Semana.-

En Medellín se han vuelto a dar episodios de violencia que ponen los pelos de punta. Niños que se bajan del bus en la cuadra equivocada y son asesinados. Policías que llegan a atender un lío y son recibidos a tiros. Y cobro de vacunas por cosas inverosímiles. Parece repetirse la historia de hace 30 años.`

El encargado de dar el parte de victoria fue el ministro de Defensa, Juan Carlos Pinzón. “Esta es quizás el acta de defunción, de una vez por todas, de lo que se conoció por años como la Oficina de Envigado”, dijo, en agosto pasado, luego de la captura de Erickson Vargas Cardona, alias Sebastián. Sin duda había motivos para celebrar. Era el golpe de gracia contra el aparato de crimen organizado más antiguo del país. La Oficina, que nació de la red de sicarios que Pablo Escobar creó en la década de los ochenta y con la cual el capo sembró terror en el país, con el paso de los años se había transformado en una sofisticada empresa criminal con tentáculos en la economía y en la política. El país se dio cuenta hasta qué punto había llegado la infiltración de la mafia al Estado hace un par de años cuando el director de Fiscalías de Antioquia fue capturado y un manto de duda cayó sobre el comandante de la Policía. En el bajo mundo no se movía una hoja sin el visto bueno de la Oficina.

Sebastián parecía ser la última carta de peso, visible, que quedaba en el organigrama de ese cartel. El andamiaje empezó a desmoronarse en 2008, con la extradición de su jefe máximo, don Berna. Una purga interna acabó con otro de los jefes, el empresario de fútbol Gustavo Upegui. Y el asesino de este, alias Danielito, a su vez, murió en una caneca de ácido. El que lo sucedió, Rogelio, se voló para Estados Unidos pensando que todo lo que tenía para contar a los fiscales era suficiente para que no le dieran ni un solo día de cárcel. Lo mismo hizo Yiyo. Al final solo quedaron Valenciano y Sebastián peleándose calle a calle la ciudad. Pero la Policía los capturó a ambos, al uno en noviembre pasado y al otro en agosto. Y también quedaron fuera de combate los hermanos Úsuga, en diciembre, y cayó alias Mi Sangre, hace dos semanas Ya no queda en Medellín ningún capo de quilates. Más allá que algunos jefes de comuna. Al menos por ahora.

Lo que muchos no entienden es por qué la eficacia de la Policía para acabar con esa poderosa organización criminal no se ha traducido en tranquilidad para la ciudad: los habitantes ven con perplejidad cómo se están volviendo a dar insólitos episodios de violencia. De hecho, según un reciente sondeo de la Universidad de Medellín, el 51 por ciento de la gente cree que en el último año empeoró la seguridad.

Y la realidad está plagada de casos que parecen confirmar ese temor. Hace una semana, un grupo de policías caminaba por el barrio Villatina y entró a un territorio controlado por alias Gomelo. Sus hombres arrojaron una granada a los uniformados y se desató la balacera. El saldo fue de cinco muertos (tres policías entre ellos) y la captura de Gomelo. Al día siguiente, en el barrio Kennedy, al otro extremo de Medellín, ocurrió algo similar. Un grupo de policías llegó a una fiesta. Encontraron que un muchacho tenía marihuana y, según denunciaron testigos, el trato no fue el mejor. Miembros del combo el Polvorín, que estaban en la fiesta, sacaron sus pistolas y el tiroteo dejó dos policías heridos. Y apenas dos semanas antes, una patrulla llegó a una casa en la comuna 13 para atender un herido reportado por teléfono. Pero los recibieron a bala. Y dos policías murieron.

El miedo cunde y termina siendo rentable para los combos que reparten cuentas de cobro a diestra y siniestra por concepto de seguridad. Y no son casos aislados. Al fin y al cabo, según el general Yesid Vásquez, comandante de la Policía, hay diez organizaciones ilegales conformadas por 99 combos y 5.000 hombres. En Belén, un comerciante tenía un taller que de noche era parqueadero y por eso la vacuna era doble: 500.000 pesos. En diciembre le anunciaron que desde enero le iban a subir a 700.000, él respondió que mejor cerraba y se iba de la zona y esa misma noche lo mataron, según contó a SEMANA uno de sus familiares. En Manrique, un contratista del municipio llegó para construir unas obras y le pidieron 50 millones de pesos a cambio de prestarle seguridad. Finalmente, negoció la vacuna en 35 millones de pesos. En otro lugar de Medellín, un empresario que tiene varios buses recibe cada lunes la visita de los muchachos, que le cobran 130.000 pesos por bus. Este mismo empresario tiene que pagar seis vacunas a diferentes bandas. En junio pasado, los transportadores del barrio Florencia, en límites de Medellín y Bello, suspendieron el servicio de bus porque un nuevo grupo apareció para cobrarles vacunas por 50.000 pesos. Como uno de ellos se negó, lo golpearon y le quitaron la plata y sus compañeros de ruta, que son 33 buses, decidieron parar. Y en septiembre, hicieron lo mismo los de la empresa Coopatra en la comuna 8, suspendieron el servicio después de que un compañero fue asesinado por no pagar una vacuna. La Policía tuvo que prestar ocho buses para aminorar el problema de transporte de los barrios Caicedo, Villatina y Santa Lucía.

Pero no todos los cobros por concepto de seguridad se hacen a empresarios. Hay comunas en las que todos tienen que pagar vacuna. La comuna 8 es de las más complicadas en este momento. Allá hay toques de queda desde las ocho de la noche y control a los vehículos que ingresan. Esa es la seguridad que prestan los combos, que cobran puerta a puerta 2.000 pesos semanales, dependiendo de la capacidad económica de cada quien. ¿Cuánto pueden recoger en un barrio de 15.000 casas? “Los cobros son por rubros. Está uno macro, que es el de seguridad, pero hay otros por prohibir la entrada de taxis, por seguridad nocturna y a veces llegan con recibos de rifas que hay que pagar hasta por 20.000 pesos, pero que nadie se gana”, cuenta un habitante de la agitada comuna 8. Y eso no es todo. Quien quiera llevar un visitante a su casa, debe informarlo, y esperar el visto bueno.

Lo que está en juego, el gran negocio, es el control territorial. El que logre mandar, saca provecho de la empresa criminal y afecta toda la vida de una comunidad. Hace un año, agentes de inteligencia detectaron que en varias comunas los combos estaban controlando hasta el comercio de arepas, huevos, pollo y leche. Y cuando lo expusieron en un consejo de seguridad, los miraron con la ceja levantada y una sonrisa de incredulidad. No les creyeron.

Hasta la infraestructura que ha construido el Estado es objeto de negocio. En una cancha en Aranjuez, cuando iba a empezar un partido de fútbol hace unas semanas, llegaron dos muchachos en moto y pidieron que les pagaran 40.000 pesos por concepto de seguridad. Como los pelados no tenían plata, suspendieron el encuentro y la cancha se quedó vacía. “En la comuna 6 se presenta con frecuencia esta situación. A pesar de que las canchas son públicas, ahí se mantienen jóvenes que cobran para dejar a los otros jugar. Las canchas están vacías y lo que se está formando al lado son plazas de vicio”, cuenta un líder. Pero no todo el control es por la plata. En Belén los combos no cobran por usar las canchas, pero sí vigilan el comportamiento de los jugadores. Si pelean o llegan a tratar mal a un árbitro, “les dan una pela miedosa”, cuenta una habitante.

En la lógica de control territorial de los combos, cualquiera que llegue de un barrio vecino es sospechoso. Por eso los barrios de Medellín tienen límites que se conocen como fronteras invisibles. El que cruce, puede morir. Y no es exagerado. En la comuna 16 cada año se hacen olimpiadas con jóvenes de todos los barrios. Pero este año, ninguno quiso ir a jugar a Buenavista por miedo a pasar el límite.

El temor se repite en otras comunas donde los chicos no pueden ir a la escuela ni a las bibliotecas porque el paso por ciertas calles está restringido. Hace dos semanas, el joven Cristian Doria, de 15 años, iba en bus para su casa, pero se quedó dormido y fue a dar al barrio vecino. Allá lo cogieron los muchachos de un combo, llamaron a su tía y cuando la tenían en la línea, le dispararon al muchacho y ella escuchó los tiros por el teléfono. El cadáver lo hallaron con señales de tortura. Si bien la deserción escolar no muestra indicadores extremos (3,8 por ciento) lo que sí es cierto es que centenares de jóvenes no pueden llegar a sus colegios porque les tienen prohibido cruzar por las fronteras invisibles. La lógica es de una crueldad simple. Si el muchacho cruza determinada zona, corre el riesgo de morir. Y si para llegar al colegio tiene que pasar por allí, pues simplemente deja de asistir a clases. La situación es tan difícil, que el municipio tuvo que crear un programa de rutas seguras, para recoger a los niños en buses de la Secretaría de Educación y llevarlos hasta sus colegios. Para comienzos de este año había 370 estudiantes en ese programa en 12 colegios. Solo uno de estos, el Horacio Muñoz, tiene 200 beneficiarios y otro, llamado Las Flores, en San Cristóbal, 80.

Lo de las fronteras invisibles también ha servido como hipótesis para explicar episodios dantescos como cuatro cadáveres de jóvenes que aparecieron descuartizados. A dos se los llevaron la noche del sábado 29 de septiembre de una cancha del barrio La Libertad, en la comuna 8, y horas más tarde aparecieron degollados a dos cuadras de allí. Y los cuerpos de los otros dos, también fueron encontrados ese mismo día, en el barrio Villa Lilliam. En teoría, cruzaron por donde no debían.

Y ni los artistas se salvan. El pasado 30 de octubre, mataron al rapero Elider Varela, el Duke. Al día siguiente, sus compañeros hicieron un plantón en el barrio El Salado, de la comuna 13 y, como homenaje, subieron a internet el video de la canción Furia de las pandillas, donde describen lo que le toca vivir a un muchacho metido en la guerra. Eso lo tomaron los combos como un desafío, los amenazaron a todos y estos decidieron huir. Se ubicaron en una finca en las afueras de Medellín a la espera de que la tensión mermara para poder regresar. A los pocos días empezaron a volver a sus casas. El viernes en la noche, al cierre de esta edición, mataron a Robert Steven Barrera, de 17 años, le decían Garra y estudiaba en la escuela de hip hop de Kolacho.

Lo más paradójico es que la cruda realidad no se ve reflejada en los indicadores. Según el alcalde Aníbal Gaviria, “Medellín es la capital con mayor reducción de homicidios este año”. En lo que va de 2012 los homicidios han caído 30 por ciento comparado con el mismo periodo de 2011. Y la tendencia en los últimos años ha sido a la baja. Mientras en 2009 se presentaron en Medellín 2.186 homicidios, 2011 cerró con 1.651 y este año hasta el 7 de noviembre se habían presentado 1.064 homicidios. Si esas cifras se comparan con la mortal época de Pablo Escobar, cuando se presentaron 6.349 homicidios solo en 1991, da para pensar que algo de verdad ha cambiado.

Hay algunos escépticos que tienen otra explicación. Según estos, el que los homicidios disminuyan no significa que la delincuencia esté perdiendo terreno, sino que por el contrario puede ser el resultado de la presencia de bandas poderosas que obligan a la calma. Sin embargo, esta explicación, luego de los impresionantes golpes de la fuerza pública contra las cabezas de la mafia, es simplista.

Medellín está viviendo un momento de quiebre en lo que se refiere a la historia de su mundo criminal. En los últimos 30 años a esta ciudad le ha tocado vivir los peores capítulos de violencia: el más fiero cartel de la coca convirtió a la ciudad en su sede, milicias de todas las guerrillas se tomaron barrios como propios y las dos más poderosas facciones de los paramilitares se trenzaron en una de las más sangrientas confrontaciones.

El más reciente capítulo de la violencia, el de la Oficina de Envigado, parece haber llegado a su fin. El esquema operaba como una confederación de combos. La Oficina se encargaba de darle una especie de franquicia a un jefe de banda para operar en cada zona de la ciudad. El jefe, con su propio ejército, saca todo tipo de utilidades ilegales: cobros por seguridad, ganancias de las máquinas tragamonedas que obligan a los tenderos a poner en sus establecimientos, el manejo de las ollas y el comercio de drogas. Las ganancias se partían con la Oficina 60-40. Y la Oficina, a su vez, le garantiza al combo armas amparadas y abogados.

¿Ahora sin capo de capos en la Oficina de Envigado qué ocurre? En teoría, la falta de un alto mando del bajo mundo de toda la ciudad, ha hecho que se recrudezcan las peleas territoriales. Cada capito local pelea, a sangre y fuego, el dominio de su zona. Mientras tanto, los Urabeños, la banda que busca apropiarse del negocio ilegal en todo el país, está tratando de someter o conquistar a estos jefes de barrio.

Por ahora, lo que llama poderosamente la atención, es que la violencia que se está viviendo tiende a parecerse a la del origen, a principios de los años ochenta cuando cada combo armaba caos en su barrio, los jefes no le rendían cuentas a nadie, vacunaban hasta a las más viejitas, los muchachos no se podían mover de un barrio a otro y se hablaba también de muros y fronteras invisibles.

El camino que tome Medellín puede ser definitivo para su futuro. Por un lado, el aparato criminal que se consolidó, logró hacer de la ilegalidad una industria. Y por eso, puede tenderse a pensar que, con sus redes intactas, solo sería cuestión de tiempo para que se dé un relevo: a capo muerto capo puesto.

Pero también, este quiebre puede convertirse en una oportunidad histórica. La fuerza pública por primera vez puede mostrar que derrotó a la mafia. El narcotráfico está mutando y Medellín ya no es el epicentro del negocio. La inversión social, que ha transformado la cara de los sectores más pobres, es un ejemplo de mostrar para otras ciudades del mundo. Y, sin duda, se han cortado muchos de los tentáculos de la ilegalidad en el Estado. Aunque parezca un mal momento, puede ser también el mejor para que en un plan de choque, la Fiscalía, la Policía y el gobierno, le den a Medellín el timonazo definitivo.