Raffaelianas, porque nos gusta y nos da la gana

Gustavo Pecoraro escribe sobre la Raffaella Carrá que cambió la vida de muchos putos cincuentones como un torbellino revolucionario. Para él fue el despertar de su Eros y de las calenturas quinceañeras ante un coro de bailarines eróticos: “La oscuridad genocida de repente se mezcló con su colorida presencia y nos abrió las ventanas a una realidad posible”.

Raffaelianas, porque nos gusta y nos da la gana

Por Gustavo Pecoraro
07/07/2021

Si Sandra Mihanovich y Marilina Ross fueron quienes lagrimaron mi corazón de mariquita herida de amor adolescente en esas tantas primeras veces que las manflorinas soñadoras tuvimos, Raffaella Carrá fue –apenas una horneada antes– quien me convocó a las grandes calenturas quinceañeras con su coro de bailarines ajustadísimos en calzas hiper eróticas, pelos en pecho y bultos que explotaban la imaginación y bastante más.

Sí, de pendejo me hacía pajas con los bailarines de Raffaella Carrá. Mientras la blonda italiana movía su carré –lacio, rubísimo–, los bigotitos amigables de sus boys movían mis nalgas y muñecas al conteo inevitable del 03-03-456.

Bailarines

A Raffaella muchos putos viejos que peinamos canas y pasamos los cincuenta le debemos tanto que es muy difícil de explicar. En lo personal, fue entender mi Eros, o que Pedro y Luca podían ser como yo y vivir mezclados en mi pequeño mundo.

¿Quién no buscó a algún Pedro por la avenida Santa Fe, o quién no se preguntó quién sería Luca, ese “chico de cabellos de oro”?

No es que fuéramos ingenuos, pero la oscuridad genocida de repente se mezcló con su colorida presencia, destellante de sensualidad, sexualidad y libertad, que nos abrió las ventanas a una realidad posible –lejana– pero posible.

Los genocidas milicos tan soberbios de su templanza y gallardía fueron brutales y muy brutos. Analfabetos de todo lo que Carrá nos trajo a la sociedad de la Argentina de aquellos horribles años.

Si de alguna manera podíamos oír el eco de resistencia de Mercedes Sosa o la Tana Rinaldi desde Europa, la Carrá estaba de repente a solo un paso de nuestras manos. Se convirtió en un torbellino revolucionario real que encegueció a las bestias asesinas de trajes militares almidonados y soltó las melenas y las caderas de muchos putos que nos arrodillamos –rendidos para siempre– ante una nueva diva inesperada, mientras aguardábamos ilusionados que volvieran las que desde lejos nos cantaban los dolores compartidos.

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Con los años las divas se fueron amontonando. Había una nueva, alguna moría, alguna grababa pero no se mostraba, otras nunca vendrían a estas tierras y habría que verlas –si los vaivenes económicos clasemedieros lo permitían– en lejanos países. Quizás ya estuvieran mayores, con menos movimientos, pero siempre divas; que es lo que importa en este homenaje.

El sociólogo y escritor Ernesto Meccia, amigo querido, la tiene en el más alto pedestal. Él, doctor en Ciencias Sociales y licenciado en Sociología por la Universidad Nacional de Buenos Aires, profesor estable de grado y de posgrado en la UBA y la Universidad Nacional del Litoral, donde enseña metodologías cualitativas de investigación, es quizás el más Raffaeliano que conozco.

Otro amigo querido, el periodista y escritor Alejandro Modarelli, la glorificó en su obra teatral “Flores sobre el orín” concebida en el ambiente de teteras bajo la dictadura militar.

Se equivoca aquel quien crea que la Carrá era solo una rubia que contoneaba las caderas con canciones pegadizas, ya antiguas. Su compromiso político lo dejó claro. “Siempre voto Comunismo”, dijo en algún reportaje.

Su alianza con el colectivo LGTBI es clara y directa. En una entrevista con El País de España expresaba: “Mis canciones no hacían daño a nadie. Quitaban del medio muchos prejuicios de gente que no entendía que una vida es una vida cuando tienes libertad”.

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Quizás por esto de la libertad y por mucho más, en 2017 el World Pride Madrid concedió los premios arcoíris del Orgullo a diferentes personalidades. Uno de estos premios fue para Raffaella, otro para el activista y diseñador de la bandera LGTBI Gilbert Baker (a título póstumo), otro a la cantante Alaska, y otro para nuestro puto inolvidable Carlos Jáuregui (también a título póstumo).

Una vez dijo: “En mi tumba dejaré escrito ¿por qué le he gustado tanto a los gays?”. Creo, me lo aseguró desde Santiago del Estero la activista trans Luisa Paz y lo mismo hizo desde Madrid la activista lesbiana Boti García Rodrigo, que también a las personas trans y a las lesbianas. Tal vez una respuesta es esa unión que nos hizo raffaelianas: porque nos gusta y nos da la gana.

Gustavo Pecoraro