Compartimos esta entrevista al autor de Fundación TEM.
Hacher se adentra en el terreno cenagoso de la feria más importante de Latinoamérica para parir una crónica brutal y visceral del conurbano profundo. “El cronista es un tipo que tiene miedo, que lo amenazan y que es un poco despreciado por los personajes. Quería contar eso porque el cronista muchas veces se pone en un lugar heroico. Me gustaba remarcar ese costado del periodista que no sabe, que se asusta y que las cosas no le salen tan bien como pensaba”, dice.
-¿Cuándo surge la idea de escribir un libro sobre La Salada?
Hace no mucho descubrí que tengo un patrón de búsqueda. Siempre indagué en ese tipo de historias por intuición, nunca me lo propuse realmente. Me interesan los temas populares y masivos pero poco contados. Hay temas de los que se habla mucho en los medios de comunicación pero de manera superficial. Antes trabajé con el Gauchito Gill, con las comunidades bolivianas en nuestro país y con la inmigración en general. Siempre escuchaba hablar de La Salada y en el 2008 me decidí a emprender una investigación. Primero fui con un compañero a hacer fotos y ahí se me reveló la posibilidad de escribir sobre el tema. Comencé a investigar despacio, ya que la Salada funciona de noche y todos los que trabajan ahí tienen un reloj biológico extraño, porque dos días a la semana, cuando abren las ferias, es gente que pasa la noche sin dormir. Pero la idea surge, entonces, con la premisa de buscar este tipo de fenómenos que quedan al margen de los medios y que son, a su vez, profundamente populares. Hay millones de personas que circulan alrededor de la feria y sin embargo no existía un relato sobre eso.
-¿Su libro es un intento de humanizar La Salada y correrse del discurso que construyeron los grandes medios?
Me interesó particularmente contar historias de vida porque una de mis hipótesis era que La Salada es una feria basada en los lazos familiares. La familia está presente tanto en la producción en los talleres de costura y en la comercialización del producto. Cuando uno conquista un territorio en la feria-por ejemplo un estacionamiento o una vereda para armar puestos- la única forma de mantener ese lugar es aliarse con gente que esté dispuesto a defender el territorio. Y cualquiera que no sea de la familia puede darse vuelta, negociar con otro sector y tratar de quedarse con el espacio. La familia es vista como el núcleo duro, el refugio donde la traición se hace más difícil. Tener muchos hermanos es uno de los factores de poder más importantes. Desde el que cuida un baño hasta el que administra miles de puestos, todos sienten que la única forma de que el negocio funcione es poner el propio cuerpo en escena y lo más parecido al propio cuerpo es el cuerpo de los hermanos o los hijos. Contar las historias de esas personas era tratar de explicar un poco ese fenómeno. Con respecto al discurso de los medios, me parece que tener una visión sólo impositiva de La Salada es no entender que la feria es un fenómeno complejo que va más allá de que si pagan o no los impuestos. Esa mirada tiene que ver con una concepción que carga con mucho de nuestra historia: primero fueron los italianos y españoles que venían a robarle el trabajo a los habitantes más viejos, después los cabecitas negras, más tarde los inmigrantes bolivianos, y ahora La Salada corporiza eso que es, para ese discurso, “el aluvión zoológico”. Ellos lo viven como una invasión de esta “cosa suburbana” que viene a invadir la urbe, esa urbe que se imagina todavía europea y ya no lo es.
-¿Su opinión sobre la feria cambió después de la publicación de Sangre Salada?
Mi mayor prejuicio era pensar que la Salada era un lugar donde iban los pobres. Por el contrario, la feria es un lugar próspero, donde la gente gana mucho dinero. Gente muy humilde que comenzó con un puestito y logró progresar. Por supuesto que tiene muchas contradicciones, pero en general, La Salada está basada en una tradición andina -que implica sacrificio y una cultura del trabajo muy arraigada- que se mezcló con la lógica del Gran Buenos Aires y los caudillos del conurbano, que curiosamente en este caso son radicales. Ese caudillismo y el manejo casi mafioso terminó pervirtiendo parte de esa cultura andina, pero el progreso sigue. Es impresionante ver en barrios como Villa Celina o en Avenida Olimpo, donde viven muchos feriantes, como las casas se construyen con loza y columnas para seguir levantando pisos hacía arriba.
-Se nota en el libro una prosa atravesada por el sentimiento. ¿Cómo logró ese recurso?
Mi forma de trabajo siempre implica sumergirse e involucrarse. Traté que eso no se convierta en algo idealizante. A los cronistas jóvenes nos pasa seguido idealizar sobre lo que estamos escribiendo. En la escritura de Sangre Salada intenté correrme de eso. Hay personajes que aprecio mucho como Eva, el remisero Alberto e incluso Juvelio, que es un inmigrante boliviano al que mató la policía por confundirlo con un narcotraficante. Quise alejarme de la construcción de personajes puros, donde todo es blanco o negro, y reflejar las contradicciones y las sombras que tenía cada uno de ellos. En Eva hay mucha solidaridad, pero a su vez tiene un costado bastante calculador, incluso en situaciones muy dolorosas. Maguila, por ejemplo, que es un matón histórico de la feria, es un tipo que si te tiene que matar, te mata, y a la vez tenía algo paternal y muy amistoso. Fue un ejercicio duro y muy consciente tratar de no ver personajes absolutos. Ni malos ni buenos totales.
-¿Cuáles son sus conclusiones con respecto a la Salada?
Creo que la feria es el punto más visible de la nueva configuración de nuestro país. Hay una oleada de inmigrantes que llegó en los noventa y que ya forma parte de la economía de la Argentina. Me parece que va a llevar un tiempo para que la sociedad los termine de integrar. Al argentino medio todavía les cuesta aceptar que las inmigraciones de los países limítrofes enriquecen nuestra cultura. En lo personal, celebro que estos sectores bien latinoamericanos empiecen a tener peso en nuestra sociedad.
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