Wado, yo y 80 millones decorridos más

Tomás Quintín Palma creía que era el único tartamudo en el mundo. Guardaba como un secreto el desborde de hablar en una calle llena de baches. Con el tiempo se dio cuenta de que había millones como él. “La tartamudez es decir todo junto con una potencia a la que no le interesan las leyes físicas, como un volcán de intenciones”, escribe.

Wado, yo y 80 millones decorridos más

Por Tomás Quintín Palma
20/11/2021

Hay casi 80 millones de tartamudos en el mundo. Son dos argentinas. Un montón de personas. Pero en casa ese dato no lo tenía. Me pensaba único: el único tartamudo en el mundo.

Lo llevaba como un secreto, un secreto que solamente sabía mi familia. En mis primeros acercamientos a la vida social, en la escuela o la colonia de vacaciones, intentaba hablar poco, lo medido. Respiraba mucho antes de hacerlo. No quería que mi secreto se conociera más allá de la familia. 

En casa se reían cuando aparecía Diego Peretti en Poliladrón. Hacía un personaje que se llamaba “el Tarta” y le costaba hablar. Yo podía con las burlas de mi hermano, eran controlables. Pero la vida social era otro campo de batalla. Cuidaba mi hablar para que no supieran de mi secreto. Hablar era caminar en un campo minado y había que estar atento.

La tartamudez es un desborde en el habla. Un bacheo, una calle llena de baches. Por eso Wado pone en su usuario de Twitter “decorrido”. Porque hay una interferencia en el habla, una ansiedad por decir más de lo que físicamente se puede. Un desborde, una acumulación de cosas. Wado habla de “desfluidez” y pienso en un fluido granulado, algo que sale a borbotones. Su tartamudez es una de las secuelas de lo traumático de haber sido secuestrado durante tres meses por un grupo de tareas en 1978, cuando tenía un año y ocho meses. Lo imposible de hablar, el desafío de comunicar lo inefable. 

 

Gracias a mi familia de payasos aprendí de la importancia de agarrar un error, un furcio, y potenciarlo. Me di cuenta de que tartamudear podía darme una singularidad. Empecé a laburar con eso. Arranqué en Rock and Pop NET de Rosario con 17 años y recontra tartamudeaba. Era muy divertido un tarta en la radio. Los oyentes explotaban y mis compañeros también. De a poco gané un mínimo de visibilidad, lo suficiente para ir a una charla con personas que también eran como yo: les iba más rápido la cabeza que lo que podían decir. Me llamaron de la Fundación para la Tartamudez porque me vieron como un tartamudo ejemplar de Rosario: alguien que podía hacer cosas y trabajar aunque se trabase al hablar.

A algunos de los chicos de la Fundación los llevé a una nota en una radio de Rosario. Y claro, era bastante singular para el conductor del programa. El Pato Cattaneo no estaba habituado a entrevistar a muchos tartamudos a la vez. No nos es fácil compartir nuestro secreto con alguien que no tiene un piquete en la lengua. Uno piensa que se va a reír, que con su mirada juzgadora no te va a dejar sacar ni una palabra al mundo. Y el Pato estaba ahí, muy a la altura de la circunstancia y con muchísima sensibilidad, entendiendo que era un momento distinto donde al aire se tiraban palabras por la mitad o conceptos que nunca llegaban a desarrollarse. Fue hermoso. La necesidad de ser entendido como uno es no tiene precio.

Cuando entré a laburar en FM Blue en Caba me mandaron a una fonoaudióloga. Re pro. Estuvo joya porque aprendí un montón de cosas con la voz. Algunos ejercicios eran medio como la peli El discurso del Rey. Pero era para encontrar mi color, mi tono. No tenía sentido para rescatar las palabras que se pierden en el camino del cerebro a la boca. 

Cada tartamudo va encontrando recetas, atajos para decir lo que se quiere decir. En el documental Fantastic Fungi sobre el poder oculto de los hongos hay un testimonio de un señor que no podía acercarse a la chica que le gustaba por su tartamudez. Había estado años agachando la cabeza y después de un viaje con microdosis empezó a tomar confianza, a hablar sin trabarse tanto. Se animó a levantar la vista, a decirle que le parecía hermosa. Ahora están juntos. 

Lo mío no fueron los hongos. Las novias que tuve siempre fueron más rápidas que yo para pensar. Les volaba el bocho. Para seguirles el ritmo al comienzo de las relaciones bebía. En el alcohol encontré una fluidez discursiva que a veces se me complica en la sobriedad. Se necesita tiempo o mucha confianza para estar tranquilo. A mí la mente me va rápido, lo que no significa que sea interesante lo que piense. Uno puede pensar muchísimas pelotudeces juntas y al mismo tiempo, pero es distinto saber lo que quiero decir y tener dificultades para decirlo. 

Por eso lo escribo. Escribir es otra de las formas de no tartamudear. Cuando corté con una ex nos sentamos en un bar a charlar. Tuve que llevar hojas impresas para organizarme. Leer era mejor que hablar. Terminar con una relación era tan movilizante que jamás hubiera podido sin hojas escritas. No me hubiese salido ni una palabra. Ella hablaba y yo también, los dos “decorrido”.

Con el tiempo me di cuenta de que compartía mi secreto con un montón de gente. Que éramos un colectivo. Grandes como Ed Sheeran, Marc Anthony, Noel Gallagher, B.B. King, Elvis Presley, Bruce Willis, Nicole Kidman y Marilyn Monroe, también lo fueron. A Bruce lo salvó la actuación porque tuvo que memorizar palabras y así se dio cuenta de que no tartamudeaba. También pasa al cantar. Hace poco lo vimos en La Voz Argentina con Francisco Benítez, cantó “decorrido”. Hasta la mismísima Marilyn Monroe siempre decía que nerviosa se trababa un montonazo. 

Aprendí que éramos muchos y que la tartamudez es una fuerza. Decir todo junto con una potencia poderosa a la que no le interesan las leyes físicas, como un volcán de intenciones. Hay algo que no te deja salir al mundo, no quieren que hables, te quieren ahí adentro con vos. 

Entonces le peleás ¿Con qué le peleás? Con la lengua que es tu espada. Con la que podés darle a otro pero también autoflagelarte. La tartamudez, entonces, es de valientes. Es un habla que lucha por salir. Un habla en una carrera de obstáculos. Y sale como puede, toda despeinada.

Tomás Quintín Palma
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