pablo-podesta-masacrePor Cristian Alarcón. Informe: Sebastián Ortega y Martín Ale. Télam.

Una moto y tres mil pesos, el precio por las muertes de tres jóvenes asesinados por las balas disparadas para otro que pudo escapar. Crónica de lo poco que la vida vale en algunas patrias diminutas del Conurbano.

El tiempo se iba en ese paredón. Sentados en un tronco que hacía de banco en ese rincón de Pablo Podestá los pibes de la diminuta Villa París, dejaban que el tiempo no los alcanzara.

El lunes prometía volverse sábado en el Oeste. Disfrutaban de ese lugar como de nada: la esquina, el paredón, la placita, el kiosco, el punto crucial de un pasillo, ese lugar desde el que todo parece divisarse, como si el mundo fuera lo que muestra la mirada,  el contorno de lo posible.

Y de ese mundo que protege, porque le da sede al grupo y el grupo hace la vida mala menos mala, vino el coche con los vidrios polarizados a vengarse de uno de ellos. La mayoría de los 12 o 15 presentes no tenía dieciocho ni demasiado prontuario, y si había robado lo había hecho de costado, ocasionalmente, como una cañita al aire.

Pibe X –el que nadie nombra ahora, el que es la sombra misma de la muerte en algún rancho villero—sí; el sí afanaba con los del coche. Pibe X había porongueado y había sido un mal agradecido. Tenía todos los  números comprados. Los once o quince tiros que dispararon desde el coche negro eran para el. Pero no le dieron. Fueron a partirle la cabeza y el pecho a otros tres, con tanta suerte que murieron cuando los llevaban al hospital. El, Pibe X, ahora, esta misma mañana, esta tarde, esta noche, se hará el que no tiene miedo mirando la tele, bien lejos de cualquier paredón del Conurbano.

En el paredón, dijimos, estaban los pibes. Ninguno de ellos puede asegurar si eran doce, o trece, o quince. Siempre que se cuentan hay un par que se escapan. La memoria del acontecimiento se les hace flashera, por partes, difícil de armar. Eso, y el miedo y las ganas de protegerse. Difícil para el cronista evaluar con exactitudes, aunque posible reconstruir la trama que nos dispare al menos preguntas sobre por qué y cómo se matan los pibes.

Las estadísticas generales lo sostienen: en el partido de San Martín, dice la Corte, uno de cuatro asesinados fue achurado por venganza, ajuste de cuentas, riña entre bandas, odios personales, traiciones. No existe en las estadísticas una distinción apasionada de los desacuerdos que llevan a este resultado: podría uno preguntarse asuntos como cuántos fueron por cuernos, cuántos por quedarse con un vuelto, por no devolver lo prestado, por meterse en la zona del otro, o por bailar zarpado con la mujer del jefe.

Podríamos querer saber cuánto costaron en pesos argentinos esas muertes. O cuánto valieron. Y seguramente podríamos darnos cuenta de lo poco que valen. De la minucia por la que se mata. Del dato incontrastable de lo poco que la vida vale en algunas patrias diminutas del Conurbano.

En el paredón había muchos sentados en el tronco, y cinco, solo cinco, parados. Parados en el paredón. Ese día Fercho, Fernando Bravo, cumplía los 16. A su lado estaba el Pionono, como le decían a Alexis Bracamonte, de 17. Y más allá, Lucas Dias, de 18. Mucho se dijo esta semana sobre un ajuste entre bandas como casi siempre en los policiales de barrio: con casi nada de información, sin noción algún de quiénes son las víctimas, suponiendo la ferocidad y la inteligencia de los victimarios. Nada se dijo sobre los pibes.

Alexis, por ejemplo, venía de un par de éxitos: hacía seis meses había empezado a laburar para aliviar la carga de su madre que cobraba un mes 1200 y otro 2300 por un plan “hasta que se acomodara” en palabras de un puntero. Además, este año había hecho octavo y noveno juntos en la nocturna. No pensaba seguir estudiando, prefería trabajar. Hacía seis meses que con los 1500 pesos por quincena podía comprarse ropa. Lucía unas zapas de 600 mangos que le habían dado status y brillo en el barrio: hacía dos meses que tenía de novia a una piba vecina, de unas casas más allá de los Bracamonte, en la misma Villa París.

En el auto que apuntó hacia el paredón, un Fiat Punto negro robado esa misma tarde, iban los tres amigos fieles. O el Jere y sus dos súbditos, no lo sabemos. El Jere, Jeremías Valdéz, un pibe grande, de entre unos 25 y 28, había salido de la cárcel hacía tres meses, calculan en el paredón. Y había pasado varios años adentro, aunque nadie quiere decir por qué delito. Algo medianamente grande por la condena que tuvo.

Al salir se integró a la bandita de pibes del barrio. Y estuvo de acuerdo con la mano que le tendieron a Pibe X cuando cayó. Como Aki, cuyo nombre la fiscalía no nombra porque parece que es menor. O como Nachi, que es el único en discusión; hay versiones contradictorias de si estuvo o no, porque era bien amigo de Alexis: su familia llegó a vivir a la casa de los Bracamonte cuando vinieron de Córdoba.

Esta semana, tres días después de la masacre, la justicia ordenó la captura de los dos primeros. Allanaron sus casas. Están prófugos, acusados de múltiple homicidio. Andan, como Pibe X, a la sombra de las sombras, en los pasillos más oscuros; no se mueven si no es de noche.

El Fiat Punto anduvo lento los primeros 30 metros de cuadra, antes de avistar a los pibes en el Paredón, antes de ver la silueta clara de Pibe X. Pibe X, claro, supo al ver cómo se bajaban los vidrios y cómo aparecían por las ventanillas las manos armados con una 9, con una 45, que le tiraban. Y como para no dejar de poronguear sacó un fierro con el que andaba hacía días y apuntó.

Dicen que gatilló y no pasó nada. En ese segundo pegó un salto más ágil que el que pegaron los otros, hacia el pasillo que se adentra en la manzana. Los disparos sonaron como metrallas. Uno tras otro, seguidos, sin cesar. Los que estaban sentados en el tronco se dejaron caer hacia atrás y encontraron en el piso la salvación. Los parados fueron cayendo. El de cumpleaños, Ferchu, no llegó a entender lo que pasaba. Era un pibe que todavía no dejaba la escuela; estaba en el polimodal, aunque había repetido una vez, este año le había ido bien. A los 14 se probó como delantero en las inferiores de Estudiantes de Buenos Aires. Pero era medio haragán para levantarse los domingos a la mañana y terminó abandonando. Tenía una moto, que le había regalado el padre en navidad. Le daba también por la ropa y se vestía al estilo de los reguetoneros, con marcas siempre conocidas. Lucas cayó a su lado. De el sabemos poco: tenía 18, su padre recibía un plan a través del Movimiento Evita, pero manda a decir que no quiere hablar. Tampoco su suegro, el padre de la chica con la que salía hacía tres años. El cuarto de los parados salió herido, pero zafó. El quinto es el Pibe X, la sombra que huye.

En el paredón la venganza se había anunciado. Una semana antes del crimen, por la noche, Jere, Aki y Brian llegaron en un Peugeot 206 gris. Buscaban al Pibe X. Llevaban una escopeta y dejaron un mensaje: “Díganle que el Jere lo anda buscando”. Y ese mismo día en la discusión con Pibe X, cuando Aki le reclamó dos cosas: que la bandita lo había sacado de la comisaría 11 poniendo una moto y tres lucas; y le había prestado una moto que él se atrevía a mezquinar. Y ahí, en el paredón, aparece ese actor que no tiene siempre que estar presente en la escena del crimen porque su sombra se extiende sobre los barrios, implacable, en todos los paredones: la Bonaerense.

En ese pasillo mejorado que todavía se llama Villa París, y en la Villa La Esperanza, a unas cuadras, la historia se consigue apenas se las camina: el mercado de la liberación de presos está aceitado. Caer en la 11, o en la 5ta, siempre implica una chance de pagar la coima para que no se arme una causa judicial, nunca llegue el hecho por el que se detuvo al fulano a un fiscal, o a un juez. Y a veces, muchas, el delito por el que se detuvo al fulano, no existió: solo existió una filtración de información de la familia que llegó a oídos del jefe de calle. Que fulano cobró una indemnización, por ejemplo, puede ser suficiente para un allanamiento.

Entonces, en los barrios hay paredones y paredones. El que le tocó a un vendedor de ropa falsificada fue de unos miles. Por fanfarrón hizo alarde de que se estaba por comprar un terreno que valía cerca de 80 mil pesos. Había pagado 14 mil de seña. Una tarde la policía llegó a la casa. Le patearon la puerta y le dijeron que tenían una orden de allanamiento. Se llevaron 3 mil dólares, algo en pesos y la mercadería. Al vendedor lo llevaron preso. En la comisaría no supieron decirle a los familiares en qué Juzgado estaba la causa. Cuando quisieron ir a Tribunales, los policías amenazaron con “meterle más cosas”. El vendedor estuvo encerrado 16 horas. Pagó cinco mil pesos por su libertad, además de privarse de reclamar lo incautado.  “Ahora la policía está vendiendo la mercadería en el barrio”, cuentan en Villa París. Algunos ya compraron.

Juan Manuel Casolati, Secretario de Ejecución Penal de la Defensoría de General de San Martín, asegura que en el barrio estas historias se repiten. Conocí a Casolati hace más de diez años. En tiempos duros fue uno de los pocos funcionarios judiciales que me hizo entrar a los agujeros negros del sistema carcelario, el que me mostró por primera vez la sarna inmunda de los presos hacinados en las comisarías, su manera de acomodarse en los colchones pestilentes de costado para entrarle al sueño en la noche del invierno. Lo publicamos entonces en Página/12. Hace poco supe que, en 2012, la Procuración bonaerense lo suspendió por un mes, sin goce de sueldo, por denunciar las condiciones de detención en las cárceles de la provincia. Pretendían echarlo, pero la Suprema Corte de Justicia provincial lo impidió.

Ahora Casolati me explica otra mecánica perversa: en San Martín policías detienen a alguien, sea o no culpable, explica el secretario. Amenazan con armarle una causa, a veces ofrecen eliminar pruebas y liberar sin dejar rastro judicial. Exigen dinero y lo retienen algunas horas en la comisaría, en rincones alejados de los otros detenidos.
Mientras tanto, la familia o los amigos juntan la plata de la coima. La detención no se registra o apenas se lo anota como aprehendido. La hora de ingreso queda en blanco y se completa después. Cada vez que aparece un funcionario del Ministerio Público, en la comisaría responden que esa persona fue detenida hace poco y todavía no se llegó a dar intervención al fiscal. Pero esa intervención nunca sucede. En el libro de novedades es común que haya irregularidades: no se anota el horario de ingreso de los detenidos, aparecen borrones y tachaduras.

Las historias brotan a medida que pasan los días, después de que el barrio sepultó a los tres jóvenes el miércoles. Primero a Lucas, temprano. Luego, a Alexis. Al mediodía a Fernando. A todos la misma mañana, bajo el mismo sol del oeste. Los velaron en sus casas, rodeados del llanto de las mujeres, de sus hermanas, de sus tías de sus madres. Las mismas que vuelven a llorar cuando se las entrevista.

Los pibes, no. Los pibes no lloran. Hablan de la muerte como algo que ya pasó, y por lo tanto como algo que no se dirime más que en la calle, a lo que la justicia careta no llega. Hacen pensar en ese concepto que inventaron los colombianos para nombrar a los adictos al bazuco que usaban como kamikazes en los ataques narcos.

El mismo concepto que trabaja Judith Butler en su libro “Las Vidas Lloradas”, sobre las vidas precarizadas: desechables. Debemos pensar en ello cuando hablamos de la muerte de los pibes. Pensemos si no en Pibe X. Qué será de él esta semana. Cómo lo tendrán de ubicado unos y otros. Cómo se portará con el el resto de la banda, cómo lo estará mirando el largo ojo de la bonaerense. Anda por allí, escondido, a la sombra de los paredones.