Por Daniela Rea – Nuestra Aparente Rendición

No fueron los cadáveres agujerados por balas, anónimos y amontonados en las frías planchas del forense lo que me trajo a Michoacán, uno de los estados más violentos por los combates entre fuerzas policiales y narcotraficantes.

Tampoco fueron las cabezas humanas colgadas en las entradas de los poblados como un trofeo, o clavadas en las cruces de la carretera para marcar un territorio, o aventadas por montón en medio de una pista de baile de un bar como muestra de un mensaje de la “justicia divina”.

No llegué a Michoacán persiguiendo las historias de tortura de policías, militares o narcotraficantes. No fueron tampoco los sembradíos de marihuana o amapola, ni los narcolaboratorios de metanfetaminas levantados de la noche a la mañana en medio de un pastizal.

Era el año 2007 y llegue a Michoacán atraída por un juego de niños.

Más específico, a Apatzingán, el poblado conocido como la entrada a “tierra caliente” por su clima cálido que da suculentos cítricos y madura prematuramente a las mujeres, pero que últimamente hace más honor a su nombre por la cosecha de cabezas y ejecutados.

La “guerra contra el narcotráfico” declarada por el Presidente Felipe Calderón había derivado en un juego de niños tan inocente, como peligroso. Un juego en el que los adolescentes, en su sueño de ser sicarios, surcaban el poblado a bordo de camionetas último modelo, cerraban calles y disparaban a la gente con pistolas y balas de juguete.

Un juego que en menos de dos años ya no iba a ser sólo eso.

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Cuando Felipe Calderón llegó a la Presidencia en el 2006 recibió de su antecesor Vicente Fox un País en el que la violencia del crimen organizado comenzaba a resurgir en los discursos oficiales y periódicos. Se hablaba de que los narcotraficantes se disputaban el País y en medio quedaba la sociedad y el Estado. Un escenario indeseable para cualquier gobernante, pero también perfecto para que

Calderón justificara la presencia del Ejército en las calles para legitimarse luego de unas cuestionadas elecciones donde obtuvo apenas 0.56 puntos sobre Andrés Manuel López Obrador.

En ese año tres personas morían ejecutadas por día, en una guerra confusa donde los militares son enemigos de los policías y éstos de otros policías y de narcotraficantes que a su vez son enemigos de otra banda de narcotraficantes y éstos de los militares. Una “guerra” en donde la línea que divide a los enemigos es tan débil que parecieran ser un perro aturdido persiguiendo su propia cola.

Para el segundo año de gobierno de Felipe Calderón la cifra de ejecuciones se duplicó. Las noticias de muertos se convirtieron en pan de todos los días y los estilos de asesinato se diversificaron para demostrar que el terror estaba aquí y por mucho tiempo: ejecutados con tiro de gracia, encobijados, entambados, decapitados, asfixiados…hasta desintegrados en ácido de los que quedaban sólo los dientes. Y en algunos estados como Michoacán, Sonora, Chihuahua o Baja California los muertos se daban a la vuelta de la esquina, a la salida de la escuela.

Así ocurrió a inicios de mayo del 2007. Los alumnos de una escuela secundaria de Apatzingán estaban en clase cuando los disparos comenzaron a escucharse al otro lado del muro. Primero fueron unos cuantos y después se desencadenaron tantos, que más bien parecía una máquina taladrando la pared. Así durante una hora y media hasta que dos explosiones de granada trajeron el silencio, recuerda Daniel Medina que esa mañana calurosa estaba agazapado bajo su butaca. Tenía entonces 13 años.

Cuando salieron de la escuela los alumnos, con todo y mochila, corrieron a ver el campo de batalla: una casa y tres automóviles calcinados, agujeros de balas en las paredes vecinas, cuatro cuerpos destrozados a mitad de la calle y los militares en su tanqueta de guerra resguardando la zona. Fue la primera vez que los vio tan cerca.

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Cuando lo conocí Daniel Medina era un niño de manos regordetas con las que cargaba su pistola AK-47 de juguete. Por las tardes, al salir de la escuela, se iba con sus amigos a jugar a los sicarios. A bordo de sus camionetas último modelo –Apatzingán es una ciudad con alto índice económico por la siembra de cítricos, el comercio y el dinero del narco. Aquí es más o menos normal que niños de 13 años en adelante anden a bordo de carros y camionetas-, cerraban las calles y simulaban tiroteos.

Comenzaron por dispararse balas de plástico entre ellos, pero se aburrieron. Luego les dieron a los perros, pero tampoco fue suficiente. Entonces apuntaron a los homosexuales y policías quienes detuvieron a 4 adolescentes de 14 años por los juegos bélicos. Muchos civiles eran “heridos” en el fuego cruzado, como una señora que recibió un impacto de bala de juguete en el seno derecho. Terminó postrada en su cama con radiografías y tomando antiinflamatorios.

Era a mediados del2007 y entonces todo parecía un juego. Por esas fechas las maestras de un kínder de Monclova recibieron una sorpresa al llegar al salón de clases: lo encontraron destrozado y con un letrero escrito en la pared con letras rojas que decía “Somos los setas (sic) robamos un niño, dénos 5 mil (pesos) o no lo regresamos”. La policía de la ciudad determinó que los autores fueron niños de entre 7 y 8 años quienes actuaron imitando las acciones de los sicarios y narcotraficantes, los “nuevos héroes infantiles”.

Todo parecía un juego. Como el video que apareció en la página de internet youtube de unos niños simulando una ejecución con tiro de gracia, al mero estilo de los narcotraficantes. Eran dos menores de 8 y 10 años de edad amarrados y con el rostro amoratado, herido, sangrante, efectos de maquillaje.

Los juegos seguían multiplicándose por todo el País, como el que ocurrió meses después en el centro del territorio. La policía de Aguascalientes recibió una llamada de emergencia alertando sobre un secuestro. Se movilizaron 15 patrullas y detectaron la camioneta sospechosa. A bordo iban 5 adolescentes, uno de ellos esposado. Los chicos, de entre 13 y 18 años, confesaron que era una broma y que las esposas eran del papá de uno de ellos, también policía. Fueron sancionados con una multa de 500 pesos cada uno por disturbios en la vía pública.

En Apatzingán, uno de los niños que jugaba con pistolas de plástico, José Adrián de 10 años, nos contó algo que dejaba ver cómo ese inocente juego de ser sicarios y disparar a la gente en la calle iba camino a algo peligroso.

“Rodrigo me acaba de decir que trabajando para los narcos podría ganar 7 mil pesos (alrededor de 550 dólares) a la semana. Pero me dijo que para eso tenía que tener sangre azul para que no me importen las personas. Él me preguntó que si yo llegaría a matar, y me quedé pensando, y le dije sí, y me dijo: ‘tú no sirves para eso, porque lo pensaste mucho'”. Se escuchaba triste, como si lo hubieran sacado del equipo escolar de futbol. Entonces todo parecía un juego.

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Cuando era niña jugaba con mi hermano a los vaqueros y los soldados. Teníamos pistolas de juguete y nunca faltaba el palo de escoba o la tapa del basurero para convertirlos en nuestra espada y escudo. Casi todos imaginamos en algún momento estar en un campo de batalla, recreamos los sonidos de las balas o el blandir de las espadas, simulamos caer abatidos sobre la calle aguantando la respiración y con la lengua de fuera. Recuerdo que siempre, indudablemente, ganaba el bien sobre el mal.

¿Por qué alarmarme de ver a los niños y adolescentes de Apatzingán jugando con pistolas de juguetes a los sicarios? Quizá lo único que había cambiado entre su infancia y la mía era el nombre de los grupos combatientes, si antes eran vaqueros, ahora narcotraficantes; si antes nuestros héroes eran el Llanero Solitario, ahora lo eran los sicarios o los “zetas”. Eso y que nosotros a su edad no teníamos autos o camionetas para conducir.

El escritor Juan Villoro me explicó que en la tradición literaria los héroes son los seres que con ayuda de los dioses o poderes sobrenaturales vencen al mal. Pero en un medio sin educación, sin brújula, marcado por la desigualdad, el héroe es quien tiene el poder de someter al otro. “No sabemos dónde está el enemigo, y no sabemos quiénes son los verdaderos aliados”, dijo.

En un País donde la mitad de la población es pobre, donde en el último año cada hora 57 personas han perdido su empleo, donde 8 de cada 10 de los niños salen de la escuela sin comprender lo que leen -según evaluaciones internacionales- y las familias se desintegran por la violencia y presión económica, se incrementa la posibilidad de que los juegos bélicos de los niños terminen por convertirse en realidad, advertía el especialista en infancia Gerardo Sauri Suárez.

A esto se suma la estrategia de la delincuencia organizada de “apoyar” a la comunidad con obra pública, útiles escolares o despensas para fortalecer su tejido social –como no lo ha hecho el gobierno- y para “acarrearlos” a las marchas contra la presencia del Ejército. Así ocurrió en el estado más industrializado y con uno de los niveles de desarrollo más altos del País, Nuevo León, pero rodeado de cinturones de miseria donde viven los foráneos que dejaron atrás sus sembradíos y llegaron a ofrecer sus manos para construir la ciudad de los empresarios. “El uso de juegos e instrumentos bélicos no merecería atención si no fuera porque vivimos en un contexto que posibilita que estos juegos, una especie de cursos propedéuticos, se transformen en acciones reales”, disparaba Sauri en entrevista para este trabajo.

Los niños y adolescentes formaron parte de esta “guerra” ajena desde su inicio. Aparecieron en los comerciales oficiales hechos para justificar la presencia del Ejército en las calles. En uno de ellos, una familia ve en la televisión escenas de enfrentamientos entre militares y narcotraficantes, el narrador reconoce los índices de violencia, pero dice que son necesarios “para que la droga no llegue a tus hijos”. En el marco de este enfrentamiento, el mismo Presidente vistió a sus hijos de 4 y 8 años con uniformes del Ejército para el desfile del 16 de septiembre, en el 2007.

Stefano Fumarulo, miembro de la Fundación Giovani y Francesca Falcone de Palermo, consideraba estos hechos una especie de “progapanga de guerra” para legitimar al gobierno. “Como en la propaganda de guerra, se usa un argumento que apela a los sentimientos de la sociedad, que no está sustentado en información y que casi siempre no es más que la urgencia de un gobierno por legitimarse”, escribió desde Italia.

En alguna plática informal a mediados del 2007 mientras esperaba el inicio de un evento oficial sobre el programa Escuela Segura, el entonces subsecretario de Prevención, Vinculación y Derechos Humanos de la SSP, Monte Alejandro Rubido García, dijo que si los narcotraficantes utilizaban a los niños para difundir su “guerra” (como ocurrió en Michoacán, cuando niños repartieron volantes de La Familia) no había inconveniente porque el Estado justificara con ellos “la guerra frontal” contra el crimen organizado.

A finales del 2008 en Santiago Papasquiaro, en Durango, el alcalde Manuel Rivera impuso toque de queda a los menores de 16 años. No podían estar en la calle después de las 11 de la noche. Según explicó, era para protegerlos de juegos violentos. Atinó a aclarar que ya no jugaban a “policías y ladrones”, sino a los “zetas”. “Ya nadie quiere ser policía”, dijo a los medios para explicar la política de “seguridad”.

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Habían pasado dos años cuando volví a Apatzingán, eran mediados del 2009. En las calles ya no había niños jugando a los sicarios. Encontré adultos y jóvenes pidiendo limosna o limpiando parabrisas de los automóviles. Decían que habían llegado a la ciudad porque sus tierras ya no producían, otros perdieron el trabajo en la oleada de crisis económica mundial. Un funcionario del gobierno estatal en la región rumoraba que habían llegado aquí por el desajuste en la producción de droga que había provocado la incursión militar. Esos hombres, según explicaba, cultivaban o cuidaban los sembradíos de marihuana.

Daniel Medina, ese niño que disparaba a la gente en la calle con su pistola de juguete, tiene ahora 15 años. Cuenta que dejó de ver a algunos de sus compañeros de “batalla”, uno de ellos está entrenándose como “informante”, así les dicen a los muchachos vigías de los narcotraficantes. Los niños son sus ojos en las esquinas de la ciudad, sus oídos para cosechar los pensamientos de quien por ahí cruza. Hasta ahora, dice, no sabe de alguno que se haya convertido en un sicario de verdad. Tampoco quiere saberlo.

Desde inicios del 2009 las noticias protagonizadas por adolescentes como miembros de las bandas del crimen organizado comenzaron a publicarse en los periódicos. Las autoridades estaban más ocupadas en contar detenidos y decomisos y los periódicos en contar muertos que el momento en que esta “guerra” dejó de ser un juego para los adolescentes pasó desapercibido.

Está, por ejemplo, el caso de los “tres niños Zeta” de 13, 14 y 16 años, originarios de Nuevo Laredo, Tamaulipas, detenidos en plena primavera del 2009 por presuntamente pertenecer a una banda de secuestradores. Según la autoridad conseguían información de futuras víctimas. En la fotografía publicada en los diarios cuando se dio a conocer la noticia uno de los menores está esposado por detrás y es escoltado por tres policías vestidos de “robocop” con todo y metralleta. El menor mira de frente y aprieta los dientes. Sus ojos son una mezcla de miedo y coraje.

O el caso de dos muchachas menores de edad acusadas de pertenecer a una banda de secuestradores, cuyo líder apenas tenía 20 años. Dicen que operaban en los parques donde los enamorados iban a besarse debajo de un árbol, saliendo de la escuela.

O el de los tres adolescentes de 13, 16 y 17 años detenidos en Apatzingán, el mismo poblado donde jugaba con sus pistolas de plástico Daniel Medina. Según la policía los menores resguardaban un punto de alerta para el acceso de vehículos a la zona, portaban 4 fusiles AK-47, tres pistolas .38, una más .45 de balas expansivas que pueden penetrar blindajes. Las armas ya no eran un juego de niños.

En el norte del País es bien sabido que los adolescentes de 13 años son obligados por los cárteles a trabajar para ellos. La mayoría empieza como “halcón” o “águila”, avisando cuando se acerca la policía.

La violencia ha caducado palabras como “ingenuidad”, “ignorancia” o “inocencia”, con las que crecimos en generaciones anteriores, me explicaba el escritor Ricardo Chávez Castañeda, cuando hablábamos sobre cómo la “guerra” contra el narcotráfico había impactado en los adolescentes.

“La violencia es el México que les ha tocado vivir y la supervivencia suele llevarse mal con esas palabras”, decía.

Según información de la Secretaría de Seguridad Pública de 2006 a mediados del 2009 alrededor de 160 menores de edad fueron detenidos por presuntamente formar parte del crimen organizado. Otra información publicada por el diario La Jornada, en abril de este año, señala que desde que Felipe Calderón llegó a la Presidencia 610 niños y adolescentes habían muerto en la “guerra” contra el narcotráfico. Unos, miembros de las bandas delictivas; otros, víctimas de fuego cruzado, como Graciela Rojas que esperaba a sus padres afuera de la escuela cuando la alcanzó una bala que iba destinada a un sicario, o como Cristóbal Camacho, de 16 años, que tuvo la mala suerte de llevar su camioneta al taller mecánico el mismo día que unos narcotraficantes ejecutaron su venganza en el lugar. O los tres menores que murieron acribillados en su carro, esperando que el semáforo se pusiera en verde.

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Los niños en México ya no quieren ser bomberos, astronautas o presidentes, como cuando nosotros teníamos su edad. No creen en la escuela porque sus mismos padres profesionistas no tienen empleo. Y en la tele lo que vale son las “hummer” y las armas. Son los niños invisibles a la “guerra” de Felipe Calderón, como los llama Elena Azaola, especialista en infancia y violencia. Invisibles son también sus familias despedazadas o los huérfanos hijos de policías o narcotraficantes “Están creciendo y en el proceso unos, muy pocos, aprenden a sortear balas, otros quedan entre ellas, sin verdad ni justicia”, explicaba la doctora.

Elías, de 15 años, quedó varado entre balas la primera mañana del 2009, cuando ejecutaron a su padre, un policía de Michoacán. Ese día, cuando salió de casa, no se despidieron. El hombre se fue molesto porque había descubierto a su hijo de secundaria probando el cigarro. Iba en su motocicleta cuando le dispararon. En la corporación policial le ofrecieron un empleo a la viuda, pero no pudieron darle la verdad sobre la muerte de su esposo.

La mañana que conocí a Elías visitamos el panteón donde están los restos de su padre. Mientras la mamá hablaba de lo vacía que se siente sin él a su lado, Elías caminaba en círculos como un animalito enjaulado. Se rascaba la cabeza, miraba al cielo, pateaba el piso. De pronto se soltó en llanto y pidió que nos fuéramos de ahí.

“No puedo aguantar la muerte de mi papá. Siento que está en un viaje y que va a regresar. Pero cuando vengo al panteón veo que me equivoco. Ya se fue, ya está tres metros bajo tierra y eso me lastima mucho porque ya no siento a mi papá”, dijo en el camino de regreso. Pero tampoco puede estar mucho tiempo en casa, porque cada cosa le recuerda a su papá: la sala de madera que él escogió, el cuadro de caballos que él compró, el color de la cocina que él pintó.

Después de la muerte de su padre Elías estuvo internado en el hospital casi un mes. La noticia le disparó la bipolaridad a este adolescente de voz dulce y mirada escurridiza. En un momento de calma, nos contó que en sus sueños se reconcilia con él y le da el abrazo que no pudo darle aquella mañana cuando se fue molesto a trabajar. Uno de esos sueños ocurrió en el hospital. Lo soñó llegando a casa con su uniforme de policía, lo escuchó quitarse las botas como solía hacerlo, y gritar “ya llegué canijos”. En su sueño

Elías corrió a abrazarlo, pero no se atrevió a decirle que estaba muerto.

Otra cosa que no le dijo Elías en el sueño, es que va a vengar su muerte. Eso, o matarse él.

“Hubo una noche que se salió de la casa y no lo encontramos varios días, el miedo que tenía yo era que también a él me lo quitaran, porque decía que iba a vengarse”, contó la mamá.

Con asesoría de la sicóloga, le dijo a Elías que la policía había atrapado al asesino y que en prisión alguien lo ejecutó “por justicia divina”. Ella no sabe si Elías lo creyó. Teme que en el fondo siga esperando el momento para vengarse. Aunque no sepa de quién.

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