cárcel brando 1Javier Drovetto – Revista Brando*.-

Desde que en el pabellón de máxima seguridad de Florencio Varela funcionan talleres de lectura, una editorial y una biblioteca, las muertes violentas dentro de la cárcel se redujeron a cero. La historia del abogado que cambió los golpes por los libros y revolucionó la cabeza de los presos.

Se habría envuelto el brazo izquierdo con una toalla y empuñado una faca en su mano hábil. Se habría vengado como lo hacía en Olmos, Batán, Sierra Chica o las otras diez cárceles en las que estuvo. Pero no se vengó ni lo planea hacer. Lo asegura con las heridas todavía abiertas. Porque las puñaladas las recibió en diciembre: un preso le tajeó el brazo con un cuchillo. Fue en un pasillo de la Unidad Penitenciaria 23 de Florencio Varela. Quiso llegar al cuerpo, pero Carlos Mena paró las estocadas con el antebrazo. La zona estaba liberada. De eso están convencidos varios compañeros de Mena que comparten el pabellón 4 de máxima seguridad de esa cárcel del sur de la provincia de Buenos Aires. El pibe que lo atacó estaba resentido. Mena, que un mes antes había logrado que lo trasladaran a su pabellón, lo había golpeado delante de su novia porque en el sector de visita el pibe recibió sexo oral frente a otras parejas y varios chicos. Agentes del servicio penitenciario bonaerense lo castigaron con varios días en un “buzón”, una celda mínima, oscura y con más olor a pis que de costumbre. El pibe acumuló ira.

Pero Mena prefiere no hablar de ese “atentado”. Lo esquiva. “Lo que no te mata te fortalece”, se convence y recita el crédito: “Friedrich Nietzsche”. Lo analiza con ideas laterales. “Escribí un tema de hip hop que dice que el sistema me quiere matar. Cierta gente dejó que me apuñalen”. Lleva encerrados casi todos sus años de adulto y tiene el cuerpo tatuado de cicatrices. Pero ya no quiere esconder en el elástico del calzoncillo una faca o un cepillo de dientes afilado. Sería volver a caer en una trampa que nadie en particular organiza pero que funciona casi a la perfección. “El ambiente te condiciona. Y lo reafirmo porque soy un empirista. Te fabricás como una obra gigante de maldad. Es difícil separarte de eso, no hacerte como te hacen. Tenés que hacerte porque si no te hacen puto, te hacen gato”. Mena da vuelta la página, la de las agresiones que organizó y sufrió desde que era adolescente. Devoró cien libros en cinco años. Memoriza los pasajes que cree útiles y los razona a su manera. “Pienso, luego existo. René Descartes, Discurso del método”, enuncia. Y explica: “Me peleo, me arruino. Pienso, no le pego, le pido disculpas, somos amigos”. Mena tiene 33 años y una filosofía esperanzadora. “Estoy detenido pero en movimiento con la mente. La literatura me hace libre”.

El penal de Florencio Varela es una caja de cemento gigante y sin techo que encierra otras cajas de paredes de hormigón y rejas de hierro. En celdas de dos metros de ancho por tres de largo encierran una, dos, cuatro personas. En pabellones rectangulares encierran hasta treinta de esas celdas. El sector de máxima seguridad encierra nueve pabellones. Y, en todo el penal, entre máxima y mediana seguridad, encierran dieciocho pabellones y 1.056 personas. La cárcel es encierro sobre encierro hasta que abren once puertas para poder hablar en su celda con Mena o alguno de los 42 detenidos que viven en el pabellón 4. Las primeras puertas y corredores parecen las de una escuela pública bonaerense. Paredes blancas con guardas de colores y piso de cemento alisado. El primer pasillo tiene algo de amarillo. Al final una reja y del otro lado el primer control. Hay que dejar teléfonos celulares y armas. Lo preguntan con naturalidad: “¿Armas?”. El segundo pasillo sobresale por las guardas rojas. Y, el tercero, por un celeste desteñido. Cada tanto, para avanzar hay que abrir rejas. El pasillo celeste termina en el último control, antes de un patio con veredas de cemento que conducen a la entrada de los pabellones. Para entrar, hay que abrir dos rejas más. Los guardiacárceles llegan hasta la segunda reja. La abren, pero no avanzan. Solo entran para las requisas o cuando hay peleas.

Ese gesto, detenerse ante la última puerta, dice mucho. De un lado, el penal; del otro, la cárcel y el encierro real, donde el Estado está ausente. Dentro del pabellón, aparece la cárcel. Ocurre de golpe. Rostros pálidos de ojos extraviados, cuerpos consumidos, diminutos en relación con sus cabezas, mutilados, sin un ojo, con el cráneo hundido. Hombres de entre 20 y 35 años que parecen enfermos. Algunos lo están: varios tienen VIH y otros acaban de salir de episodios hepáticos o una cirrosis. La mayoría se enfermó en prisión. La cárcel es eso: ellos, el pasado que los llevó al encierro y lo que la cárcel hizo con ellos.

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“Mirá, ¿ves esta marca? El cuchillo me salió por la nariz”. Uno de los presos del pabellón 4 muestra la marca de una de las catorce puñaladas que recibió en una pelea. No impresiona la marca de una costura que seguro fue rústica. Angustia el rostro afilado, la piel que de tan adherida al hueso adquiere forma ósea. Un compañero se saca la gorra y expone una cicatriz que dibuja un semicírculo en su cabeza. Tiene el cráneo hundido y una certeza: “El que mejor la pasa es al que menos le importa su vida”. El pabellón 4 es de máxima seguridad y de “población”. Ahí van a parar condenados por homicidios y presuntos homicidas sin sentencias firmes; ahí encierran a quienes robaron y se tirotearon con la policía, como Mena, y a quienes presuntamente lo hicieron. También envían “chorros” con poco prontuario y “primarios”, como llaman a los que están presos por primera vez. El denominador común por el que están ahí es que son pobres y, además, no quieren fingir que creen frenéticamente en Dios. No tienen un abogado que no sea el que les da el Estado ni dinero para pagar por un pabellón “universitario”, con mejor comida y trato humano; o uno de mediana seguridad, con más horas de acceso al patio. No quieren rezar seis veces al día ni leer solo sobre Dios y entregar lo poco que tienen en concepto de diezmo, como pasa en los pabellones de “hermanitos” o “focas”, los que están subordinados a la fe evangélica bajo el mando de presos que ofician de ministros y están mejor alimentados que el resto. Para identificarlos, el servicio penitenciario no usa eufemismos: en los pabellones de población y de máxima seguridad están los “peores” presos, los “sufridos”. A los “peores” los dejan que se arreglen solos. Únicamente, cada quince días, se hacen requisas para incautar celulares, facas, droga y vino hecho de papa fermentada. En ese encierro vale todo y los presos tienen que pelear por conservar lo que tienen: un calentador, zapatillas, camisetas y buzos de equipos de fútbol, paquetes de arroz y de fideos. Pelear es empuñar un arma blanca y terminar vivo. Es dormir despierto para esquivar un arpón hecho de un palo de escoba.

La biblioteca es de madera y tiene cinco estantes. Debe de haber cuatrocientos libros, sin contar otros cien que están en las celdas sobre un colchón flaco, una repisa o una mesa de luz huérfana de velador. Cuentos infantiles, historia, biografías, novelas y filosofía. Mucha filosofía. Descartes, Kant, Hegel, Marx, Heidegger y Nietzsche. Es una biblioteca desordenada, caótica como sus lectores, con libros ajados y descosidos. “Cuando arranqué con la idea de crear una editorial cartonera en un penal, me juntaba con los presos en el área de educación del penal. O sea fuera del pabellón. Cuando los pibes venían hacia el aula, en el camino les gritaban que eran unos putos. Algunos guardias los cargaban. Por clase, perdía siete u ocho alumnos. Me di cuenta de que afuera no se puede hacer nada, de que el Estado tiene que estar acá”. Acá es el pabellón, puntualmente el 4. Y el que reflexiona, que no es el Estado, es Alberto Sarlo, un abogado particular sin cobertura política, ni del Ministerio de Justicia de la Provincia ni del servicio penitenciario. Es el padre de Juana, de 4 años, y de Lara, de 2. Es el esposo de Marina. Es el narrador y protagonista de un libro sobre un ascenso que no pudo ser, pero por poco: Cómo quedarse a veinte metros de la cima del Aconcagua. Y, además de todo eso, Sarlo es el autor de un milagro: que para convivir en un pabellón de presos pobres no haya que empuñar una faca. Seis meses le llevó convencerse de que tenía que mudar sus planes al pabellón y de que una vez adentro no lo iban a matar. Desde que hizo prácticas para la Universidad de La Plata en varias cárceles bonaerenses, Sarlo sabe el número de muertes que hay dentro de las cárceles. Nunca pudo hacerse el boludo y mirar para otro lado. Así de sencillo lo explica.

Un director, hace cinco años, asumió la responsabilidad; Sarlo, el riesgo, y las clases de literatura, filosofía y encuadernación de libros se trasladaron al pabellón 4. El plan, inédito en aquel momento y único hasta hoy, se materializó. En Mena, en la mayoría de los internos del pabellón 4, en varias personas que ya están en libertad, en cuatro libros escritos en el encierro pero que circulan libremente.

“En el pabellón 4 tuvimos un cambio rotundo. Te olvidás de que tenés presos”. Lo asegura José Escobar, director del penal, responsable de que con dieciocho efectivos por turno no haya homicidios ni fugas en toda la cárcel. Para el servicio penitenciario, olvidarse de que ahí hay presos es tener garantías de que no habrá muertos. Porque en ese penal y en casi todos los del país están los índices más altos de homicidios en relación con la población. Entre 2006 y 2012, catorce presos de esa cárcel de Florencio Varela murieron en situaciones que la Comisión Provincial por la Memoria considera traumáticas: homicidios, peleas y suicidios dudosos. De 2012 a la actualidad, no hay registros oficiales. Escobar, detrás de un mostrador semicircular y en la oficina que tiene fuera del muro que cerca la cárcel, se ataja: “Hace un año que estoy en el penal y hemos tenido diversas situaciones de conflicto, más graves o menos, pero no tenemos fallecidos”. En el pabellón 4 llevan un récord más ejemplar que arranca con la creación de la editorial: cinco años sin muertes en situaciones violentas ni peleas con consecuencias graves. Escobar levanta esa bandera, la quiere para él, que no eligió la carrera por vocación pero le dio “prestigio” y la “satisfacción de llegar a director”: “Fue una apuesta. ¿Sabés lo que te lleva decirle a un interno que va a empezar a leer y a escribir poesía?”.

En momentos complicados me sirve de mucho tomar como ejemplo mi pasado para recordar lo que era y rápidamente estrellarlo contra el piso como una vieja estatua. En “Abriendo caminos”, el poema filosófico que publicó en 2012, Mena dice bastante de la impronta que le da a “su” pabellón. Es suyo en el sentido práctico. Antes de trasladar un preso a ese pabellón, Escobar habla con él. La condición de Mena es una: que quiera sumarse a la editorial cartonera Cuenteros, Verseros y Poetas que funciona dentro del pabellón desde 2010. Sumarse es leer, escribir, ir a las clases de filosofía y ayudar a hacer las tapas de los libros que después envían a villas, escuelas y otras cárceles. Sumarse es no “bardear”, no andar con facas, no “caranchear” ni robar, no tener de “gato” a ningún compañero. Sumarse es estar “careta”, con la menor cantidad de droga en la sangre. En otro pabellón, a Mena lo llamarían “limpieza”, el interno que más se la “aguanta” y decide sobre la vida y las pertenencias de los demás. En el pabellón 4, en celdas igual de oscuras, sucias, superpobladas y vigiladas por los mismos agentes que a veces alientan los conflictos, lo llaman coordinador. “A veces cazo talentos, pibes que tienen algo innato con la lectura. Y los pido para que vengan. Les digo: «Yo sé que vos mataste, que estuviste refugiado en el pabellón de evangelistas, pero acá somos personas, somos escritores»”. Una vez adentro, la impronta de Mena entra por repetición y a los gritos. “Voy celda por celda. ¿Ya escribiste? ¡Escribí! ¿Quién quiere leer lo que escribió? Vamos, todos a ver un capítulo de Otra trama, y ponemos un capítulo de Osvaldo Quiroga, el de la Televisión Pública. Si están en otra cosa les cortó el mambo. Y a los que no les entra con insistencia, a la bolsa. «Escribir es de puto. Soy chorro, peleo con faca y vos sos un gil», me dijo alguno. Entonces pienso ahora este flaco se picó conmigo. «Bueno, vení», le digo. «A ver, peleá». Y lo pongo frente a la bolsa. Porque para descargar energía tenemos una bolsa de boxeo. Izquierda, derecha, cross, uppercut. Y ya no es un salvaje, es una persona que aprende. Es un boxeador”.

Mena fue un salvaje. Eso lo reconoce él. De sus tiempos de salvaje tiene testimonios a montones. Su cuerpo es una enciclopedia ilustrada. Varios puntos en la panza testifican un tiroteo con la policía. Tiene un parche en un ojo: un escopetazo que le dio un penitenciario durante la represión de una pelea en Olmos. Un puntazo en la espalda no lo deja caminar bien. Mena está condenado a siete años y ocho meses de prisión por robo agravado. El 3 de septiembre de 2016 vence su condena. “Me hago cargo del pasado. Está conmigo, pero no me condiciona, no me justifica para poder cambiar”.

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Antes de saludar a Sarlo, dos pibes de unos 20 años le sacan de las manos dos bolsas con cuatro docenas de facturas. A las dos de la tarde todavía no comieron. No tuvieron tiempo de cocinar. Efectivos del servicio penitenciario les habían hecho un par de advertencias por nuestra visita: “Viene una revista de derecha. Ojo con lo que dicen y limpien el pabellón”. Más o menos les dijeron eso. Más o menos cumplieron. Sarlo asegura que las celdas y el pabellón tienen mejor aspecto, aunque se impone el olor a pis y las cucarachas disparan hacia todos lados cuando se descorren las sábanas que tapan las puertas de cada celda. Al conversar, todos se cuidan. Porque así como el Estado está ausente en el pabellón, en segundos se puede hacer presente. De dieciocho guardiacárceles se puede pasar al doble. Y, cuando entran, lo hacen con escopetas y a los gritos. O a los tiros. Pero desde que se creó la editorial en el pabellón 4, la guardia armada no volvió a entrar. Varios presos aseguran que los golpean y que a veces reciben castigos sin razón, pero siempre fuera del pabellón, en el patio, en la cancha de fútbol. Creen que los tientan a rebelarse. Si mantienen la armonía, si no hay “bardo”, estudian y escriben; nadie se animará a desarmar el grupo y podrán conservar lo que el servicio penitenciario entiende como privilegios: una biblioteca, tres computadoras, clases en el pabellón y, principalmente, una convivencia civilizada. Todo eso junto es tener la libertad más cerca. El miedo entre ellos es que “rompan” el pabellón: que se promueva una pelea, disuelvan el grupo y trasladen a los presos. Eso podría haber sucedido si Mena vengaba los cuchillazos que le dieron en diciembre, un episodio que se cerró con el traslado del agresor a otro penal. “Soy Miranda Mena. No soy Pedro ni Juan. Poné mi nombre. Tengo que decir todo. Siento la libertad de hacerlo y estamos en democracia. Lo peor de acá es que hay mucha gente del servicio que es mala, que aliena al preso para que sea más hijo de puta, para que esto sea un negocio”. Mena dice eso y también dice que se hace responsable de todo lo que hizo en su pasado, que no quiere ser “Pangloss y justificar lo injustificable” -citando al personaje de Voltaire-, que por eso está preso. También pide resaltar que hay penitenciarios que lo ayudaron. Varios presos piden reservar sus nombres y se animan a explicar mejor lo que denuncian varias organizaciones de derechos humanos. En las cárceles hay negociados. Las pastillas, como Rivotril o Alplax, se compran y salen del área de sanidad de los penales. Por un pabellón menos violento se paga. Por la comida también se paga, porque de las bandejas del tamaño de una mesa que deja el servicio penitenciario casi nadie come. A veces, las milanesas son de grasa y hay cigarrillos entre los fideos apelmazados. La bandeja tiene olor a guiso para perros. A los presos, que viven en condiciones inhumanas y con hambre, les da asco esa comida. Pero el pabellón 4 es una excepción. No es que nadie se drogue, consuma pastillas o pase hambre. Pero existe una convivencia que los lleva a compartir la comida que les traen sus familiares y nadie necesita pagar para estar vivo. Sobre la connivencia que puede existir entre efectivos y presos, Escobar, el director del penal, no lo niega. Lo razona desde una mirada generalista: “Buenas y malas personas existen en todas las áreas laborales. Nosotros también tenemos problemas con esas cuestiones. Lamentablemente, hay personas que portan el uniforme y eligen el camino más fácil”.

“¿Qué harías vos si mataran a tu hija y violaran a tu mujer?”.

Eso pregunta uno de los alumnos que tiene Sarlo. Acaban de ver un capítulo de Filosofía aquí y ahora, el programa de canal Encuentro, en el que José Pablo Feinmann concluye que la filosofía requiere coraje. El debate entre presos y Sarlo se abre con esa pregunta dañina. Unos veinte hombres esperan sentados la reacción de Sarlo. Esperan la respuesta con más atención que de costumbre. Lo hacen cada vez que lo apuran, cuando lo incomodan, cuando piensan que están acorralando a la única persona que está en libertad, que no es del servicio penitenciario y entra al pabellón. Lo hace todos los miércoles, dos o tres horas, para hablar de literatura, filosofía y escritura, y también para confrontarlos y desanudar algo de la cultura tumbera que permanece en sus pensamientos.

-¿Yo qué haría? La reacción innata de defensa es una pulsión de vida que viene con el ser humano. Ante el ataque de un león, de un gliptodonte, el ser humano está preparado fisiológicamente para resistirlo. Entonces, ¿qué haría Sarlo? Lo que todo ser humano está preparado para hacer: defenderse.

Sarlo hace una pausa. Los deja pensar. Después sermonea en la cara a veinte tipos a los que la sociedad les teme y el Estado arroja a celdas que en verano superan los cincuenta grados y en los días crudos del invierno nunca dejan de estar con temperaturas bajo cero. Les grita:

-Pero es una pulsión humana. Y si dejamos que el derecho se ejerza por la pulsión humana, los primeros que mueren son ustedes. Ojo por ojo, diente por diente. Vos mataste, vos estás muerto; vos robaste, te robo todo.

-Sería mano dura para todos -apunta Mena, desorientado, intentando argumentar en favor de Sarlo.

-Le estás haciendo el juego a la derecha. Y no es lo que opino yo -asegura Sarlo-. Está escrito. Es un falso debate. Por eso se formó la escuela de Derecho. El Estado interviene. Estoy hablando de una política de Estado que dice que cuando maten a mi hija protejan al victimario de mí, porque mi pulsión fisiológica me va a obligar a la defensa y en la defensa puede ocurrir cualquier desastre. Por eso hay Estado de Derecho, Constitución y leyes.

Por unos segundos el pabellón queda en silencio. Hasta una nueva pregunta.

-Me sigue quedando una idea inconclusa. Feinmann dice que la filosofía requiere coraje. ¿Coraje para qué? -pregunta un preso veinteañero que apunta ideas en un anotador del tamaño de la palma de su mano.

-Para salir de la caverna de Platón y enfrentarte a la realidad. La realidad dice dos cosas. Dice: vos sos tumbero, estás acá, resolvé las cosas como tumbero. Si no resolvés como tumbero, sos un cagón, sos un cagón de mierda. Y vos decís: no, tengo coraje y voy a resolver mis problemas con las herramientas que yo quiera.

Mena vuelve a intervenir. Siempre busca “bajar” a los códigos del pabellón los conceptos de Sarlo. Asegura que Sarlo “explica las cosas y habla con unos términos estructurados y burgueses”. En cambio, él es “del barro”:

-Coraje tengo que tener mañana, que me voy a proponer no estar en pedo, drogado, empastillado. Ahora depende de mí.

A veces llora. O se le llenan los ojos de lágrimas. Sarlo aguanta las lágrimas como aguantó aprietes violentos. De gente que prefiere que nada cambie, que está convencida de que lo que se hace en las cárceles es lo único que se puede hacer. Una banalidad del mal. Porque de la cárcel difícilmente se pueda salir mejor que como se entró. En el servicio penitenciario hay una idea que sobrevuela como una verdad absoluta: para hacer algo distinto de lo que existe en las cárceles se necesita mucho más dinero. Pero Sarlo invierte, sobre todo, tiempo. También entregó libros que ya leyó y tres computadoras viejas que también logró meter en el pabellón y les sirven a los presos para pasar los manuscritos a un archivo de Word. Y resmas de papel, muchas resmas, suficientes como para imprimir 2.000 ejemplares de dos antologías de cuentos infantiles, un compilado de textos filosóficos y Desde adentro, una recopilación de las miserias que varios presos vivieron en la cárcel. La mayoría de las veces que los ojos se le llenan de lágrimas es porque ve pequeños resultados después de tanto esfuerzo. Cuando ve que Mena viste las paredes del pabellón con imágenes del Che, Fidel Castro y Jesús hechas de tierra mojada. Cuando al entrar al pabellón escucha que en una celda alguien puso una pieza de Chopin. Cuando un preso se las ingenia para subir a YouTube un video de hip hop grabado en el pabellón. Cuando la vida en prisión se vuelve humana. Cuando es consciente del presente que tienen tres ex presos en libertad con los que está en contacto e hizo la presentación del libro Desde adentro en la última Feria del Libro. “Enterarme de que los hijos de Occhiuzzo tienen a su papá de ídolo es…”. No puede terminar la frase. De nuevo las lágrimas.

“Leé el del perro, pa”. Eso le pide Marina, de 7 años, a Marcelo Occhiuzzo. Los domingos, Occhiuzzo se levanta tarde. A veces porque ese día no tiene que trabajar. A veces porque se quedan a dormir Marina y Ali, su otro hijo, de 14 años, y leen hasta tarde cuentos de Horacio Quiroga. Este domingo, Occhiuzzo se levantó temprano y fue a comprar café para ofrecer como opción al mate. Nunca le hicieron una entrevista. Tampoco salió en los medios cuando asaltó una lancha de un agente de Prefectura. La primera vez que un periodista lo visita es para entender sus cuentos y cuánto le sirvió la lectura para sobrevivir a la cárcel y llegar “entero” a los 45 años. Por eso Marina le pide que lea “Perro corazón”, uno de los 33 textos que se pueden descargar de la web de la editorial del pabellón 4, donde estuvo casi cuatro años, hasta el 14 de febrero del año pasado. Apenas salió, se compró una cortadora de césped, un machete y un carrito para cargar las herramientas que necesita para trabajar de parquista en Tigre. Ahí vive. Su madre, que cada quince días se subía a un colectivo rumbo a Florencio Varela con veinte kilos de comida, le consiguió un cuarto con una cocina y un baño. Occhiuzzo dice que está vivo porque en el pabellón 4 nadie lo obligó a pelear. “No podía pelear. Estaba muy mal de la columna. Tengo una hernia de disco. Si se me caía la faca no la hubiese podido levantar. El único lugar seguro para mí era ese”. Por conveniencia, como él mismo lo reconoce, Occhiuzzo consiguió que Mena lo pidiera para su pabellón. Una vez adentro, leyó como el más aplicado, escribió casi todas las noches y llegó a corrector de la editorial, un puesto que honra en libertad al corregir los nueve relatos que conforman el libro Desde adentro. Cuando estuvo preso, Occhiuzzo tuvo un diez en conducta. Y salió un año y tres meses antes de cumplir la condena de casi seis años. “Me ilustré y tuve un impacto brillante en mi vida. Encontré respuestas”. Se disculpa con su hija porque no va a leer el cuento del perro y dice: “Escuchá esta”. Y se acomoda en una silla para leer los dos últimos párrafos de su poesía “Enorme roble otoñal”: Por mis venas transmisoras corre libre ahora / sabia verdadera y nueva, / que alimento enciclopédico y luminoso es. / Y que como agua pura de vertiente, / hace que brote renaciente y vigorosa, la raíz de mi existir. / Causa admiración tardía hoy, / que en una tumba olvidada por alguien, / bañado de luz, un enorme roble otoñal, / emergiera entre las tierras de los siglos oscuros, / que perpetuos y eternos, yacen allí. Cuando termina, Occhiuzzo está parado.

Fotos: Ignacio Sánchez / Revista Brando

* “En la cárcel: presos de cuerpo, libres de mente” obtuvo una Mención Honorífica de los Premios Rey de España.