Cosecha Roja .-

Siete años atrás, en medio de una disputa narco, un grupo de sicarios ametralló una procesión religiosa en el Bajo Flores, al sur de la capital argentina. Hoy, los líderes y más de medio centenar de los miembros de la banda están presos, pero el negocio funciona como el primer día. Los traficantes que dominan algunas manzanas de la Villa 1.11.14 siguen siendo los más organizados de Buenos Aires. Conviven con 60.000 vecinos, inquilinatos, especulación inmobiliaria, ferias callejeras y venta de comida al paso. Quizás por eso, el Bajo Flores se convirtió en una zona codiciada por el gobierno de la ciudad, que –de la mano de un falsificador de licencias de taxi- intenta controlar parte del territorio.

Pasillos estrechos, calles sin abrir, puntos panorámicos, escondites de armas, ranchos de doble salida y pasajes ocultos en la cerrazón de las manzanas: esa es la topografía urbana del sector de la villa que los narcos eligieron para el negocio. Acondicionar la zona les demoró más de diez años. A veces con diplomacia, otras con advertencias severas, las menos con la persuasión de las balas. Se basan en dos premisas: vigilancia permanente y vías ágiles de escape. Vender sin pausa y poder desaparecer en menos de lo que canta un gallo.
La capital argentina los conoció un domingo de octubre del año 2005, en una procesión del Señor de los Milagros, un santo de la colectividad peruana. Los sicarios abrieron fuego contra la multitud, dejando cinco muertos y siete heridos. Entre las víctimas fatales había un bebé de meses que su madre llevaba en los hombros. La violencia de esa guerra narco llegó a los medios. Los apodos del atacante, Ruti, y del capo que había querido bajar, Marcos, comenzaron a sonar. Eran Rutilio Alionzo Ramos Mariños y Marco Antonio Estada González. Se supo que ambos habían llegado de Lima en los ’90, que más tarde habían compartido el negocio, y que una corta temporada en la cárcel los había enemistado al punto de disputar con decenas de muertos el control de aquella plaza de venta.
Durante dos años, el vecindario se acostumbró a desayunar con un cadáver sin nombre en los containers de la basura. Al final, Marcos se impuso y conservó el territorio. Hoy él, sus mejores lugartenientes y más de medio centenar de sus soldados están presos, gendarmería custodia la zona, pero el negocio funciona como el primer día. Con sus mecanismos de relojería, el mercado de la cocaína, marihuana y pasta base en la 1-11-14 emplea una lógica que sobrevive a los individuos.

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-El negocio en la 1-11-14 no cambió nada.

Lo dice un vecino del barrio en una de las 31 manzanas del asentamiento.

-Yo diría que cada día es mayor. Cuando llegó la Gendarmería, pusieron vendedores en los pasillos porque los pasajes principales están un poco quemados.

Quispe –así quiso identificarse para esta crónica- cuenta mucho de lo que sabe, pero con recaudos: él y su familia viven hace quince años en la villa, gran parte en la zona narco, y conoce muy de cerca el negocio. Prefiere que todo lo que se conozca de él sean sus rasgos andinos: el pelo morocho y lacio, los ojos negrísimos, la piel curtida por el trabajo al sol.

– Piti, el hermano mayor de Marcos, fue quién perfeccionó los sistemas de seguridad- dice.

Quispe se refiere a los timbres en plantas altas o disimulados entre los puestos de ropa, a los chiflidos de los marcadores, en cada esquina, ante la llegada de un extraño. O a los siete “perros” armados que por las noches palpan al comprador antes de llegar a los puntos de venta.
El mentor de ese sistema, Fernando Estrada González, o Piti, es el único de los cabecillas de la organización que está vivo y en libertad, una combinación difícil en estos tiempos.
Mientras su hermano Marcos se volvía famoso, Piti logró mantener un perfil bajo. Criados por su madre en Lurigancho, en las afueras de Lima, él y Marcos son los menores de doce hermanos. Llegó a Buenos Aires en 1989.
Hasta el asesinato de Antonio Gallardo, un argentino de 27 años al que Marcos había baleado quince días antes a la salida de la bailanta, Piti conocía las comisarías porteñas por robos menores a principios de los ‘90, pero nunca por matar. Después del asesinato, un amigo de Gallardo testificó que lo atacaron por la espalda mientras esperaba al zapatero. Que la víctima puso de pie después del primer impacto, que el segundo fue en la pierna y el tercero en la cara. Lo remató uno de sus sobrinos con dos disparos.
En el barrio se especuló con que Piti se hizo cargo del crimen para salvar de la cárcel a su hermano. Les cayeron, a él y su sobrino, con doce años de cárcel. Cumplió siete y pidió ser deportado a Perú. Los días a la sombra le templaron el ánimo. Hasta se plegó a una huelga de hambre masiva exigiendo al presidente Fernando de la Rúa reducción de penas y juicios rápidos.
Cuando Piti volvió, antes de lo previsto, las manzanas de los peruanos fueron cercadas para que él y sus “perros” -custodios- caminaran a sus anchas. Más aún cuando el resto de los mandamases empezaron a caer. Marcos fue detenido en Paraguay, en 2007, y extraditado después de robar una avioneta en un pueblo de provincia y cruzar la frontera por aire. Silvana Salazar, la esposa, se supo acorralada y tuvo que entregarse. También fue detenida la suegra de Marcos, Lily Alarcón.

En octubre de 2010 la Justicia argentina allanó varios ranchos del barrio, apresó a dieciséis soldados en una sola volada, y volvió a pedir la cabeza de Piti, esta vez como capo narco. Pero él ya no estaba en la villa. Desde entonces, el peruano prefiere la seguridad de Lima, y pasa temporadas cortas en Buenos Aires para supervisar la marcha del negocio y organizar el drenaje de los 100.000 dólares que la venta de cocaína les dejaría por mes. Duerme en algún lugar del interior de la provincia, y se lo ve llegar y abandonar el barrio junto a un guardaespaldas.
Los investigadores suponen que la mercancía de Bolivia y Perú llega primero a la provincia, en grandes cantidades, y que de ahí la llevan a la villa. Nadie sabe o nadie dice cómo sacan el dinero grande. Algunos arriesgan que por tierra, cruzando a Paraguay o Bolivia, donde los controles son laxos.

Quispe conoce otra manera:

-Le pagan a unos cuantos paisanos que hacen giros financieros en tres o cuatro Western Unión de la zona.

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El Juzgado Federal Nº 12 a cargo de Sergio Torres empezó a investigar en mayo de 2009. Desde entonces, acumuló más de 130 causas por narcotráfico, entrecruzó información, armó bases de datos y trazó un mapa –precario, parcial- del narcotráfico en la ciudad de Buenos Aires. En los pasillos de los Tribunales de Comodoro Py, se la conoce como “La megacausa del Paco”. Tres años después, el juez logró detener a 56 miembros de la organización y secuestró más de 52 kilos de paco -unas 5.200.000 dosis- que puestos en circulación significarían unos 8 millones de dólares. Además, incautó 31 kilos de cocaína y 540 de marihuana, dinero en efectivo y un arsenal de guerra: ametralladoras, chalecos antibalas, una granada de mano, dos silenciadores, dos miras telescópicas y gran cantidad de municiones.

-El trabajo sirve –dice uno de los investigadores en su despacho.
Es una oficina minúscula, sin ventanas, que alguna vez fue blanca. Está cercado por una repisa de expedientes y una computadora. En ese cuarto, cuando los hornos incineradores no funcionan, pasen días enteros la cocaína y la marihuana que suelen secuestrar.

Después de un silencio, el investigador agrega:

-Como pasa siempre, no alcanza.

Unos días después, en una larga conversación telefónica, una mujer explicará por qué nunca es suficiente.

-Cuando un miembro de la banda cae preso, la organización le paga 500 pesos semanales a la esposa, los abogados y le provee los “bagallos”.

Marcos tuvo hace pocas semanas su primavera judicial. La fiscalía y el Tribunal Oral Federal 3 aceptaron el juicio abreviado. Fue condenado a seis años por tráfico de drogas, la máxima pena posible en ese tipo de procesos. Estaría en condiciones de pedir la excarcelación en una de las dos causas judiciales que lo mantienen adentro. La segunda –instruida por el juzgado Federal Nº 12- también fue elevada a juicio. Se haría en la segunda mitad del año. De salir airoso, en poco tiempo, Marcos Estrada González podría abandonar su celda de la penitenciaría federal. Su hermano Piti, de haber caído, compartiría la misma suerte que él.

-Hubo festejo en la provincia –dice la voz, al otro lado de la línea-, donde viven muchas “cabezas” de la banda. Están a la espera de ver lo que pasa con el jefe.

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Por las noches la venta crece. A las doce en punto, por orden de los capos, se apaga el alumbrado público. Sólo las luces de los ingresos y la de algunos pasillos, como el de la capilla Nuestra Señora de Itatí, quedan prendidas. Los curas villeros, patronos de los asentamientos durante décadas, son el límite institucional para los narcos. Tal vez el único que siempre han respetado.

– Los vecinos que viven sobre los pasajes donde venden, tienen que avisar si van a atravesar la zona de venta, o si van a recibir visitas- dice Quispe.

Los clientes no la pasan mejor. A ciegas o guiados por algún vecino baqueano, tienen que superar seis o siete cacheos antes de la transacción. En el primero dejan todo lo que llevan puesto. Si llegan en auto, tienen que entrar con las luces apagadas. Lo contrario es exponerse a la pedagogía del plomo en el parabrisas. Las tizas de cocaína cuestan doce, veinticinco, treinta y cinco y hasta cincuenta pesos, según el tamaño. La dosis de Paco, siete.

La guarda de la villa 1-11-14 le pertenecía a tres comisarías de la policía federal: la 32, la 34 y la 38. La última es la que tiene jurisdicción sobre el sector en el que opera la banda. La policía federal solía liberar la zona. Las detenciones esporádicas de los transas pasaban en un santiamén de prevención policial a secuestros extorsivos: pedían plata para dejarlos ir.

-Al menos hace unos años, los muchachos caían y pagaban 30.000 pesos para salir-, cuenta un provinciano que ya dejó el barrio.

Desde julio de 2011, el Ministerio de Seguridad de la Nación dispuso el operativo Cinturón Sur. El plan implica que Gendarmería patrulle la zona.
De una a tres de la madrugada, cuando los gendarmes entran, las ventas se paralizan. Los crímenes bajaron sensiblemente.
– Hay muchas más detenciones por flagrancia, porque hay más vigilancia en la calle.
Lo dice un fiscal que frecuentemente los ha investigado. Y suelta una terna de posibles motivos.
– No sé si es casualidad, un milagro, o el operativo Cinturón Sur.

Ni la Justicia ni los vecinos que comparten con los narcos el día a día, incluso con algún grado de confianza, saben a ciencia cierta cómo llega la droga. Todo lo que hay son conjeturas. La más verosímil, se dijo, es que llega a alguno o varios puntos del Gran Buenos Aires, donde los jefes territoriales –representantes de los jefes en la villa- han comprado propiedades o alguna parcela.
– La conseguirían en provincia de Buenos Aires y bajan entre tres y cinco kilos por día –dijo un arrepentido ante el juez-. Posiblemente, Piti organice los arreglos en Perú, pero no sé de eso.
Durante un tiempo, la droga llegaba al barrio en correos humanos que se tragaban las cápsulas. Pero el método era poco eficaz y el arrepentido cree que ahora se usan los autos de dos remiserias. Ellos, dice, son los encargados de transportar los cinco kilos que todos los días se mueven en la villa: una cantidad de polvo que fraccionado y estirado, repartido entre los kiosqueros que a su vez lo distribuyen entre sus vendedores, vendido como pan caliente dentro de la villa y a unos cuantos barrios porteños -La Boca, Constitución, Saavedra-, es una fortuna diaria.

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-Aldo, me tenés que ver el nene que está con fiebre- lo intercepta una adolescente, con un bebé en brazos y una criatura de la mano, mientras Aldo Pagliari camina de un lado para el otro, con su guardapolvo blanco, buscando una habitación vacía. Acaba de ceder su despacho a un médico y su paciente.
Aldo Pagliari es psicólogo, pero nadie lo llaman doctor. Todos le dicen Aldo, le piden Aldo, le suplican Aldo. Y Aldo responde. Dirige hace trece años el Centro de Salud Comunal (Cesac) Nº 20, el único centro de la salud de la villa 1-11-14.

-Cuando en la televisión se habla de la villa, se habla de drogas, armas y pibes muertos. Pero la violencia más grande es la institucional, en contra de la villa- dice.
Aldo tiene un gabinete mínimo en el que a duras penas caben un escritorio y dos sillas. A su alrededor hay dibujos infantiles.
-El narcotráfico no es una actividad clandestina, está a la vista de quién camine por allí. Es una organización social.

La pasta básica de cocaína (PBC) está elaborada con residuos de cocaína y procesada con ácido sulfúrico, kerosén, cloroformo, éter o carbonato de potasio, entre otras cosas. En muy poco tiempo, malogra los órganos y el cerebro del consumidor. Aldo dice que los problemas más graves no son por consumo de drogas.
-Acá, mucho peor que la adicción a las drogas, es el alcoholismo.
La mayoría de las personas que colman la sala de espera son mujeres jóvenes, casi adolescentes, con hijos chicos. Una de ellas toca la puerta y no espera, entra. “Prometiste que ibas a verme”, se queja.
– La salud reproductiva es otro de los ejes que más abordamos- dirá unos minutos más tarde.

La tuberculosis, una enfermedad controlada en los barrios del norte de la ciudad, en el Bajo Flores es moneda común. El hacinamiento y la precariedad en los servicios no colaboran.
– El tratamiento es muy difícil porque implicaría nueve meses de medicación y un control de foco sobre los familiares, que a veces trabajan el día entero. Y los laboratorios no producen una versión pediátrica. Nos las ingeniamos picando un cóctel de pastillas para los chicos enfermos.
Cuando asumió la gestión del alcalde, Mauricio Macri, el puesto de Aldo tambaleó. Una circular del Ministerio de Salud Municipal decía que podía estar al frente de la posta sanitaria porque no era médico. Los vecinos se organizaron y juntaron 2.000 firmas en un suspiro. Se manifestaron. Aldo pudo conservar su cargo.
-El armado central de la violencia en los barrios, es no hacer viviendas sociales y dejar que el mercado defina quién tiene derecho a vivir en la ciudad y quien no. Esa es la política del gobierno de la ciudad para manejar las villas.

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