La TV le robó al cine el lugar que este dejó ir por escaparle al riesgo. Explicamos cómo fue que pasó y ofrecemos un recorrido por las principales series policiales de los últimos años.

Javier Alcácer – para Cosecha Roja.-

¿De qué hablamos cuando hablamos del boom de la ficción en televisión? Durante años,la TVfue considerada la hermana boba del cine, llena de programas con un presupuesto modesto e ideas todavía más austeras; un vertedero donde iban a parar las estrellas desangeladas. Pero Hollywood se volvió cada vez más pacato y le escapó al riesgo que le dio, durante la década del 70, su última generación dorada. La búsqueda interminable del nuevo gran blockbuster marginó a ciertos relatos -y a modos de narrarlos- que no eran demasiado atractivos para acompañar con pochoclo. Fueron los canales del cable premium los que apostaron a desarrollar contenido de calidad. A diferencia de los canales de aire, no dependen de los ingresos por publicidad y por lo tanto no están atados a los vaivenes del rating, que pueden definir la cancelación de una serie o cambios de rumbo en los argumentos para mejorar las mediciones. Además, su contenido no está regulado, por lo que pueden incluir contenido adulto (es decir, violencia y sexo) sin problemas.

No se trataba sólo de llenar una hora de programación, sino de presentar situaciones y personajes con los que el tiempo compartido crearía, inevitablemente, un lazo de empatía. Sosteniendo los hilos, supervisando cada uno de los los aspectos de la serie, aparecía una nueva figura: el show-runner, guionista, director y (por si fuera poco) productor responsable. Las temporadas comenzaron a ser pensadas como arcos argumentales de una gran saga y el diario The Atlantic propuso un neologismo elocuente para estos nuevos relatos: mega-movies.

Internet hizo el resto: ya no hay que esperar hasta que un canal local se digne a importar una serie; los nuevos episodios están disponibles apenas termina su estreno en su país de origen. A las pocas horas una comunidad de fanáticos laboriosos ya pone a disposición los subtítulos. De ahí, vuelo sin escalas a Twitter, Facebook, cadenas de mails y tema de conversación recurrente.

Pero, ¿dónde entran los policiales en este nuevo paradigma? Algunas de las series más admiradas de todos los tiempos y las más discutidas se inscriben dentro del género, demostrando las posibilidades que este todavía ofrece.

 

The Wire: Ajedrez en Baltimore

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A mediados de la década del 90, David Simon estaba asqueado del periodismo. O, mejor dicho, estaba harto del espiral de decadencia irreversible que veía hundirse la profesión. Era cronista de policiales y los acompañaba en su rondas en las noches turbulentas de Baltimore. Se había hecho muy amigo de varios de ellos. Doce años fueron suficientes. Escribió dos libros con sus experiencias: Homicide: A Year on the Killing Streets y The Corner: A Year in the Life of an Inner-City Neighborhood. Debutó como guionista de TV cuando adaptó para la TV de aire su primer libro, en la serie Homicidio: la vida en las calles. HBO lo llamó para hacer una miniserie con el segundo. Ambas mostraban un nivel de realismo y desesperación que se alejaban de los casos light que se acostumbraban a ver en un clásico como La ley y el orden. Simon y su equipo quedaron en buenos términos con HBO, allí les habían dado un grado inusitado de libertad creativa. A los pocos años, el canal se convirtió en la usina de series originales más exitosas y premiadas. Oz, un drama carcelario y The Sopranos, con sus gángsters neuróticos y psicoanalizados, acumulaban Emmys, Globos de Oro y demás galardones.  Gracias al éxito de esta última y a la necesidad de reemplazarla a medida que las historias de la familia Soprano y cía llegaban a su fin, HBO convocó a Simon para comenzar la producción de The Wire, el policial definitivo. Con la ayuda de novelistas del género como Richard Price, Dennis Lehane y George Pelecanos, la serie comandada por Simon revolucionóla TV. Fue una revolución silenciosa pero certera, cuya onda expansiva todavía no terminó.

A pesar de no haber recibido ningún premio relevante mientras estaba al aire, de no haber tenido grandes ratings y de haber estado siempre al borde de la cancelación, HBO permitió que Simon cuente la historia completa. Cinco temporadas, cada una con un foco.  En un principio parecía ser la historia de una unidad de la policial persiguiendo a una banda que controlaba la venta de crack en los barrios pobre de Baltimore. Pero en la segunda temporada, pronto se cerró aquella trama para darle lugar a una disputa sindical en el puerto y los negocios clandestinos en los que se metían los dirigentes para asegurarse ingresos mientras su fuente de trabajo agonizaba. En la tercera hubo elecciones en la ciudad, apareció de lleno la política, y un policía pretendió frenar el negocio de las drogas limitando su venta a un par de manzanas. En la cuarta desapareció Jimmy McNulty, lo más parecido que tenía la serie a un protagonista, dejó la unidad para dedicarse a patrullar la ciudad, mientras el eje pasaba por el estado lamentable de la educación pública y la falta de futuro de los niños. Y, por último, la quinta temporada, que transcurre gran parte del tiempo en la redacción de un diario y en la que Simon diagnostica el coma cuatro que atraviesa la industria de la comunicación. Todas ellas están recorridas por el fantasma del 9-11, la cruzada contra el terrorismo y la pesadilla en la que se convirtió el sueño americano. Es un policial, pero también es un gran fresco de la decadencia de las instituciones y el diario de una guerra perdida. Decir que es una novela es faltarle caer en el vicio romántico de creer quela TVnunca podrá llegar a producir el efecto que provoca la literatura.

Hace unos años, el alcalde de Reykjavik anunció que no iba a tratar con políticos que no hubiesen visto The Wire completa. A los que pasamos cinco temporadas en Baltimore, la idea no nos parece una locura.

El viejo mundo

En 2010, el 22 B de la calle Baker, en Londres, volvió a aceptar casos. Stephen Moffat, creador de series como Coupling y actual show-runnner de Doctor Who, la gran serie de ciencia ficción inglesa, introdujo a Sherlock Holmes al siglo XXI con Sherlock. Mientras Robert Downey Jr y Jude Law jugaban ser el dective y el Doctor Watson esquivando disparos en una Londres victoriana reconstruida por la magia de los millones invertidos en efectos especiales bajo las órdenes de Guy Ritchie,la BBC le daba a Moffat la posibilidad de reinventar el personaje de Conan Doyle para los tiempos que corren. Nadie se esperaba que su Sherlock, obsesionado por las redes sociales e internet, fuese, a pesar de todas estas novedades, tan fiel al de los cuentos y las novelas. Benedict Cumberbatch y Martin Freeman le aportaron comedia a la pareja protagónica. Moffat respetó el esqueleto de los textos de Holmes y aprovechó para burlarse de algunas situaciones del canon del personaje que hoy serían de otra manera (¿dos solteros de más de treinta compartiendo una casa?). Lo mejor, además de la química de los protagonistas, es el retrato de Sherlock como un misántropo egomaníaco tan genial como insoportable pero con enormes lagunas de conocimiento para temas que juzga que no son relevantes para su método deductivo (no está familiarizado con la teoría copernicana, por ejemplo).

Holmes, un personaje fundamental en la cultura inglesa, inauguró una tradición de inspectores/ detectives privados. Los canales de la BBCsuelen tener en el aire varias series sobre variaciones del arquetipo. Ahí están la adaptación de las novelas de Kurt Wallander escritas por el sueco Henning Mankell; las de los libros del investigador Jackson Brodie, de Kate Atkinson, llevadas a la TVen Case Histories; y Luther, protagonizada por ex-The Wire, Idris Elba, como un detective de Scotland Yard especializado en psicópatas.

Pero es probable que la serie más atractiva de las últimos policiales de la BBC sea The Shadow Line, una historia brutal que empieza con el descubrimiento del cadáver de un mafioso que salió de la cárcel gracias a un perdón real. Son apenas siete episodios, en los que se revela un intrincada conspiración en la que participan tanto agentes de la policía como mafiosos. El tono oscuro, asfixiante remite tanto a The Wire como la trilogía Red Riding, compuesta por tres películas de 90 minutos, cada una de ellos ambientada en un año en particular en los que se narran distintos casos de corrupción en el condado de Yorkshire.

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Después del bang

Falta cada vez menos para que se estrene la séptima temporada de Dexter, la serie protagonizada por un psicópata entrenado para saciar su instinto asesino matando homicidas. El personaje central trabaja como forense en la policía de Miami y está siempre a punto de ser atrapado. Basada en una serie de novelas berretas escritas por Jeff Lindsay, Dexter es un éxito. Pero, ¿cómo puede uno disfrutar de un programa así después de The Wire? La serie de David Simon se ocupaba de retratar la burocracia dentro de las fuerzas de la ley, trámites, cadenas de mando y guerras de poder que se peleaban al mismo tiempo que la persecución de la banda de los Barksdale. Gracias a la colaboración de especialistas y al nivel de obsesión de su creador, The Wire construyó para sí misma un verosímil sólido e implacable. Si, había un par de personajes que a veces salían del realismo que planteaba el relato (Omar, Brother Mouzon), pero en ese gesto estaba la gracia de estos. En Dexter gran parte de la hora de cada episodio se va con las internas de la policía de Miami, pero siguiendo la lógica de un culebrón. En Baltimore, a los policías de Dexter les tocaría un escritorio en el sótano más oscuro del cuartel.

Lo mismo pasa con The Killing, cuya segunda temporada se estrenó este año. La serie gira en torno a la investigación de Rosie Larsen y es una remake de su homónima danesa, pero ambientada en una Seattle en la que no para de llover. Al principio parecía una versión telúrica de Twin Peaks (niña amada por todos es encontrada muerta, salen a la luz secretos de la chica, de la familia, de la ciudad…) pero el abuso del recurso de presentar sospechosos en cada episodio y la dilatación en resolver un enigma que no daba para más de diez episodios hizo que se convirtiera en uno de los fiascos de los últimos años. La investigación del crimen en si estaba plagada de desinteligencias y revelaban más sobre el proceso de escritura de la serie que de la historia de la pobre Rosie Larsen.

The Killing es una producción de AMC, señal estadounidense que aparece como la prinicipal contrincante de HBO. Esto fue gracias a la producción de dos proyectos que su rival había rechazado: Mad Men y Breaking Bad. Esta última narra la historia de Walter White (Bryan Cranston), un profesor de química y padre de familia de Albuquerque, cuya vida da un vuelco cuando le detectan un cáncer terminal. Para dejarle algo de dinero a su familia ante un panorama financiero desolador, Walt, con la ayuda de un viejo alumno suyo, fabrica y vende metanfetamina. Aunque no quiere hacer otra cosa más que cocinar la droga, Walt termina convertido en uno de los pesos pesados del narcotráfico de Nuevo México. Cada temporada el personaje se va hundiendo cada vez más en la oscuridad, y el final feliz ya no es una opción. Tras sus pasos está el cuñado, Hank, un agente de la DEA que no sabe que Walt es el responsable de los cristales azules que encuentran en todos los arrestos. Con el correr de los episodios, Breaking Bad fue monstrando en paralelo el surgimiento de un villano y la aparición del único héroe capaz de detenerlo. Sólo que el foco -y, por lo tanto, el apoyo del espectador- estuvo puesto en el villano.

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