Las madres sean unidas
Por María Eugenia Ludueña – Hecho en Buenos Aires.-*
Pasta. Pasta base. Bazuca. Angustia. Pasturri. Mono. Marciano. Paco. Sin embargo, estas señoras eligieron no escribir la palabrita «paco» en la tela celeste y blanca que las identifica. Las letras negras pintadas en la enorme bandera que ahora pasean por marchas y encuentros dice «Madres en Lucha», así, a secas. Y acá están ellas, las mujeres que se unieron para luchar contra mucho más que una palabra. Saquen la cuenta: en los últimos 3 años el consumo de paco o pasta base de cocaína (PBC) aumentó 500%, según un informe de la Federación Argentina para la Prevención y el Tratamiento del Abuso de Drogas (FONGA), que reúne a más de 40 ONGs dedicadas a la prevención y tratamiento de adicciones.
Y ya no es un secreto que en las barriadas existen varias bocas de expendio por cuadra aunque muchos no quieran verlo ni admitirlo. El producto se hace con lo que sobra de las cocinas de cocaína, a la que se le mezcla kerosene, harina, talco y hasta los vidrios de los tubos fluorescentes. Es una droga muy barata y accesible, es altamente nociva, destruye sin piedad y tiene su propio mercado: chicos y jóvenes que viven en la pobreza.
Alberto Calabrese, del Fondo de Ayuda Toxicológica (FAT) y profesor de la UBA, asegura que «uno de los riesgos es la hiperexcitación que puede derivar en riesgos de paro cardíaco, y la alta toxicidad, porque está mezclada con solventes y hasta con vidrios».
Para comercializarla no hace falta más que una puerta. A veces —dicen las mamás— es un cyber, un kiosquito, o un papel en un pasillo, ni tan oscuro ni tan laberíntico, que anuncia se vende.
Mamás comunitarias
Ellas ahora están sentadas en una mesa larga en el primer piso del comedor Los Pibes en La Boca, donde funciona una unidad de producción social. Para llegar al primer piso donde las Madres entibian la tarde helada de invierno con mate y varias capas de abrigo, uno va descubriendo chicos cantando canciones de María Elena Walsh en un salón o dibujando en otro, o mujeres detrás del mostrador desde el que se venden productos de cooperativas e iniciativas de la economía social.
Las madres reunidas para hablar con HBA se dicen entre sí «compañeras», y hacen circular una cremona, de la que van pellizcando muy lentamente todas. Han venido Marta Gómez, la presidenta de Madres en Lucha, Sandra Espinoza, Betty Quintana, Luz Piriz y Marta Siles. Han llegado de diferentes barrios: de La Boca, de Pompeya, de Lugano, de la Villa 31.
‘Hola compañera. ¿Qué quiere saber?, encara Marta Gómez. Ninguna necesita mirar los afiches que brindan información: hay uno que explica que el paco se fuma mezclado con tabaco o con marihuana, que también se consume en pipas o en antenas de televisión ahuecadas con virulana de acero y en latas con cenizas. Ellas saben eso y también saben quién vende y cuánto vale la dosis a cada hora del día: «depende de cómo venga el pibe». A veces el paco se paga con zapatillas, ropa, un DNI, lo que haya en la casa para cambiar. Esas cosas que ellas mismas después encuentran en los mercados de usados.
La cosa material la podés reponer, pero a los chicos ¿quién los salva?, dispara una.
Maria Eugenia Ludueña: ¿Es adrede la falta de alusión al «paco» en el nombre de la organización, siendo que son conocidas como las madres que luchan contra esta droga?
Marta Gómez: Sí, porque el paco es una de las cosas contra las que luchamos, pero la lucha es contra la exclusión. Lo que mata no es [sólo] el paco en sí mismo; es la exclusión, la falta de un proyecto de vida. El paco es una droga de exterminio, los chicos que consumen se quedan sin futuro. Se quedan afuera de todo.
Martas, Sandras y Bettys
Marta tiene tres hijos. «El mayor de 28, mi hija de 26 y el más chiquito, con ‘el problema’, de 24. Vivimos acá en La Boca, soy viuda hace 10 años. Me tocó ser mamá y papá. Un día me encontré con esto y tuve que empezar a encararlo. Uno va viendo el desmejoramiento del que consume. A medida que pasa el tiempo se notan más las secuelas. Los chicos se vuelven agresivos. Pierden peso. Una se da cuenta de que algo no es normal, algo pasa. Empezás a indagar. A ver cómo te acercás a tu hijo para saber. Es un trabajo de telaraña: por ahí conseguís que te cuente y por ahí no. Yo estaba al tanto del problema porque era una realidad del barrio y la cosa se veía cada día peor».
Marta sabía que no era la única. En el comedor Los Pibes había conocido a otras Martas, Sandras y Bettys que contaban lo mismo. Hijos, sobrinos, amigos de los hijos, vecinos, pibitos que habían visto crecer desde chiquitos y de repente se convertían en fantasmas. «Desde el Comedor empezamos a meternos en la problemática y el territorio. Venía gente a decirnos: en la placita se están juntando los pibes a hacer tal cosa. El tema dejó de pasar por el hijo de cada una y empezó a pasar por los pibes. Los pibes se te están muriendo. Viene el amigo de tu hijo y te dice: mirá, fulano está en el hospital, así, en las últimas.
«El paco es tan adictivo que te podés fumar hasta 200 por día», dice Marta. Y cuenta que su hijo le puso voluntad, «hizo las cosas que tenía que hacer y después de diez meses de tratamiento está bien».
Luz es una de esa otras madres que se unió a Marta. Vive en Pompeya y dice que en su barrio, «a veces delante de la Iglesia, o ahí nomás, a dos o tres cuadras, ves grupitos de siete o seis pibes que se juntan a fumar. Yo he intentado hablar con ellos. Lo hice por un compromiso como ciudadana, pero es muy problemático. Me acerqué y el pibe me dijo: ‘si yo fumo paco, ¿a quién le importa? ¿quién me va a hacer algo? si nadie me va a ayudar, como mucho me ponen en tratamiento, después me voy, y adónde me voy?’ Lo que faltan son espacios de contención», asegura Luz.
En ese sentido, Calabrese de FAT, dice: «el adicto piensa que la droga en si misma lo completa, le llena sus carencias y su falta de horizonte. El adicto piensa que existe un desinterés hacia su persona, por eso es tan extendida entre los sectores bajos».
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