Los ochenta. La democracia es demasiado joven cuando Martins deja la SIDE en octubre de 1987. Los años como agente de inteligencia y su discreción sobre los servicios prestados durante la represión ilegal le han permitido aceitar contactos y refinar la logística de su más reciente actividad: la prostitución en sus locales de la Capital Federal.

Martins recluta, preferentemente, mujeres jóvenes brasileras y dominicanas. La precariedad de sus papeles migratorios, el riesgo de ser deportadas hacia la pobreza que dejaron atrás aumenta su vulnerabilidad. Casi siempre es la misma sucesión: primero son inducidas a una copa con los clientes, después a un show erótico, después al sexo. Muchas veces ingresan engañadas al circuito y se las mantiene allí contra su voluntad. El espía tiende, en tres niveles, una compleja trama de protección: sus camaradas que han quedado en la Secretaria de Inteligencia, intervienen teléfonos y revisan si los de sus muchachos están limpios; los agentes municipales son comprados para hacer las habilitaciones y obviar los controles; los jefes de las comisarías federales con jurisdicción sobre los prostíbulos, y sus brigadas de calle, son “adornadas” rigurosamente cada mes para que la rueda no se detenga. Los comisarios son además, cobrando un adicional, encargados de filtrar el allanamiento sorpresivo de algún juez díscolo.

En aquellos años ochenta, Martins sella una amistad con el futuro juez federal Norberto Oyarbide, que además incluye, por si fuera poco, transacciones comerciales: el magistrado –que en ese momento no es más que un secretario- le vende al proxeneta en cifras infladas el nicho de un cementerio. Su hija, Lorena Martins, cuenta a la prensa por estos días que la extraña modalidad de la sobrevaluación se replicó en muchas otras ventas. Los buenos oficios con jueces y secretarios de aquellos años explican, en buena medida, que no sea durante esta década que el nombre de ese proxeneta con pasado tenebroso, sus burdeles y sus prisioneras, vean la luz del sol.

Los noventa. El 19 de noviembre de 1997, dos adolescentes radican una denuncia penal contra Raúl Martins. Una de ellas es una adolescente brasilera menor de edad, llamada Francisca Soarez de Souza, que ha sido arrastrada a Shampoo, una de las cuevas de prostitución Vip que regentea Gabriel Conde, lugarteniente de Martins. Conde pasará 28 días en la cárcel de Devoto hasta poder salir bajo fianza. Pero eso será después, unas fojas más adelante. Antes, a tan sólo un mes de iniciada la pesquisa, el juez instructor Pablo Belisario Bruno intenta enviar la investigación al fuero Correccional, que trata delitos menores. El fiscal José María Campagnoli se opone. La investigación avanza muy lento. En agosto de 2000, a pedido del fiscal Campagnoli, se clausuran algunos antros, como “Brut”, en el barrio de Recoleta, que Martins tenía a nombre de Estela Percival, su actual concubina y principal testaferro.

El 16 de noviembre de 2000, tres años después de la primera denuncia, Raúl Martins es procesado –sin prisión preventiva- y embargado por 100.000 pesos argentinos. Se lo acusa de promover la prostitución junto a Alberto Percivalle, otro proxeneta local. El 20 de noviembre, el presidente le acepta la dimisión al juez Bruno: una versión periodística sostiene que el renunciante ya tenía un nuevo cargo en la Secretaria de Inteligencia. El procesamiento de Martins es apelado por su abogado defensor, pero la Cámara de Apelaciones lo confirma, y el fallo queda firme.

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