como para gestionar sola al chabón.

Y claro que era incómodo, al mismo tiempo que gracioso, que estuvieran una frente a la otra hablando del mismo pibe mientras el resto de nosotras buscaba miradas cómplices para el chascarrillo que desdramatice todo. Pero había algo racional y práctico que me hacía pensar que incluso yo podría participar de un acuerdo así. Un componente funcional: saber que tu novio, que en definitiva jamás iba a ser exclusivamente tuyo en términos vinculares porque siempre vas a ser una mujer “rota”, se acuesta con alguien que conoces, y te conoce. Que respetas y que te respeta.

“Y antes que se ande acostando por ahí con cualquier otra que ni conoces… a mi me parece negociable” apunté como un dardo. Sin creerme ni una palabra de lo que decía, porque claro que yo soy de las dependientes emocionales que no podrían vivir con la idea de compartir ni el cariño de su gato, pero que negociaría sin problema cualquier cuota de dignidad con tal de un poco de algo parecido al cariño.

Y sin embargo ahí estábamos, compartiendo el mismo espacio, fideos con salsa y una jarra enorme de vino con gaseosa. Sin agresiones de por medio, sin chicanas, sin puñalada trapera.

Tres doritos después claro que hoy, 14 de febrero, hay alguien que quiero ver más que a nadie. Y con quien me gustaría mirar una serie animada bastante podrida sobre una princesa ebria, un elfo algo tonto y un gato que hace a las veces de conciencia y a las veces de demonio.

Y es que en definitiva no hay cuota de análisis freudiano, ni tintura de pelo que nos salve de la idea sobreexplotada del amor. Ni hay manera de que no piense en él y sus manos, como estupidita mirando al horizonte y respirando profundo, si alguien me pregunta qué carajo es amar.

Quizás el secreto de todo sea revertir las cargas románticas, para gestionarnos en nuestros propios términos todo eso que buscamos desesperadamente en otres. Al cabo ¿con qué amor roto puede amar quien no recibió jamás afecto? En término somos eso que queda tras enormes deudas. Y lo que pudimos hacer con lo que no nos dieron.

Quizás mi carga pesimista sobre la realidad me lleva a asumir que es inevitable que buena parte de nosotres se va a ir de este mundo sin haber descubierto jamás lo que era amarse a sí misme primero para amar a otres después.

Y aunque, honestamente, me encantaría ser tan optimista como para creer que podemos deconstruir el amor romántico y sus cargas, no puedo evadirme de preguntar si es posible deconstruir algo que ni siquiera pudimos vivir.

Sugiero por iniciativa propia entonces amarnos urgentemente, en los términos que podamos, al menos como venganza. Y procurar otros amores posibles para todes eses pibites que están a tiempo, amándoles urgentemente, como esperanza.

*Esta nota fue publicada originalmente en Periódicas.com.ar

Victoria Stéfano