El ex sargento Víctor Ibáñez rompió el pacto de silencio en 1995, cuando habló de los vuelos de la muerte y del destino final de dos soldados desaparecidos mientras hacían el servicio militar en el Colegio Militar de la Nación. Él los vio en Campo de Mayo, donde trabajó hasta 1978. Ayer declaró como testigo en el juicio oral y público ante el tribunal Nro. 1 de San Martín.

el campito

Camina por la cuerda floja, al borde del precipicio. El ex sargento Víctor Armando Ibáñez fue parte del aparato represivo que se desplegó en la guarnición militar de Campo de Mayo (de las más grandes del país) durante la dictadura: es uno de los pocos hombres de las Fuerzas Armadas que rompió el pacto de silencio acerca de su rol en el terrorismo de Estado. Ayer declaró como testigo durante casi cuatro horas, ante el Tribunal Oral en lo Criminal Federal Nº1 de San Martín. Ahí se juzgan desde fines de septiembre dos causas vinculadas al centro clandestino de Campo de Mayo, conocido como “el Campito”: la del Colegio Militar de la Nación (causa 2918) -porque allí hacían el servicio militar seis soldados secuestrados que fueron a parar al “Campito” (tres sobrevivieron y tres fueron asesinados)- y la que involucra a otras seis víctimas, entre ellas al ex diputado Diego Muñiz Barreto.

Los acusados son el ex comandante de Institutos Militares Santiago Omar Riveros; su segundo, el ex presidente de facto Reynaldo Bignone (director del Colegio Militar y jefe de Institutos Militares de Campo de Mayo); el coronel retirado Alberto Federico Torres (ex jefe de Compañía del Colegio y ayer el único imputado en la sala); Jorge Alvarado (jefe de Compañía); el agente de inteligencia Carlos Somoza (Batallón 601); y Hugo Miguel Castagno (gendarme). Por la causa 2918 se imputa también a Riveros junto con el suboficial Mario Rubén Domínguez (conocido como “Escorpio”), al que Ibáñez recordó varias veces en su relato.

Fueron horas tensas, sobrevoladas por un dilema ético. Como testigo, Ibáñez tiene la obligación de decir la verdad. Pero nadie está obligado a declarar en su contra: en jerga judicial, no debería “autoincriminarse”. Eso lo coloca en una zona delicada, donde a nadie se le escapa tampoco que Ibáñez, con viento en contra, podría estar sentado en otro sector de la sala de audiencias: el banquillo de los acusados.

Todo esto hizo que su testimonio fuera uno de los más esperados y la sala estuviera repleta, como si se tratara de una sentencia. El fiscal Marcelo García Berro, las querellas -representadas por el abogado Pablo Llonto- y la secretarías de Derechos Humanos de provincia de Buenos Aires y de Nación, las defensas de los acusados, hicieron lugar a decenas de preguntas a este hombre bajito y morocho, de 66 años, pelo cortado al ras y buzo deportivo, que fue cabo talabartero, estuvo a cargo de tareas logísticas y atendió a secuestrados (él los llamó siempre “detenidos”) entre 1976 y 1978.

“Sabemos que se trata de una situación especial”, advirtió el juez Diego Gustavo Barroetaveña al inicio de la audiencia. “Les pido consideración a todas las partes”.

Ibáñez contó que egresó como cabo a fines de 1972, y en 1973 empezó a trabajar en el Comando de Instituto Militares. Estuvo en Campo de Mayo hasta mediados de 1978.

Cuando empezó a hablar, todas las miradas del público convergían en su nuca. También las de un grupo de familiares de los imputados, que ocuparon buena parte de la sala. El presidente del tribunal nombró a los acusados y le preguntó al testigo si los conocía. Al nombrar a Domínguez, Ibáñez aportó varios detalles:

– Conocí a Domínguez, le decían “Escorpio”. Era superior mío, suboficial, un obsecuente que se movía atrás de los jefes, con ganas de satisfacerlos. Era morocho, delgado, más alto que yo, narigón y de voz socarrona, como de clarinete o medio resfriado. Tenía una personalidad sobradora. Tocaba la guitarra, recuerdo sus dedos elásticos, esqueléticos. Cantaba folclore en el comedor donde se reunían, al lado de las salas de tortura. También había un interrogador, Luis, que cantaba canciones de Horacio Guaraní. “Andá a cantarle a los zurdos”, bromeaban.

Ibáñez contó en aquellos tiempos, él tenía 26 años y su superior, unos 30. Que Escorpio “hacía todo tipo de tareas”, entre ellas algunas de ingeniería: “Una vez corrigió todo el camino embarrado con una máquina”. Que más tarde fue premiado por sus servicios con un pase a la Antártida, donde los militares cobraban hasta tres veces más. También relató que en una oportunidad abrió una puerta y se encontró con Escorpio “tocando a una detenida, tirada en un colchón”. Recordó que varios soldados que hicieron el servicio militar fueron destinados a ese lugar. Cuando le preguntaron por Luis Pablo Steimberg -militante del partido comunista y estudiante de Derecho, secuestrado en agosto de 1976, a los 22 años, al salir de su casa en Morón, cuando hacía el servicio militar en el Colegio Militar de la Nación e iba a encontrarse con otro conscripto secuestrado al año siguiente, Mario Molfino- Ibáñez enseguida respondió:   

– Sí, el caso de ellos fue muy famoso.

Ibáñez se refería al caso de los soldados conscriptos.

steimberg

A pocos metros de él, Marcela Steimberg lo maldecía en susurro entre el público. “¡Qué hijo de puta” repetía para sí.  

Los defensores de los acusados le preguntaron por un castigo que recibió de Riveros, quien impulsó la baja de Ibáñez del Ejército por “pérdida de vocación”. Finalmente no se la dieron y a raíz del conflicto con Chile siguió en la fuerza, desde el sur. “Ya me había ido de ese campo siniestro, el infierno, con la carga de haber estado en un lugar donde se asesinaba y torturaba. He visto cosas tremendas”, dijo.

El fiscal García Berro le pidió: “¿Qué nos podría decir acerca de Steimberg y de Luis Daniel García?”. Luis Daniel García estaba en la misma Compañía Comando y Servicios del Colegio Militar que Steimberg. Fue secuestrado dos días después del departamento del barrio de Caballito donde vivía con su esposa Laura, embarazada de siete meses. Los familiares de los dos conscriptos asesinados impulsaron hace años la causa, la primera que permitió detener a Bignone, en enero de 1984.

Una misión para el cabo

– Nunca puedo recordar si fue a la mañana a la tarde: mi misión ese día era buscar alimentos para los detenidos, lo repartían los gendarmes. Fui a buscarlos con un camión – no sé si era el desayuno, el almuerzo o la merienda – y me hablaron por teléfono de Inteligencia. Que había una orden para mí. Fui a buscarla y me dijeron: tenés que ir hasta el cruce con el camión y te van a estar esperando ahí, antes de entrar al campo. Había llovido, estaba todo embarrado y solo se podía atravesar eso con el camión UNIMOG o en jeep. Me dijeron que iban a trasladar a unas personas. Salgo con la orden, llego al cruce y veo una camioneta blanca con tres o cuatro personas afuera, de civil y con armas. Me estaban esperando. No sé de qué unidad eran. Me explicaron que la camioneta no entraba por el barrio, teníamos que entrar con el camión que conducía yo.

Según el relato de Ibáñez, en el interior de la camioneta había dos personas. Una de ellas vestía el uniforme que usan los soldados usan cuando salen de franco. “Tenían las caras tapadas con pulóveres o capuchas. Estaban dormidos, uno al lado del otro. Toqué en la pierna a uno de ellos, a ver si se podía parar para moverse al camión, y alguien que iba vestido de civil me dijo: ‘No te va a responder. Está dormido. Le dieron una…’ y me hizo un gesto de que le habían dado una inyección. Los movimos al camión y los llevamos al campo. No abrí la boca y ellos tampoco. Llegamos, los estaban esperando los interrogadores, torturadores. Los bajaron y no sé qué hicieron”.

A metros del testigo, la hermana de Steimberg, 40 años después, lloraba acongojada durante este tramo de la declaración. Mientras, Ibáñez contaba al tribunal que en el cuartito donde pasaba la mayor parte del tiempo, se ocupaba de una radio y de un teléfono de campaña “que no sonaba nunca”. Este cuarto quedaba pegado al salón comedor donde se reunían los militares. “Ponía la oreja en la pared y escuchaba todo. Así me fui enterando quiénes eran. Los superiores tenía una pizarra con el nombre de los detenidos, edad, organización y cargo, y destino final: ‘trasladado’.  Así supe que eran soldados del Colegio Militar de la Nación”. Según Ibáñez, los militares comentaban que uno de esos soldados trabajaba en la dirección del Colegio, en el área de la dirección, muy cerca de Bignone. Del otro -y según el relato de Ibáñez- se decía que trabajaba en una sala de armas y que tenía por costumbre vaciar las municiones, extraerles la pólvora y recolectarla para hacer un explosivo que, en complicidad con el otro conscripto, atentaría contra Bignone.

Báñez recordó a los soldados días después, cuando en un depósito de Gendarmería – dijo que estaba a cargo de la seguridad perimetral de Campo de Mayo- se topó con el uniforme de franco de uno de ellos: “la chaqueta, el pantalón, el birrete y la corbata”.

No es la primera vez que cuenta esto, pero su declaración incluyó detalles que no había mencionado antes. Ibáñez habló por primera vez en abril de 1995 en radio Mitre, en el programa de Néstor Ibarra y contó que los conscriptos del Colegio Militar habían sido arrojados al mar desde un avión militar. En esos mismos días, el periodista Fernando Almirón publicó su testimonio en La Prensa. Mantuvo largas charlas con él, contadas en su libro Camposanto.

“Un ex sargento perejil y medio mitómano, el menos pensado, el peor de todos, se convirtió sin querer en el factor que originó una secuencia de arrepentimientos inesperados”, contó Almirón en la introducción del libro. “Apenas 24 horas después de la aparición de la nota en La Prensa, el Comandante en Jefe del Ejército, general Martín Balza, se presentó repentinamente en el programa televisivo del periodista Bernardo Neustadt, quien le cedió todo un bloque que el militar aprovechó para reconocer, por primera vez públicamente, la participación del Ejército en la represión ilegal, pedir perdón por los crímenes cometidos y disponer que nunca más los hombres de esa arma deberán cumplir órdenes que impliquen cometer un delito”.

Secretos militares

Pablo Llonto, desde una de las querellas, le preguntó ayer por las repercusiones de esas declaraciones públicas, donde habló de vuelos de la muerte. Ibáñez dijo, entre otras cosas: “Mis compañeros me contaban cosas, ellos no podían hablar por tratarse de secretos militares. Descargaban en mí y yo descargaba en el periodismo. Por eso yo dije ‘yo piloteé el avión, yo me agarré a tiros con subversivos, yo lancé personas’. Yo no podía delatarlos pero tuve que tomar el papel en primer persona para dar más señales y que se conociera un poco más”.

A partir de esas declaraciones, Ibáñez mantuvo algunos encuentros con Jaime, el padre de Steimberg, quien movió cielo y tierra para tratar de encontrar más datos sobre el destino de su hijo (Jaime falleció). En la audiencia de ayer le preguntaron a Ibáñez por esas reuniones.

– ¿No me miente? me preguntaba él (Jaime). Otra vez me lo encontré en una clínica de Morón, para ese entonces el Ejército me había sacado la casa, había amenazado a una sobrinita que está a mi cargo. Le conté al señor Jaime que estaba pagando el precio.   

Marcela Steimberg, la hermana, dijo a Cosecha Roja después de escucharlo: “Ibáñez no dijo nada que no supiera. Y no dijo cosas que sí sabe acerca de mi hermano. Se las dijo a mi papá, que era muy diplomático y con tal de buscar información sobre mi hermano habló con muchísima gente. El mismo día que estuvo en el programa de Néstor Ibarra lo contactó para verlo. A mi papá le habló de los vuelos de la muerte. Mi mamá en cambio nunca quiso verlo, ella decía que con asesinos no hablaba”.

Laura Kogan estaba casada hacía meses con Luis Daniel García, otro conscripto, cuando lo secuestraron. Su hija -nacida dos meses después del secuestro-  también estaba entre el público escuchando a Ibáñez. “Para nosotros fue un testigo clave desde aquel día de abril de 1995, cuando empezó a hablar en la radio y contó que en Campo de Mayo funcionaba “el campito” y los secuestrados eran conducidos a los vuelos de la muerte. Un mes después, aparecían las declaraciones de Scilingo”. En una entrevista de Horacio Verbitsky para “Tiempo”, Adolfo Scilingo contaba, entre otras cosas, que primero se los adormecía y luego “los arrojábamos al mar desnudos, uno por uno, de 15 a 20, cada miércoles”.  

Cuando le preguntaron a Ibáñez cuantas personas secuestradas vio en Campo de Mayo, respondió: “No sé. Pero en los partes de cocina para racionamiento, se cocinaba a veces para 350. A las 48 horas se cocinaba para 50 y a los tres días para cien más. Así era el movimiento ahí adentro”.

Kogan también recordó que por este caso, Bignone estuvo detenido desde enero de 1984 hasta mediados de ese año. La causa pasó a la Justicia militar y prescribió, para abrirse en 2008.   

– A Ibáñez lo escuché muchas veces. En la radio, en las notas- dijo a Cosecha Roja Laura al terminar la audiencia.

– ¿Le creés?

– Sí, hay muchas cosas que cierran desde la verosimilitud, es un testigo que tiene su complejidad.

“Me agota el tema Santucho”

Ibáñez pareció perder la buena disposición a testimoniar cuando la querella de la Secretaría de Derechos Humanos de la provincia, representada por Maximiliano Chichizola, le preguntó por Santucho, una de las víctimas que pasó por “el campo”, como lo mencionó Ibáñez. “Me agota el tema doctor”, respondió, en alusión a declaraciones previas sobre su rol en ese caso. “En esa época yo me ponía en primera persona pero no me acuerdo quién lo llevó en ambulancia, sí que lo vi herido”.

Muñiz Barreto: “era el señor que llevé”

Ibáñez habló del paso de Diego Muñiz Barreto por Campo de Mayo. La viuda y dos de los hijos, Juana y Antonio, lo escuchaban. Muñiz Barreto -que en 1973 fue diputado y dejó su banca junto con otros legisladores que rechazaron un paquete de leyes represivas- fue secuestrado el 7 de febrero de 1977 cuando hacía compras para un asado, en una carnicería de Escobar. Alguien contó a la familia que lo vieron en Campo de Mayo. Semanas después, el Buenos Aires Herald publicó sus datos y señaló el nombre de Luis Patti. Días más tarde, el exdiputado de 43 años apareció muerto. La agencia Ancla consignó un asesinato, aunque los medios masivos lo reportaron como un accidente, cerca de un arroyo del río Paraná.

Ibáñez contó que una madrugada llamaron a un compañero suyo para que condujera un jeep. Su compañero tenía que llevar a una víctima a la que la vendaron los brazos, las muñecas, los tobillos. Los que estaban a cargo ordenaron no apagar las luces del vehículo.

– ¡Andá a saber qué le van a hacer!- dice Ibáñez que le dijo a su compañero cuando volvió-. A las 48hs estaba el nombre del diputado Muñiz Barreto en la pizarra, decía: ‘trasladado’. Y estaban los recortes de los diarios, hablaban de un accidente. Su compañero confirmó: ‘Era el señor que yo llevé’.

“Es un testimonio necesario y valiente, el de un hombre que vive y convive con sus fantasmas”, dijo a Cosecha Roja Antonio, uno de los hijos de Muñiz Barreto. Y citó a Sartre: “Un hombre es lo que hace con lo que otros han hecho de él”.  

Cuando la audiencia estaba terminando, después de decenas de preguntas de los abogados de los imputados, la defensora de Torres, Mariana Barbita, le preguntó:

– ¿Conoce el libro Campo Santo?

– Si. Lo escribió Almirón.

– ¿Sabe que está mencionado ahí?

– Claro. Sí.

“Ibáñez es un testigo vital, rompe el pacto de silencio y su declaración es sólida”, dijo a Cosecha Roja el fiscal García Berro. “Durante años, la Secretaría de Derechos Humanos hizo un inventario de testimonios que mencionaba a un tal Escorpio y, a través de Ibáñez y del cotejo con registros históricos de la Escuela de Ingenieros, se pudo encontrar su legajo y coincidía con los años de servicio en Campo de Mayo. Por allí pasaron unas 5000 víctimas y, a diferencia de ESMA, muy pocas salieron con vida”. Desde la querella de la secretaría de DDHH de la provincia de Buenos Aires, Chichizola también valoró: “Aportó algunos puntos específicos que comprometen más a Domínguez. En la audiencia pasada, otro compañero destinado a la Antártida contó que tocaba la guitarra en sus ratos libres. Además, mencionó más de un hecho que afirma que Domínguez no era un simple suboficial sino que cumplía funciones de guardia y de integrante de grupo de tareas del ‘Campito’”. 

Cuando Ibáñez terminó su testimonio y caminó hasta la puerta, la mitad de la sala lo aplaudió.

La próxima audiencia será el martes 29 de noviembre.

Foto de portada: Memoria Abierta

(Nota publicada el 24/11/2016)