El motorman Andrada, el olvidado de la tragedia de Once

Carolina Rosales Zeiger – Cosecha Roja.-

“Todavía no puedo creerlo, ya no estás, no se sabe nada y creo que nunca lo vamos a saber, lo único cierto es que te extraño“, escribe una mujer en su muro de Facebook. El mensaje es para su hermano, Leonardo Andrada, en el primer aniversario de su asesinato. Le dice que lo quiere, que es todo tan raro, que no se va a cansar de ir a la fiscalía para que su caso no quede impune. Que la van a tener ahí siempre: promete ser una pesadilla.

Era viernes 8 de febrero de 2013 y Andrada esperaba el colectivo 269 a la vuelta de su casa, en la esquina de José María Paz y Malabia, Ituzaingó. Todavía no amanecía en el barrio Villa Ariza, donde vivía con su mujer y su mamá. La calle estaba vacía: ni testigos, ni cámaras, ni móviles policiales. Sólo el refugio de la parada en el que un vecino lo encontró dos horas más tarde, recostado sobre una de las columnas, con cuatro disparos en la espalda, sin su celular y con los 1200 pesos que llevaba, intactos en su bolsillo. Cerca suyo, una navaja que podría haber usado para intentar defenderse. Alrededor, el silencio.

Dijeron que había sido un robo.

Leonardo Andrada era maquinista del ferrocarril Sarmiento y fue quien, el 22 de febrero, el día de la tragedia, le entregó la formación que finalmente se estrelló en Once al hoy imputado Marcos Córdoba. Había testificado en la causa.

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En su perfil de Facebook muchos de sus familiares llevan la misma imagen: una foto de él con la inscripción “No me olviden“, su nombre y un epígrafe: “Motorman del FCC Sarmiento asesinado“. Está en un tren, con un atardecer de fondo y la mirada fija en la cámara. Se le escapa una sonrisa por los ojos. Como marca identitaria o como factor de sospechas, el hombre y su profesión parecen indivisibles en cada publicación. En una de esas fotos homenaje, alguien comenta: “A un primo mío le dieron una paliza feroz y le destrozaron la nariz simplemente por trabajar en el ferrocarril. Fuerza“. Nadie contesta pero recibe un me gusta del dueño de la cuenta.

En las manzanas que rodean el que era su domicilio, en la calle Esmeralda al 800, ningún vecino quiere hablar demasiado. Una comerciante lo recuerda vagamente: dice que lo veía poco, que parecía trabajador, que la inseguridad llega a todos lados y que nunca terminó de entender por qué se acercaban tantos medios a su negocio. “Por eso de los trenes, ¿no?“, pregunta. Y aclara: “Yo no entiendo mucho pero acá ni la señora ni la madre quisieron hablar nunca con la prensa, y nosotros los respetamos“.

Andrada estaba casado y tenía dos hijos. Su profesión lo acompañaba desde hacía décadas y fue uno de los miles de despedidos a principio de los 90, cuando el menemismo determinó que ramal que paraba, ramal que cerraba. En 2004 acompañó la conformación del Movimiento Nacional por la Recuperación de los Ferrocarriles Argentinos (MoNaReFA) y en 2006 fue convocado por TBA para regresar al servicio. Cuando volvió, lo primero que hizo fue llamar a la Jefatura:

–Los diagramas que ustedes usan están todos mal hechos–, les dijo.

Lo llamaban el “Tatú“ y lo querían todos: no hay quien no confirme que era honesto, solidario y un experimentado maquinista. Había dado de taquito el examen que en su momento tomaba la Escuela de Capacitación de La Fraternidad (el sindicato de maquinistas de locomotoras y trenes) frente a los viejos y exigentes evaluadores ferroviarios. Le faltaban dos años para jubilarse.

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Cuando aquel 22 de febrero Andrada entró con el tren Chapa 16 a la estación de Castelar para hacer el cambio de mando, le dijo a su sucesor, Marcos Córdoba:

–Tené cuidado que viene con freno largo.

Significaba que los frenos estaban lentos y entonces era necesario activarlos con mayor antelación. Esa mañana el tren había retrasado 18 minutos su salida desde Moreno, donde Andrada comenzaba su recorrido, y llevaba, en consecuencia, el triple de pasajeros de lo habitual. El exceso de peso entorpecía su funcionamiento.

“Él había declarado eso en el sumario que instruyó el Juez Bonadío una semana después del choque. Pero en el juicio oral iba a ser otra cosa: ahí iba a decir todo“, contó a Cosecha Roja Juan Carlos Cena, miembro fundador del MoNaReFA. Y siguió: “Acá hicieron un manto de silencio, instalaron el miedo. Ni tuvieron que amenazar a nadie porque estaba todo dicho. Lo lograron: excepto nosotros, ya nadie habla de él“.

En los días siguientes a su muerte, los medios acecharon su casa, elucubraron teorías, anticiparon culpas y aprovecharon para hablar de la inseguridad en el conurbano. “Suena todo muy raro, y un robo evidentemente no fue“, dijo María del Carmen Verdú, ex abogada de un grupo de víctimas del choque de Once. Su teoría fue apoyada por Cena: las balas son muy caras para gastar cuatro por un asalto.

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El día del velatorio, la familia dejó un cartelito en la puerta: decía que estaban de duelo, que el Tutú había fallecido y que lo velaban en una cochería a 30 cuadras de ahí. El aviso se prestó perfecto para el último remate: aprovechando la ausencia, dos desconocidos forzaron la puerta, ingresaron a la casa y revolvieron todo a su paso. Mientras estaban en el interior fueron sorprendidos por un familiar y un amigo, quienes alertaron a la policía. Nunca supieron si habían logrado llevarse algo. Nunca supieron qué buscaban y nunca pudieron dar con ellos.

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En el accidente de Once murieron 51 personas y más de 700 resultaron heridas. Son 34 los acusados y más de 300 los testigos que pasarán por el banquillo a lo largo de todo el juicio oral, que comenzó el pasado 18 de marzo y que se extenderá hasta casi fin de año.

Leonardo Andrada no estará presente. Pero su testimonio, el olvidado y negado por todos, seguirá pesando en las seis carillas que ocupa en la página 894 del extenso expediente.

Tragedia de Once: motorman olvidado