Por Juan Carrá – Cosecha Roja.-

Dexter Morgan avanza entre la oscuridad del almacén. Camina lentamente y vaporiza una lluvia transparente. Observa: pequeñas gotas azules comienzan a iluminarse en el suelo. Ahí está el rastro. Sangre. Su presa no podrá escapar.

El personaje creado por Jeff Lindsay para sus novelas policiales-forenses, llevadas a la televisión en la miniserie Dexter, de la productora Showtime, es un asesino serial de asesinos seriales que se oculta tras la coartada de forense de la Policía de Miami.

Desde los primeros capítulos puede verse a Dexter en las escenas del crimen armado con un vaporizador a gatillo. Rocía pisos y paredes. Antes, oscurece el cuarto para que la reacción lumínica sea visible. El Luminol encontrará sangre incluso ahí, donde se haya limpiado.

–El peróxido de hidrógeno y el hidróxido de sodio reaccionan con la presencia de hierro en la hemoglobina y exhibe un brillo azul- dice a una mujer que lo mira regar el cemento en búsqueda de luz.

La explicación, apegada a lo científico, sirve también para el televidente que no conoce de ciencia forense.

 

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El Luminol no es un producto de la ficción. Según explica Gastón Intilesano, técnico forense del Cuerpo de Médico de la Policía Federal Argentina, “es un reactivo preliminar que se usa para constatar la presencia de sangre, aún seca y vieja, en alguna superficie en la que se sospecha se ha cometido un crimen”.

Según el primer manual de uso y manejo de la prueba del Luminol, en 1937 Walter Spech –científico y catedrático de la Universidad de Medicina Legal y Criminalística de Jena, Alemania– comenzó los ensayos forenses. Spech roció sangre sobre diferentes superficies, paredes, piedras, tierra y dejó durante 14 días que las muestras quedaran expuestas a las condiciones ambientales. Recién entonces vaporizó las zonas con Luminol. El efecto fue inmediato. Los destellos azules perduraron por 15 minutos.

Recién en 1951 el compuesto comenzó a utilizarse con mayor frecuencia en las escenas del crimen. Si bien nadie discutía su importancia y efectividad, aún tenía que pasar una prueba más: ¿afectaba el químico a las muestras hemáticas a la hora de los análisis de ADN por reacción en cadena de polimerasa? La negativa a esta respuesta lo consagró.

 

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El jueves 12 de enero Walter Farías desapareció. El tío hizo la denuncia por averiguación de paradero en la comisaría novena de Mar del Plata. Una semana después, a la vera de un arroyo que cruza el Bosque Peralta Ramos, en la zona sur, un vecino sintió feo olor. Pensó que en la fogata de basura habría algún perro muerto. Pero no. El cuerpo mutilado de Farías, oculto en latas de pintura, ardía en las llamas. La palma de una de sus manos quedó intacta. Así pudieron identificarlo.

La investigación policial apuntó enseguida a un amigo: Juan Ignacio Novoa. Se conocían de la noche. Incluso, se dice, que la droga era el nexo entre ellos. No hacía mucho que Farías le había pedido asilo a Novoa. Por eso dormía en la casa de Lavalle al 2900. Novoa le había dado algunas changas en su negocio de decoración “Union Carpet”. Ese fue el último lugar en el que los vieron juntos.

Hasta ahí llegó la policía en búsqueda del sospechoso. Nada estaba fuera de lugar, aunque había algo que no cerraba: las paredes de una de las habitaciones estaban cubiertas con pintura asfáltica. También los marcos mostraban pinceladas roja, desprolijas. Como si en lugar de acondicionar el lugar quisieran tapar algo.

La noche del jueves 19 de enero los peritos de la Policía Científica rociaron la habitación con Luminol. La respuesta fue contundente: la luminiscencia del químico marcó que alguien se había desangrado allí.

Dos días después Novoa fue detenido y procesado por el homicidio. La investigación aún no develó el móvil del crimen. En eso, el Luminol no tiene competencia.

 

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Anagiota Alexopoulus tiene 57 años. Es rubia. Los ojos claros le dan una mirada cristalina que acompaña con sonrisa de encías y dientes. Es griega. Su nombre la delata. Por eso prefiere que la llamen Mariana. Anagiota Alexopulus está presa, acusada de asesinar a Julio César Caprarulo, su marido, a golpes y de haber intentado cremarlo con un certificado de defunción ilegal. El Luminol confirmó lo que se sospechaba. De nada sirvió que lavara las paredes de su casa con lavandina.

Los muros de la habitación matrimonial de la casa de Dardo Rocha 522, en Avellaneda, estaban limpios. También la cama, el piso y el colchón de dos plazas. Tanto que parecía que nadie vivía en ese lugar. Era evidente: alguien había intentado lavar la escena del crimen.

–Tengo secuestradas evidencias. Se ha utilizado la técnica del reactivo de Luminol. Las paredes de la casa estaban impecables, pero cuando se las roció empezaron a brillar- dijo la fiscal de la causa, María de los Ángeles Attarian Mena.

El Luminol delataba un homicidio que por poco no se convirtió en el crimen perfecto. Es que el sábado 26 de noviembre de 2011, según pudo reconstruirse en base a la investigación, Alexopoulos atacó a su marido mientras dormía. Una plancha y una mancuerna fueron las armas. Primero lo golpeó en la nuca. Después en la frente. Por eso el cadáver de Julio César Caprarulo tenía curitas. Lucía lastimado, aunque el maquillaje hecho por Anagiota y su amiga Virginia Zulberti ayudaba a disimular los golpes. Lo velaron en su propia habitación, con el aire acondicionado al máximo, tapado hasta el cuello con una frazada y a la luz de una sola vela que apenas lo alumbraba.

El domingo la esposa quiso cremar el cuerpo. Los empleados de la funeraria “La Paz”, de Lanús, no aceptaron el servicio. El certificado de defunción, firmado y sellado por el médico Omar Pedro Rossi, que acreditaba el deceso por “paro cardiorrespiratorio –muerte no traumática–”, no coincidía con las marcas en la cabeza de Caprarulo.

Plan b: Anagiota lo llevó a la cochería Piñeyro, en Avellaneda y obtuvo el sí. El cuerpo de Caprarulo viajaba al Cementerio Parque Pereyra Iraola de Berazategui en el féretro elegido por su esposa, el fuego del crematorio se preparaba para eliminar la prueba del delito. Pero los empleados de La Paz habían llamado al cementerio para alertarlos del pedido de un servicio que a todas vistas era, como mínimo, sospechoso.

No faltó mucho para que al lugar llegara la policía. También una comitiva representando al Ministerio Público Fiscal. Ahí, mientras el fuego del incinerador se apagaba, el frío metálico de las esposas anilló las muñecas de la griega.

En la causa Alexopoulos quedó imputada por “homicidio calificado por alevosía”; su amiga Virginia, por “encubrimiento agravado”; el emergentólogo José Pinto García, encargado de constatar la muerte de Caprarulo y el doctor Omar Pedro Rossi, firmante del certificado apócrifo, también deberán enfrentar a la justicia por “encubrimiento agravado”.

–Ella siempre lo manejó, quería quedarse con todo lo que Julio César tenía.

Dirán los parientes del muerto sobre esa mujer que a los cuatro años tocó suelo argentino y sobre quien pesa la sospecha de haber asesinado a otros miembros de su familia con el mismo modus operandi.

 

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Un cuadro adorna la pared de la antesala al dormitorio que María Marta García Belsunce compartía con su marido, Carlos Carrascosa. Nadie recuerda qué cuadro es. Incluso saber si aquella tarde del domingo 27 de octubre de 2002 ya estaba colgado en ese lugar es un dato difícil de confirmar. Y ahí el debate.

María Marta García Belsuce fue acribillada a balazos. Cinco tiros de un arma calibre 32 impactaron en su cabeza. El cuerpo vestido y semisumergido en la bañadera de la suite de su casa del Carmel Country Club. ¿Quién empuñó el arma? Aún es un misterio. Carlos Carrascosa, su marido –hoy condenado a prisión perpetua por ser “coautor” del crimen de su mujer– la encontró tirada y, según dijo, creyó que se había resbalado y golpeado con las canillas.

Así comenzó a instalarse la hipótesis del accidente doméstico. María Marta fue inhumada el lunes 28 tras un breve velorio en la casa de Pilar. Nada parecía extraño. Hasta que el 2 de diciembre, el fiscal a cargo de la investigación Diego Molina Pico ordenó exhumarla. Las causas: la declaración de Juan Gauvry Gordon y Santiago Biasi, los dos médicos que vieron el cuerpo de María Marta el día del supuesto accidente. La autopsia correría el velo al macabro caso: la dama del barrio cerrado no había muerto de un “paro cardiorespiratorio no traumático e insuficiencia cardíaca aguda” como constaba en su certificado de defunción.

El caso se convirtió en un laberinto de declaraciones encontradas. Familiares, vecinos, amigos de María Marta daban sus versiones de lo que había sucedido aquel domingo pero todo se diluía en contradicciones y situaciones un tanto inverosímiles.

Pituto, gotita, accidente doméstico, robo. Vendeta, política, relaciones, poder, dinero. Llantos, discusiones, cruces. Abogados, fiscales, policías, amigos. Decenas de actores y muchas escenas que no encajaban unas con otras configuraron uno de los casos policiales-judiciales más emblemáticos de la historia criminal argentina.

La investigación no daba con nada que señalara a los responsables ni al posible móvil. Fue el Luminol el que trajo esa esperanza efímera. Cuarenta días después de que se hallara el cuerpo de María Marta García Belsunce, Héctor Alfredo Sosa junto a otros peritos de la Policía Científica trabajaron en la escena del crimen. Roció con el vaporizador la zona dónde fue hallado el cuerpo. Una mancha destelló en la alfombra. El Luminol fue esparcido por pisos y paredes sin hallar más rastros. Hasta que retiraron el cuadro. Allí, detrás de la pintura, cuatro puntos de luz marcaban que había sangre. La sorpresa fue mayor cuando el análisis de ADN determinó dos perfiles masculinos y uno femenino, pero no de la víctima. Tres personas habían sido heridas en ese lugar.

Molina Pico trazó una nueva hipótesis en torno al caso. María Marta se había defendido con el pesado atizador de la chimenea. Y sus tres captores y homicidas habían sangrado. Sólo faltaba cotejar las muestras con la lista interminable de sospechosos. Pero los familiares se negaron a someterse al muestreo. Muchos creyeron ver en eso la hilacha. Hasta que, por vía judicial, todos tuvieron que hacerlo. La investigación pareció desmoronarse cuando el laboratorio informó que no había coincidencia con entre las muestras hemáticas y los perfiles de los sospechosos.

La luz aportada por el Luminol se opacaba y terminaría de apagarse el 28 julio 2011, cuando en el juicio oral por “encubrimiento” la jefa de laboratorio de ADN de la Asesoría Pericial de la Suprema Corte bonaerense, María Mercedes Lojo afirmó que no había manera de saber si esas manchas se produjeron el día del crimen.

–No se puede datar el rastro ni hablar de temporalidad. Pudo haberse lastimado una persona, cayó una gota de sangre y permanecer por años– dijo la perito.

El curso de la causa por el crimen de María Marta Belsunce continuó. Su marido fue condenado por la Cámara de Apelaciones como coautor del crimen, en un fallp que aún no está firme. Tiempo después, Guillermo Bártoli, cuñado de María Marta; Juan Ramón Gauvry Gordon, médico de Paramedic, primero en ver el cadáver; Horacio García Belsunce (h), abogado, periodista y hermano de la víctima; John Hurtig, medio hermano de la víctima y Sergio Binello, vecino del Carmel, fueron condenados a diferentes penas por encubrimiento agravado.

Sin embargo, aún nadie sabe qué pasó con certeza aquella tarde de domingo en el Carmel. Tampoco quién mató a María Marta. Menos por qué lo hicieron. La esperanza abierta por el Luminol, fue sólo eso. Un anhelo fugaz de echar luz en la oscuridad del caso.