Lo primero que hace Henry cuando se sienta a la mesa del café, es mostrar la palma de sus manos.
-Yo he visto mucho y he tocado la sangre, como todos en el barrio. Pero yo sigo viviendo ahí, y no soy buchón.
Henry nació en Jujuy, en el norte argentino, y llegó a la 1.11.14 cuando era adolescente. Instaló su casilla frente a la Iglesia. Siempre le interesó la política. En ese entonces, un puntero con pocas pulgas, de nombre Bofa, se había proclamado presidente del barrio.
– Ganó las elecciones con los fierros en la mesa- recuerda Henry.
Para legitimar sus decisiones, Bofa mostraba su mascota: una ametralladora automática a la que llamaba La Macarena. Negociaba con el gobierno, con la policía, y también con los narcos.
Henry y otros vecinos conspiraron durante un tiempo, y se organizaron para derrocarlo.
-Primero le sacamos el negocio del camión atmosférico, después le metimos delegados en la manzana 4, 25 y 31- evoca, mientras toma un trago de su gaseosa.-En ese momento empezó una época de asambleas. Fue interesante.
Henry milita hoy en una agrupación que en la capital se opone al alcalde Mauricio Macri.
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Los delegados que surgieron entonces, por ascendencia natural en sus manzanas, dicen no haber vuelto a negociar con los narcos. La convivencia siempre había sido distante pero nunca hostil. Una noche de diciembre de 2006, ese equilibrio voló en pedazos. Tres peruanos le dieron ocho puñaladas al hijo de una delegada en la vereda de su casa. Unos días después, mandaron a decirle que su muerte había sido un error.
Susana salió en el diario Página 12 pidiendo justicia y denunciando el encubrimiento policial a los asesinos. Tiempo después, supo que habían caído presos en un operativo. Hoy atiende un restaurant de comida boliviana, y prefiere dejar atrás ese pasado.
– Soy católica, creo que hay un supremo que les va a hacer ver que se equivocaron, que mataron a mi hijo y trucaron una familia- concluye, sentada en una mesa de su boliche.
Se ha dado una tregua, muy corta, en la rutina intensa del restaurant: café, tojorí (arroz con leche) y api (pasteles y buñuelos) para el desayuno, mientras ya crepitan en la sartén los platos típicos del almuerzo y la cena. Las hijas, las nueras y otras mujeres, en dos turnos, cocinan y atienden el salón desde que abre, a las 6 de la mañana, hasta bien entrada la noche. Los viernes, sábados y domingos se sirven caldos desde las 4 de la madrugada. En verano, helados, jugos y licuados. Se vende absolutamente todo: en el asentamiento abundan los cuartos minúsculos, sin siquiera un anafe, y la comida al paso es barata.
En el rubro de la gastronomía se trabaja a destajo. Es el negocio más rentable después del comercio de droga.
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En el la villa 1-11-14 se estima que viven 60.000 personas. Hace un mes, después de una intervención judicial que se demoró tres años, se hicieron las elecciones para elegir delegados. El alcalde Mauricio Macri sufrió un duro revés: de los 59 cargos, 34 quedaron para candidatos opositores.
Hasta entonces, la política territorial en el barrio la había trazado Enzo Pagani, un legislador de su partido. Pagani confió para esa tarea en el “Comandante” Miguel Ángel Rodríguez y su socio –electo delegado en los comicios-, Adrián Garay.
El “Comandante” dice haber militado en los ’70, pero su nombre se volvió popular veinte años más tarde y no precisamente por su activismo: como director de tránsito, expidió unas 500 licencias falsas de taxis que cobraba entre 1500 y 2000 dólares cada una. A Rodríguez lo filmaron en una cámara oculta y fue condenado a tres años de prisión en suspenso. En la causa judicial declaró su hermano, que además era su socio: confesó que crearon la empresa Splay S.A. para una operación con Sevel Argentina, la automotriz de la familia Macri, en la que compraron cien Fiat Duna, con el “producto de lo que recaudaba con las licencias vendidas”. El alcalde Mauricio Macri y su padre, el empresario Franco, estuvieron procesados por “contrabando agravado” de la empresa, pero luego fueron sobreseídos.
En el año 2006, Rodríguez fue contratado por el Instituto de la Vivienda de la Ciudad. Cuando Macri asumió al año siguiente, Pagani lo envió en comisión a la Unidad de Gestión e Intervención Social (Ugis), que debería ocuparse de los servicios y urgencias de todas las villas de la ciudad. Rodríguez se presentó en la 1-11-14 con cajas portafusibles de 60 amperes y bajada domiciliaria con cables con céntrico bipolar. Venía a reemplazar el servicio deficiente de la empresa que proveía la luz, Operis.
-Así se transformó en un papá grande de muchas cooperativas- explica un antiguo referente de manzana. Hace poco, cuentan, puso su propia cooperativa: la “14 de junio”, día de su cumpleaños.
Garay, su socio, es un hombre que suele estar armado. Hizo pie cuando sus relaciones le dieron el monopolio de la televisión por cable en la villa: cobra 200 cada bajada, y un abono de 50 pesos mensuales.
– Dicen que ya no vive en el barrio, que tiene vehículos de alta gama y otras propiedades. Una casa en Córdoba, un departamento en Floresta- arriesga el antiguo dirigente del barrio.
A la cooperativa de Rodríguez y de Garay, se le asignaron en el último tiempo trabajos de remodelación en las escuelas. Pero hubo una auditoría del gobierno municipal detectó que algunos trabajos estaban mal hechos. Eso, y las denuncias de legisladores opositores por el pasado delictivo de Rodríguez, podrían terminar por apagar la estrella de dos de los hombres fuertes del alcalde Mauricio Macri en el sur de la ciudad.
– Les soltaron la mano.
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Al caminar por los pasillos, el color que predomina es el gris. Calles de concreto, paredes de material a medio terminar, la mezcla fresca en la vereda, los pisos de cemento alisado. Alrededor se ven edificios de hasta siete y ocho pisos.
-La mayoría son de mis paisanos- dice la mujer regordeta, el pelo negro contenido en un rodete, nacida hace cuatro décadas en La Paz.- El boliviano es adicto al cemento y la arena.
Los propietarios más prósperos, dice la mujer, ya no viven en el barrio. En la planta que vive con dos hijos, su esposo, su cuñada y un sobrino, hay un enorme televisor plasma, microondas, computadora y aire acondicionado. Algo impensado cuando llegó, hace quince años, y trabajaba 12 horas diarias en la cocina de una panadería. O cuando limpiaba casas.
En las otras dos plantas construyó diez habitaciones.
– Tuve un negocio y de a poco fui creciendo. Invertí unos 200.000 pesos en esto, y estoy sacando 6.000 o 7000 por mes- confiesa.
Una casa en la villa cuesta desde 40.000 hasta 500.000 dólares. Pero lo que vale no es la construcción, sino la ubicación y la posibilidad de negocio. Con los requisitos que piden fuera del barrio -documentación personal, garantías inmobiliarias, depósito y un mes por adelantado-, los inquilinatos y cualquier sucucho de la villa está repleto. Una pieza de tres por tres, en uno de los pasajes principales duplica su valor por la persiana metálica: en el mismo lugar se come, se duerme y se monta un comercio. Todo por 3.000 pesos mensuales.
La bonanza del barrio también tiene su banda sonora. La cumbia o el reggaeton, el murmullo constante, la estocada del martillo contra la masa, el zumbido de la sierra que se aflauta cuando muerde el ladrillo: una sinfonía del caos organizado.
El negocio del narcotráfico no tiene vasos comunicantes intencionados. Todo es ganancia o se reinvierte en el andamiaje de la maquinaria: salarios, logística, abogados o ayuda para las viudas. Pero esa suerte de prosperidad que el tráfico impone a su alrededor, termina favoreciendo el resto de los rubros.
-El que viene –dice la propietaria, sentada en un mullido sillón de su terciopelo- no sólo compra drogas. Compra verduras o ropa, cosas para disimular. A veces traen niños y les compran golosinas. Y cuando se van, para que no los agarren, toman los remises de la entrada.
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-Estando los viejos encarcelados y en Perú, pensamos que iba a mejorar, pero esto sigue manejado desde la cárcel, porque acá no es como en otros países, hay muy poco control en los penales- dice Quispe. Su voz trasluce resignación.
Las pistas de que Marcos seguía moviendo el negocio desde la cárcel decidieron al juez Torres a allanar su celda en el penal de Ezeiza, pero no encontró nada. Después ordenó registrar Devoto, donde estaban sus hombres más cercanos –como los hermanos Reyes Zubieta-, y entonces sí: decomisó celulares vinculados a otros teléfonos de la villa, anotaciones con nombres y apodos. En medio kilo de carne picada encontraron un teléfono celular entreverado. Pero la clave eran los correos humanos: de acuerdo al relato del arrepentido, un hombre y una mujer visitaban religiosamente la localidad de Ezeiza, el penal y el country donde la esposa de Marcos, Silvana Salazar, cumplía el arresto domiciliario. De allí, dijo el arrepentido, salían las órdenes al barrio.
También empleaban otros métodos más discretos, que Quispe conoce por su hermana.
– Los celulares, los papeles con información, la droga, la plata, todo, lo entran en la vagina de las mujeres- suelta en voz baja.
El dato se confirma cuando una mujer que vive de la calle Riestra hacia las primeras manzanas de la villa, al norte, cuenta lo mismo. Y dice algo más: muchas veces, las esposas de los presos contratan mujeres que simulan hacer “visitas higiénicas”, pero tienen como verdadera misión ese acarreo hormiga. Llevar preguntas y traer respuestas, lo justo y necesario para que la banda siga tocando.
Fotos: Cooperativa Sub
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