Por Luis Ángel Sas – Plaza Pública.-
“¡Adiós, Caaarmen! ¡adiós para sieeempre!”, gritó Felipe mientras soldados lo halaban de los brazos y arrastraban por la calle polvorienta como se arrastra a un animal muerto que ya no pone resistencia. Minutos antes de que los militares derribaran su puerta a patadas, le había dicho a su esposa Carmen que esperaba que su muerte fuera tranquila, que lo tomara en su cama, sin sobresaltos y sin dolor, en familia. Pero ahora, sometido por las fuerzas del Estado, Felipe sospechaba que no era ése su destino.
Carmen, al ver al hombre frente a ellos con un fusil en las manos, entendió que su esposo iba a sufrir y antes de que Felipe recibiera el empellón que lo sacó de su casa de adobe y madera , en un arrebato de valentía, le suplicó al soldado que guiaba al grupo:
–Mejor déjelo muerto, tan siquiera su cuerpo voy a enterrar.
–No, señora, duerma tranquila con sus hijos, sólo vamos a hacer unas preguntas a su esposo y después lo venimos a dejar otra vez–respondió el soldado.
Pero Felipe y Carmen sabían que no era cierto. Él sollozaba mientras recibía golpes y empujones para subir al picop del ejército. Ella se quedó en la calle observando cómo el polvo y la oscuridad se tragaban las luces rojas del vehículo de los soldados. Esa noche ella quedó en una especie de agujero negro: una esposa sin esposo, una viuda sin cadáver.
Felipe era catequista de la iglesia católica de San Juan Comalapa, Chimaltenango, además de agricultor. Carmen, una chica religiosa. Así se conocieron. Él leía la Biblia y enseñaba cantos religiosos. Ella escuchaba con interés y ponía más atención a las melodías de amor que llegaban cuando terminaba la clase cristiana. Así la conquistó. Meses después Felipe llevó gallinas y comida para pedir la mano de Carmen, siguiendo la tradición del pueblo. Se casaron en 1977 y para el 8 de mayo de 1981 tenían dos hijos y esperaban al tercero.
Aquella noche de mayo fue la última vez que Carmen vio a Felipe antes de que fuera llevado al kilómetro 77 donde la fábula, obligada por el temor de llamar las cosas por su nombre, decía que existía una máquina que tragaba hombres y que no devolvía ni los huesos. El mito terminó 23 años después, en el 2003, cuando se encontraron en un espacio que ocuparía unos sesenta campos de fútbol 220 osamentas de aldeanos y supuestos guerrilleros secuestrados por el ejército, la policía y grupos paramilitares.
El kilómetro 77
Para entender lo que pasó en este pueblo sólo hay que verlo: sus murales de sangre y fuego en el cementerio y en la escuela; las pintas contra militares. Sus poetas tienen como musa la justicia, no el amor.
San Juan Comalapa despertó de la pesadilla con menos habitantes y muchos miedos. Durante ocho años, de 1981 a 1988, un destacamento militar hizo de este pueblo el infierno. Así lo dicen sus habitantes. Repiten constantemente: “pesadilla”, “infierno”, “pesadilla”.
No son palabras antojadizas.
Para llegar a San Juan Comalapa hay que tomar un camino sinuoso de sólo dos carriles, los últimos kilómetros están construidos en la orilla de una montaña (a 2098 metros sobre el nivel del mar); tres vírgenes montadas en columnas de concreto observan a los viajeros que suben para llegar al pueblo o que bajan para alejarse. Dicen que las estatuas fueron colocadas porque el pueblo es católico y querían protección en la carretera que de un lado tiene un barranco que da vértigo, y del otro una montaña que en época de lluvia amenaza con enterrar a quien pase.
También se cuenta que la gente decidió colocar las imágenes religiosas porque en el último tramo, antes e llegar pueblo que está justo en el kilómetro 80, se escuchaba gritos que salían del bosque, gritos de dolor.
“Desde que se llevaron las osamentas, en el 2003, los gritos terminaron”, dice Carmen Cumes de Poyón. Desde hace 30 años no tiene esposo: legalmente sigue casada aunque en realidad es una viuda que desea que inventen una palabra para resumir su situación civil cada vez que le preguntan para llenar documentos oficiales.
No es la única. Desde 1980 hasta 1985 fueron capturados y desaparecidos 231 pobladores por el ejército, policías y grupos paramilitares, según el informe presentado por la Fundación de Antropología Forense de Guatemala (Fafg) al Ministerio Público. Los detenidos eran sospechosos de apoyar a una columna del Ejército Guerrillero de los Pobres (EGP) o de pensar hacerlo algún día. La mayoría, si no todos, fueron llevados al destacamento militar instalado en 1980 –justo cuando empezaron las desapariciones–. El ejército no tiene documentos que avalen la instalación del destacamento y para ellos es como si nunca hubiera existido. Se hizo una solicitud de información y el vocero del ejército, Rony Urízar, respondió que como era un puesto móvil no hay documentos.
–Yo sé que usted dirá que si estuvo mucho tiempo allí ¿por qué no hay documentos? Lo importante no es el tiempo, sino si es móvil o no. Si hubiese sido una base militar estable estarían todos los documentos. Además sólo se guardaba documentos por 10 años y después se suprimían –aclara Urízar.
–¿Me está diciendo que no hay forma de saber quiénes estuvieron allí?
–Exacto –dice el vocero.
Cumes se ofrece como guía para ir al kilómetro 77 que queda a cuatro minutos en automóvil de su casa. La entrada al terreno está en mal estado y hay toneles llenos de concreto que un día se colocaron para impedir el ingreso.
El lugar no tiene nada de especial hoy a simple vista: un pequeño bosque sobre una montaña a la orilla de la carretera, repleto de pinos y cipreses que llenan el espacio de un olor ácido agradable. Pero al internarse unos 30 metros esa fachada natural cambia: parece que ya no estamos en el abundante bosque sino en un terreno asolado por una lluvia de meteoritos que dejaron abollada la superficie: más se parece a una pelota de golf de 308 mil 538 metros cuadrados en donde antropólogos abrieron en el 2003, mil 527 trincheras en busca de huesos que dieran títulos oficiales de viudas y huérfanos. La Fafg ha identificado veinte personas. Faltan doscientas más que fueron sepultadas en fosas comunes en el destacamento militar de Comalapa, uno de los centros de torturas y ejecuciones creados por el ejército guatemalteco en 1980 en del departamento de Chimaltenango.
Cumes conoce muy bien el terreno y como buen guía cuenta anécdotas.
–Un día cuándo los antropólogos estaban excavando vino un señor no tan viejo, me agarró del brazo y me jaló, yo tenía miedo y me intenté soltar pero no podía y me dijo: “cálmese, yo sé dónde enterraron los cuerpos. Les voy ayudar”. Y me llevó hasta acá –dice señalando el inicio de una pendiente– y dijo: “allí están”. Después se fue corriendo.
El resto es historia: los antropólogos, que no sabían exactamente por dónde empezar, encontraron en el sitio la mayoría de fosas con restos. A unos 300 metros se ubicaron las demás fosas, pero ahora ese lugar es inaccesible: fue cercado con paredes de concreto por sus dueños. En ese terreno inmenso se puede observar a la distancia la casa que sirvió como centro de mando del destacamento, una edificación de ladrillo en medio de árboles. La dueña del terreno al principio no dio permiso para que excavaran, después pidió Q5 mil para otorgar licencia por un mes. Antes de que venciera el plazo echó a los antropólogos.
–Dicen que son de familia de militares y sí, sus hijos son militares –cuenta Cumes.
La dueña, Carmelita Ovalle, viuda de Ovalle, decidió no hacer ningún comentario y colgó el teléfono antes de poder pedirle una cita. El destacamento ocupó tierras de otros cinco propietarios pero estos aseguraron en una investigación de la Fafg que el ejército no les pidió permiso para instalarse en sus propiedades.
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