Por David Espino – Para Cosecha Roja.

Juan entró a la parcela que es como la palma de su mano y se dio cuenta de que algunas piedras no estaban en el lugar de siempre. No hizo caso. Un animal, un armadillo acaso, pensó. Pero ayer llovió y hoy la tierra exhala mal aliento. La halitosis de un hombre pudriéndose en sus adentros. Este sábado al mediodía Juan escarba con el azadón hacia donde le indica el olfato. Descubre una pierna. Corre al pueblo a contarle al comisario.
En el Servicio Médico Forense un policía adormilado no hace más que espantar a decenas de moscas. Rondan el escritorio, las sillas. Se posan en las ventanas, en un fetiche religioso que está en la sala de espera, incluso en las 20 fotografías con referencias particulares de desparecidos colgadas de un caucho en las oficinas administrativas. Dos floreros sin flores y dos candelabros sin velas también son acechados.
Moscas por todos lados. Unas demasiado grandes. Prehistóricas. Caen en instantes. ¡Zas!, ¡zas!, el guardia tira franelazos. No se sabe de dónde salen, pero están aquí porque éste es un lugar de muertos. El lugar donde su prole parásita no podría estar más cómoda. Segura de sobrevivir.
Afuera de la morgue hay una carroza estacionada. El conductor hace una siesta del lado del copiloto. Lo despierta su compañero que aparca rápido y baja del vehículo a los gritos.
–¿Qué onda, mi poli? –dice tan pronto pisa el suelo, mientras el policía ya calienta sus tortillas en una parrilla eléctrica.
Entonces suena el teléfono. Avisan del cadáver. Son casi las 2:00 de la tarde.
Dos técnicos forenses y una perito de la Procuraduría General de Justicia del Estado de Guerrero parten hasta El Rincón, un pueblito metido en la parte serrana de Tierra Colorada. Tras dos horas de camino por la vía federal, más un trayecto rural, los recibe el comisario. Les presenta a Juan.
Caminan hacia las afueras del pueblo con la camilla en las manos. Es un tramo largo de sol quemante. Cruzan varias milpas ya cosechadas y un arroyo. Los chicurros salen en parvadas espantados por los pasos extraños. Terminan de desenterrar el cuerpo con el calor encima y sin la ayuda de nadie.
Cuatro horas más tarde regresan. Arturo Montero, el médico forense de guardia -el Doc-  ya está allí, pero las carrozas de las funerarias no. Posiblemente supieron de qué se trataba. Y no hay negocio posible con un cuerpo no identificado.
–¡Esa tardanza, muchachos! –los recibe el Doc. Los técnicos dan los pormenores del rescate con tal exactitud que bien podría ser el informe oficial de la perito ante el Ministerio Público para abrir la investigación. Si es que la hay.
Los dos tienen los zapatos tenis llenos de lodo. Quique es moreno, regordete y de anteojos, tiene algunas salpicaduras de barro en las micas. Fer, con calvicie blanca prematura, parece tener cuerpo atlético hasta que al cambiarse para entrar a la morgue muestra la barriga.
Antes de empezar el trabajo toman dos fotos del instrumental. El olor a carne descompuesta es cada vez más intenso. Un refrigerador grande, plateado, brillante, con pequeñas ventanillas también de acero inoxidable, de alto y ancho como toda la pared está en el fondo. En la parte superior derecha, en números rojos, pequeños como los de un reloj de pulso, se lee: 9º.
–Ahí hay 50 –dice el Doc.
Pero lo dice con tal estoicismo que de pronto se piensa: ¿50 qué? Hasta que se cae en la cuenta que no puede ser otra cosa más que 50 cadáveres.
–La violencia del narco nos vino a cambiar la vida y el trabajo.

***

En 1998 cuando Arturo Montero se inició como forense –especialidad que aprendió en la práctica porque él es médico anestesiólogo– hacía autopsias a atropellados, a algún anciano partido en dos por el autobus. Nada más.
–Era muy raro encontrar un cadáver en descomposición o enterrado –dice muy expresivo, con hábitos de conversador bien aprendidos en los dos hospitales públicos donde trabaja hace 20 años.
Todo cambió a partir de la madrugada del 21 de diciembre de 2008. Un escalofrío le recorrió el cuerpo cuando recibió aquella llamada:
–Véngase mi Doc porque tenemos 13 muertitos.
–¡Cabrón! –dijo, espontáneo–. ¿Qué, se estampó un autobús?”.
–No. Son decapitados. Y entre ellos hay ocho militares y Simón Wences Martínez.
Wences Martínez había sido director de Seguridad Pública en la ciudad de Chilpancingo. El Doc supo que la cosa se había salido de control. El Servicio médico forense estaba lleno de soldados con tanquetas y hummers y helicópteros sobrevolando.
–Las caras eran de terror- recuerda el médico.
–¿Las de ustedes?
–¡No! De los muertos. Eran expresiones terribles que jamás había visto en mi vida. Fue más horrible de lo que uno podría imaginar. Ellos, con aquellos gestos de ahogados, aferrados al último respiro que nunca llegó en cuanto les cortaron las carótidas de un tajo.
El Doc emula los gestos que vio: los ojos desorbitados, de espanto; la boca bien abierta a punto del grito; el ceño fruncido entre el sollozo y la rabia. Muestra con sus manos el lugar exacto donde está esa vena que sube del corazón al cuello y luego a la cabeza. “Sale de la aorta –dice y se toca el pecho– y sube una arteria carótida en cada lado. Cuando ambas han sido cortadas la sangre brota a borbotones”. La vida se va en instantes.
–Fue una experiencia macabra. Pensé que era lo más horrible que veríamos. No. Después se vinieron todos los destazados. Nos han llegado cuerpos cortados hasta en 14 partes. Seis de ambos brazos, seis de ambas piernas, el tronco, y la cabeza: 14. O hasta en 15 y 16 cuando también les cortan los testículos o la lengua.

***

Toma su maletín y otra pequeña maleta donde lleva una cámara fotográfica. Abre el locker, saca dos bolsas con uniformes azules desechables. Gorro, cubre boca, camisola, pantalón, botas.
–Póngasela –dice–. Si no, cuando vaya por la calle los perros se lo van a querer comer.
Y sí.
El olor es tan intenso que toda la ropa termina impregnada con el aroma. Hasta el pelo. El Doc saca un pequeño envase de cristal y anuncia: “me voy a dar un pericazo. ¿No quiere?”. Se ríe. Es mentol. Para atenuar el mal olor. Pero no sirve de mucho.
–¡Qué rico huele! –dice el Doc cuando ve el cadáver inflado, los pies lívidos, lleno de lodo por todos lados, cubierto con un plástico negro y amarrado con una reata. La cara aún no se le mira.
Quique y Fer no se cubren ni la boca. Apenas si se ponen unos guantes de plástico rojo, industriales, y un delantal también de plástico, de matarife.
–Ya nos acostumbramos –dice Fer–. Además, esto no es nada. Cuando al cadáver no le da la humedad, o está expuesto al sol, la descomposición es más rápida y el olor más intenso.
Lo descubren todo, le quitan la ropa: una bermuda de mezclilla Cherokee, talla 33, una playera tipo polo grisácea y una trusa tipo bikini oscura. Se ven los golpes. El morado resalta en todo el cuerpo: pecho, estómago, piernas, espalda. Y las manos atadas con un cinturón de lona hacia la espalda y sujetas a la vez con un cable de electricidad que llega hasta cuello. Antes de darle el balazo en la frente fue torturado con severidad. El hoyo no se ve en un principio. Se esconde tras el lodo. De modo que lo primero que se piensa es que fue estrangulado.
El Doc reza términos técnicos, propios de su oficio. Anota. Lo mismo hace la perito forense de la Procuraduría. Traducidos pudieran sonar así: “múltiples golpes contusos en diferentes partes del cuerpo. Color de piel: indeterminado; estatura: 1.73 metros ; dentadura: completa, sin desgaste; edad: indeterminada”, pero por la dentadura le calcula menos de 35 años.
Los técnicos siguen limpiando cada una de las partes con trapos mojados y con cuchillos comunes, de cocina, en las zonas más difíciles. Los pies, las piernas, la cintura, el estómago que muestra una gran cicatriz como de haberle sido extraída la apéndice, hasta llegar a la cabeza.
–¡Ya está! –dice el Doc– aquí está la causa de muerte: traumatismo craneoencefálico severo a la altura de 1.69 metros de abajo hacia arriba producido por proyectil de arma de fuego de calibre indeterminado, sin salida.
Es decir: le dieron un balazo en la cabeza y se la partieron en tres partes. La ojiva no salió. Empiezan a buscar la bala. La segueta para trozar alambre y varillas en las obras de construcción con que abren el cráneo luego de desollarlo. El Doc se queja: “No tenemos nada. Trabajamos con pico y pala”. Y los técnicos, sus chicos, asientan con la cabeza, muy callados, mientras sacan lo que era el cerebro y que ahora está “guisado”, dicen ellos, descompuesto pues. Lo baten entre sus guantes para tratar de palpar la bala. La sustancia es oscura, con olor indescriptible. Lo vierten en una bolsa de plástico común, para seguir buscando. No la hallan.
–Para eso necesitamos los Rayos X. Ya lo hemos pedido muchas veces. A ver, entonces la bala debió irse hacia el cuello.
Y el técnico de lentes empieza a desollar. Abre el cuello, le saca toda la lengua junto con la tráquea. Hurga. No.
–En la espalda, debió irse hacia la espalda.
Los técnicos lo voltean y le palpan. Nada. Ven un punto morado. Abren. Aún hay sangre líquida que escurre, oscura. Nada. Sigue el corte con un bisturí en todo el pecho hasta el estómago. Las costillas quedan al descubierto. Luego viene otra segueta. Ésta sí parece un instrumento quirúrgico. Es más ancha y plateada, como serrucho de cortar madera, pero mucho, mucho más pequeña. Las costillas crujen cuando son cortadas en cubo hasta que se desprenden del cuerpo. Sueltan un tufo fuerte. Se ve el corazón inmenso, morado. ¿Hace cuánto que dejó de latir, de sentir? Luego los pulmones negros, ahogados. Y las vísceras que, en efecto, ya no tienen el apéndice.
Por órdenes del Doc, Quique y Fer vuelven todo a su lugar. Regresan las tres partes del cráneo partido por la bala primero y luego por la segueta y cosen. Regresan las vísceras y el rectángulo de costilla y cosen.
Se van entonces a cenar. Hoy invita el Doc.