“Me deportaron porque me agarraron en una pelea en la calle frente a un bar en Phoenix, Arizona”, dice una voz desde la esquina, en la parte más oscura del cuarto, donde no llegan ni los rayos de la luna ni los faroles de la calle. “No es mi culpa si a los mexicanos nos tratan como bestias, pues claro que uno se calienta, no podemos aguantar siempre. Le partí la madre a un güey con una botella. Llegó una patrulla y me agarraron los policías. Pasé mi tiempecito en la cárcel y luego una patada en el culo y directito para acá. Ni sabía dónde estábamos cuando pasé la pinche frontera. Llevaba casi cinco años en Estados Unidos. Ahora tengo record y va a ser un lío regresar”.

En otro lado del cuarto, un cerillo enciende un cigarro que acompaña otra voz.
“A mí me agarraron por manejar sin documentos. Pasé tres meses en la cárcel y hoy me deportaron aquí. Soy de Guerrero, pero llevaba casi veinte años en Denver, Colorado. La verdad no sé qué voy a hacer en Guerrero. Mi familia en México ya no me conoce. Todo lo que tengo se quedó en Estados Unidos”.

La otra sombra que está acostada en este cuarto es un chavo de poco más de dieciocho años, que no tiene mucho que contar. Ni siquiera logró entrar a Estados Unidos. La migra lo agarró en el río Colorado, tratando de cruzar en las afueras de Mexicali. De hecho, entró a Estados Unidos para ir directo a la cárcel unos tres meses. Después de su castigo fue deportado. Mañana se va a lanzar hacia Altar, Sonora, para cruzar el desierto, porque seguro a Oaxaca no va a regresar.

Hay grupos que prefieren quedarse en el pasillo o en la pequeña biblioteca donde los que llegaron antes han dejado novelas y libros de poesía para los demás. Ahí está un hombre de alrededor de cincuenta años, no muy alto, cara dura, pelo corto estilo militar, que lee atentamente una revista. Se mueve con un par de jóvenes siempre amenazantes y silenciosos. Es difícil verlo solo y no come en el hotel, prefiere comprar algo afuera.

Lo agarraron en Estados Unidos y pasó cinco años en la cárcel por tráfico de drogas. Era un agente especial de la Policía Federal mexicana. No tiene ganas de platicar, sólo quiere decir que son muchos los colegas federales que llegan a hacer este tipo de negocio entre México y Estados Unidos. No trata de buscar justificaciones, su actitud es la de una persona pragmática: “Ahora estoy aquí como uno cualquiera, pero dentro de nuestra corporación hay muchos que hicieron y hacen lo que hice yo. Nomás yo tuve la mala suerte de necesitar siempre más y más dinero, fui atrevido y me agarraron. Pero muchos más siguen haciendo sus negocios, porque la frontera es un negocio, todo lo que es prohibido es un negocio, el tráfico de personas, de armas, y si tienes la suerte de estar dentro de una institución que te permite aprovecharlo, pues te ganaste la lotería. Yo no me arrepiento de lo que hice, nomás si tuviera ocasión de regresar al pasado, tal vez intentaría hacerlo mejor, con mayor atención”.

Los deportados que llegan son identificados en una pequeña oficina donde siempre hay alguien, día y noche. Normalmente el que se encarga del registro es Miguel, un deportado que quiso quedarse a trabajar aquí. Él tiene la tarea de explicar a los recién llegados las reglas del hotel: los que llegan se pueden quedar tres días, mientras descansan y tratan de recuperar fuerzas y de encontrar la manera de irse a su ciudad de origen. Los que quieran quedarse más tiempo entran en el programa Ángeles sin Fronteras y empiezan a trabajar en el hotel, haciendo la limpieza, ayudando a los demás, dando de comer a los nuevos y saliendo a la calle a botear. También se les pide que participen en las marchas y manifestaciones organizadas por el movimiento para sensibilizar a la gente sobre el problema de las deportaciones.

Al llegar, Miguel registra la proveniencia de los migrantes, les permite hacer una llamada a casa, les entrega una cobija y los manda a comer algo en un comedor que hace las veces de cocina.

El cocinero es Gerardo. Le dicen el Gordo por sus kilos de más. Hace más de un año que lo deportaron desde Los Ángeles. Después de treinta años en Estados Unidos, tuvo que dejar a su familia y a sus hijos. En México, después de tanto tiempo en el otro lado, ya no tenía ningún conocido ni sabía exactamente cómo llegar a su pueblo de origen, en el estado de Jalisco. Entonces decidió quedarse en Mexicali y ponerse a disposición del albergue.
“He cometido muchos errores. Hi-ce muchas pendejadas —dice Gerardo mientras calienta una olla de frijoles y unas tortillas para que coman los recién llegados—. Estuve en la cárcel allá y pagué por lo que hice. Fui un pésimo marido y un pésimo ciudadano, pero pagué todo, y cuando llegué aquí, después de tantos años, sin nada, en una ciudad que ni conocía, encontré a estas personas, a Sergio Tamai, que me ayudó a recuperar fuerza, voluntad, confianza, y me dio un lugar donde quedarme. Decidí que a lo mejor podía serle útil a alguien más, por una vez. Y me quedé de cocinero”.

Sergio Tamai Quintero es el alma del Hotel Migrante. Su familia es una de las más antiguas de origen japonés de Mexicali. Tiene una sonrisa irónica en la cara, una mirada que no deja nada fuera de su control y una energía aparentemente inagotable. Tamai empezó esta aventura después de haber pasado la vida comprometido como luchador social.

“Nos metimos en esta locura porque sentimos la necesidad de hacer algo con respecto a un problema que ya se había transformado en una cosa seria en nuestra ciudad —dice Tamai paseando en la penumbra de los pasillos del hotel—. El punto es que no podíamos tolerar más el trato que se le daba a las personas deportadas en Mexicali. Todos los días llegan mexicanos deportados que padecen asaltos, extorsiones; llegan sin nada y son víctimas de todo tipo de abuso. La gente se quejaba porque se quedaban en la ciudad tratando de entender cómo irse y de recolectar un poco de dinero, dando la impresión de una decadencia en el centro. Los albergues religiosos tienen algunas reglas ‘bizarras’, como que no aceptan deportados que llegan en la noche o los fines de semana. Entonces, esta gente debía quedarse en la calle. Nosotros, los Ángeles sin Fronteras, nos formamos como movimiento ciudadano para dar una respuesta comunitaria a estas injusticias que deberían resolver las instituciones. Con nuestros medios rentamos este viejo hotel, el Centenario, que estaba abandonado, y junto a los primeros deportados empezamos a limpiarlo y a arreglarlo un poco para que fuera utilizable. Todavía nos faltan muchas cosas, pero hay que considerar que hacemos todo con nuestras fuerzas”.

Éste es un rasgo que siempre ha caracterizado a Sergio Tamai, desde su juventud entre las enseñanzas de judo de su papá y la educación religiosa de su mamá guiada por los principios de los mormones.

“Mi suerte es que nací de buenos padres. Tuve un ejemplo muy importante en mi familia, que ha forjado mi carácter y mi sentido moral. Desde pequeños, mi padre, hijo de un japonés llegado a Mexicali en 1900 y deportado en un campo de concentración en la ciudad de México durante la Segunda Guerra Mundial, nos enseñó a lidiar con los problemas, a defendernos de las discriminaciones y del racismo que había hacia chinos y japoneses por medio de las artes marciales, el judo y el boxeo, y a defender a los más débiles. Siempre hemos sido una familia muy unida y muy conectada con nuestra comunidad, empezando por el barrio muy pobre donde crecimos, el de Bellavista”.

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