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“No se lleven a la tumba dónde están los restos de mi hijo”, les había dicho Catalina al ex comisario Miguel Alcides Viollaz y al ex sargento Nicomedes Mercado. Los dos estaban acusados de ser los autores de la desaparición de su hijo de 21 años, Ricardo Cittadini, el 17 de agosto de 1976. Ellos no hablaron en ese momento y tampoco dijeron nada antes de la sentencia. Hoy, el Tribunal Oral en lo Criminal N° 5 los condenó a cinco años de prisión por el delito de privación ilegítima de la libertad. Es la primera vez que una comisaría de la Policía Federal es considerada en una sentencia como centro clandestino de detención.

La primera fila del público de la sala AMIA estaba vacía. De los respaldos de las sillas colgaban las imágenes de los estudiantes de Ciencias Económicas de La Plata que desaparecieron en agosto de 1976, un día después que Cittadini. Entre las fotos estaba sentada Catita, la mamá de Ricardo. Ella busca justicia desde que lo detuvieron. “Me daba lo mismo cuántos años les dieran. Al fin y al cabo  ninguno me contó dónde está mi hijo”, dijo a Cosecha Roja la mujer.

El fiscal Miguel Ángel Osorio y el abogado querellante Pablo Llonto habían pedido 25 años de prisión por desaparición forzada y tormentos. Además, el fiscal había planteado subsidiariamente condenarlos a 20 años por privación ilegítima de la libertad y tormentos. La sentencia fue por mayoría del tribunal conformado por Adriana Palliotti, Oscar Alberto Hergott y Daniel Horacio Obligado. Según Llonto, uno de los jueces se opuso porque estaba de acuerdo con aplicar la pena planteada. Las partes acusadoras dijeron que van a apelar ante Casación pero también aclararon que es un gran paso que los hayan condenado.

El punto central del juicio era que quede demostrado que la comisaría 28 de la Federal funcionó como un centro clandestino de detención. Para eso, el fiscal y el abogado querellante se basaron en las declaraciones de testigos que sobrevivieron después de haber pasado por esa dependencia.

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Ricardo nació en la provincia de Santa Cruz. En 1973 se mudó a La Plata para estudiar Ciencias Económicas en la universidad. Un año después comenzó a militar para el Movimiento Azul y Blanco. Luego pasó a ser parte de la Juventud Universitaria Peronista (JUP) y a tener más compromiso con las causas por las que luchaba. Ni el rechazo de la familia a su actividad política ni la llegada del golpe de 1976 lo amedrentaron.

– Lo van a matar – pensó Julio Cittadini, el papá de Ricardo, después de leer la carta que le mandó su hijo desde La Plata.

Ahí les contaba por qué elegía la vía militante. Unos meses después, se los contó cara a cara cuando se encontraron en Mar del Plata para el bautismo de un sobrino. Era julio de 1976. Catita y Julio lloraron, le rogaron que dejara todo y que se volviera a Trelew.

– No saben lo que me piden -les respondió con los ojos llorosos.

Esa frase es la que le da el título al libro que escribió Eduardo Cittadini sobre la vida de su hermano. La obra hace un repaso desde la infancia de Ricardo hasta la actualidad.

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– Déjame la dirección de algún familiar- le dijo Ricardo Camino Gallo a Ricardo Cittadini cuando vio que se acercaban unos policías. Era la tarde del 17 de agosto de 1976 y estaban en la Plaza España de Constitución. Sabían que los iban a detener. Cittadini le pasó la dirección de un allegado a su familia antes de que a los dos los subieran a un patrullero.

Camino Gallo era uruguayo y militaba con Ricardo. Él firmó el testimonio más importante para el juicio: un escrito certificado ante el consulado argentino de Amsterdam en 1984. Allí dejó constancia de todo lo vivido en la dependencia de la Policía Federal. Eduardo fue el que lo encontró en Holanda y le pidió que dejara en papel su relato de los hechos.

Cuando llegaron a la comisaría 28 Camino Gallo escuchó que un policía se burlaba de que habían atrapado a dos Ricardos. Pero el único apellido que quedó anotado fue el suyo. Luego, los metieron en celdas separadas. A las 21 escuchó los gritos de Ricardo. Lo torturaban. Dos horas después escuchó como realizaban un simulacro de fusilamiento. Camino Galló comenzó a golpear la puerta pero no conseguía atraer la atención de los policías.

– Señores, por favor, no tengo nada que ver – fue una de las últimas frases que escuchó de Ricardo. Después, cuatro simulacros de disparos y a partir de las 2 de la madrugada, silencio. A él lo liberaron por la mañana del 18 de agosto: salió decidido a ir a la dirección que su compañero le había dejado. Dio toda la información que pudo. Tiempo después se fue del país. En 200 murió.

Alicia Carriquiriborde también estuvo detenida en la comisaría 28. La llevaron desde El Vesubio con los ojos vendados y no pudo ver durante las tres semanas de agosto de 1976 que pasó en esa dependencia. En el juicio declaró mediante teleconferencia que solo una vez pudo abrir los ojos: el suelo de su celda estaba lleno de basura. En una única ocasión recibió comida. En la comisaría la mantenían en condiciones antihigiénicas y con ropa inadecuada para la época.

También contó que una vez un policía le preguntó porque se encontraba allí. “Estoy por razones políticas”, le contestó. El agente que la quería ayudar no podía ni identificarse ni mostrarse. Alicia le dio el número de su hermana. Ella llamó a la comisaría pero le dijeron que no estaba y que la habían trasladado al penal de Devoto. Era mentira. Recién unos días después la llevaron a la cárcel.

En 1977, Ramón Francisco Olmos estaba en la puerta de la cancha de Huracán. Tenía en la mano un panfleto de Montoneros que decía: “Luche y se van”. La policía lo paró para averiguar los antecedentes a través del sistema digicom. Lo subieron al patrullero y luego de una golpiza lo metieron en un calabozo. Lo interrogaron toda la noche por la jerarquía que tenía en la organización. Ramón no entendía de qué le hablaban. Estuvo detenido quince días. Ante el tribunal, explicó que lo picanearon y que siempre escuchaba gritos.

En los alegatos, el abogado de la defensa quiso demostrar que la comisaría 28 no funcionaba como un centro clandestino de detención. Así, pretendía desestimar la etiqueta de lesa humanidad de la causa. “Decir que la desaparición de Cittadini no es un hecho que afecta a toda la humanidad es un agravio al tribunal, a la familia de Ricardo y a la sociedad”, le contestó el fiscal Osorio en la réplica. “Acá hay un delito permanente – dijo, y giró la cabeza para mirar a los imputados – Ricardo Cittadini continúa desaparecido”.

Luego de la lectura de la sentencia, Llonto y Eduardo se abrazaron por un largo rato. Se conocen desde hace treinta años: fue el primer caso que tuvo el abogado. Se vieron todos cuando Catita le llevó los papeles en 1984. Juntos pasaron por tres sobreseimientos en los ochenta y veinte años de espera para volver a retomar la causa. “No solo es especial porque sienta un precedente debido a que es la primera comisaría que es juzgada como centro clandestino de detención. También tiene algo de diferente para mí porque es mi primer caso. Después de tantos años ellos se convirtieron en familia”, dijo a Cosecha Roja con los ojos llorosos. Ahora van a apelar la sentencia para que se reconozcan los delitos de tormentos y desaparición forzada.

Las fotos de Juan Alberto Schudel, Carlos Alberto Carpani, Rubén Beratz, Alfredo Oscar Brawerman y Rubén Francisco Roca quedaron pegadas al respaldo de los asientos de la sala. Eran compañeros que desaparecieron un día después que Ricardo, el 18 de agosto. Pero Catita llevaba la imagen de su hijo colgada al cuello. Escuchó la sentencia y se emocionó por la condena que recibieron los acusados. “Que se yo, no me importaba mucho cuantos años les daban”, dijo e hizo un movimiento de hombros. “Yo quería que me dijeran por qué lo detuvieron y dónde está ahora”.

Por Sebastián Weber