noruega

Mario Alberto Juliano*.-

El 22 de julio de 2011 es una fecha que jamás se podrá borrar de la memoria colectiva de los noruegos. Alrededor de las 15.20 una fuerte explosión estremeció al centro ministerial de Oslo, dejando un saldo de ocho muertos, centenares de heridos y cuantiosos daños materiales. Dos horas después, un hombre vestido de policía la emprendía a tiros contra una multitud de jóvenes que participaban de un campamento en la cercana isla de Utoya, dejando sesenta y nueve víctimas fatales y varios heridos de bala. La trágica tarde costó setenta y siete vidas inocentes y numerosos heridos de distinta consideración.

En un primer momento, en medio de la confusión, descripta por los medios periodísticos como “una verdadera zona de guerra”, se creyó que se trataba de un ataque del fundamentalismo islámico. Pero, con el transcurrir de las horas, en medio del pánico desatado, las cosas se fueron aclarando. Ambos ataques habían sido perpetrados por una única y misma persona: Anders Behring Beivik, un joven noruego, de 32 años, ultra católico y fanático nacionalista, que se entregó a las fuerzas de seguridad sin oponer resistencia.

Me interesa examinar, suscintamente, dos aspectos de la mayor tragedia noruega contemporánea, con posterioridad a la Segunda Guerra Mundial: la reacción de la sociedad civil y la respuesta de los tribunales.

La sociedad civil frente al espanto

Al tercer día de los atentados se realizó una conmemoración en la plaza del Ayuntamiento que congregó a unos 150.000 de los 600.000 habitantes de Oslo. Habló el Príncipe, el Primer Ministro y algunos sobrevivientes. No hubo palabras de venganza, pese al dolor y la desolación generalizados. Por el contrario, uno de los sobrevivientes dijo: “Respondamos con rosas, no con venganza”, palabras que caracterizarían todo el proceso posterior. Otro de los sobrevivientes: “Si un hombre es capaz de exponer tanto odio, imaginen entonces cuánto más amor podemos manifestar nosotros juntos”. El Alcalde de Oslo lo expresó de esta manera: “Juntos vamos a castigar al asesino. Nuestro castigo será más sinceridad, más tolerancia, más democracia”.

Solo rosas. Se realizaron ceremonias conmemorativas en todo el país. Temporalmente se suprimió el impuesto a la importación de rosas para asegurar su provisión. El transporte público tuvo que reorganizar sus recorridos para no destruir los monumentos de flores que habían levantado los noruegos. Los líderes políticos acordaron no atacarse durante un tiempo, pese a la cercanía de las elecciones, en una actitud diametralmente opuesta a la retórica que diez años antes habían adoptado Bush y la mayoría de los gobernantes europeos frente al atentado del 11S.

Claramente, la inmensa mayoría de la sociedad noruega optó por procesar su drama apelando a la pacificación, despojándose de la idea de la venganza como fórmula para la reparación del enorme daño individual y colectivo sufrido.

La respuesta de los tribunales a la matanza

Bieivik fue tratado cordialmente en los tribunales. Durante el juicio (que duró unas diez semanas), vestía ropa de civil y no permaneció esposado. Estrechó la mano del fiscal y se lo examinó sin mostrar agresión hacia su persona. Habló por más de una hora para explicar sus ideas políticas y los motivos que lo habían llevado a cometer sus hechos.

Una semana del juicio fue empleada para describir en forma minuciosa la causa de la muerte de cada una de las víctimas, se exhibieron fotografías de sus personas y al final se pronunciaba un breve discurso para recordar cómo habían sido cada uno de ellos durante sus vidas. Otra semana fue empleada para escuchar a los sobrevivientes, algunos gravemente heridos.

Las únicas muestras reactivas que recibió el asesino provinieron de un hombre, de origen iraní, que se encontraba entre el público, que previo a gritar: “Váyase al infierno, asesino de mi hermano”, le arrojó un zapato que impactó contra el defensor. El mismo día, unas 40.000 personas se reunieron en una plaza para cantar “Children of the rainbow”, una canción para niños de todas las culturas que Bievik había dicho detestar.

Luego de discutir y desechar la posible insania del acusado (se realizaron dos pericias, con resultados divergentes), el tribunal lo condenó a 21 años de prisión, con la posibilidad concreta de ser puesto en libertad habiendo transcurrido unos 15 años de la condena, si no presenta peligrosidad para sí o para terceros.

Culmino este tramo, meramente descriptivo, con las elocuentes palabras de Christie: “Un castigo que se equilibre con los actos del asesino noruego es impensado. Nunca va a poder pagar todo lo que hizo. En total asesinó a 77 personas. ¿Podríamos llevar a la horca 76 veces sin colgarlo y recién hacerlo en el traslado 77? Ocurrió una catástrofe que sólo puede afrontarse adhiriendo a los valores básicos de la sociedad noruega. Las atrocidades nunca  podrán equilibrarse a la producción de una cantidad similar de dolor. No podemos retribuir en la misma forma. Tiene que ser algo menor”.

En qué nos parecemos y nos diferenciamos con los noruegos

Las reacciones de parte de la sociedad argentina (me opongo a las generalizaciones) y de algunas personas que han sufrido hechos graves en carne propia o en personas muy allegadas, nos coloca en las antípodas de la forma en que reaccionó la mayoría de la sociedad noruega frente a una de sus tragedias contemporáneas más importantes.

Estas diferencias en los comportamientos deberían interpelarnos en la búsqueda de respuestas que contribuyan a la convivencia, a la coexistencia y, en definitiva, a una vida mejor. ¿Es posible que los afectados reaccionen “pacíficamente” frente a sus agresores? ¿Qué beneficios y qué perjuicios acarrearía, en lo personal y en lo colectivo, un comportamiento más cercano al noruego? En definitiva, nuestra forma de afrontar los conflictos ¿ha rendido frutos mensurables?

El dolor, la bronca y la impotencia frente a los hechos que nos golpean, en nuestros bienes, en nuestras personas y en la personas de nuestros seres queridos, son sentimientos por demás comprensibles y sobradamente justificados. Pero son sentimientos intransferibles que, como cualquier vivencia, deben ser procesados y asimilados para permitir continuar viviendo y, en forma alguna, pueden convertirse en un comportamiento colectivo.

Estas son algunas (no todas) de las preguntas que bien valdría la pena explorar y profundizar para la construcción de una sociedad civilizada, que nos reivindique como género humano, donde seamos capaces de afrontar nuestras principales contingencias por fuera de la irracionalidad, de la rabia, de modo constructivo y creativo. Quizá el ejemplo noruego sirva como guía para revisar esta parte de nuestra forma de ser.

*Director Ejecutivo de la Asociación Pensamiento Penal y juez del Tribunal en lo Criminal 1 de Necochea.

** Tomo el título del trabajo que el criminólogo noruego Nils Christie dedica a este tema, titulado: “La restauración después de atrocidades”, en el que me inspiré para escribir las líneas que siguen, tomando sus mismos argumentos y buena parte de sus palabras.