pablo escobar y su hijo

Semana.-

El país se reencontró esta semana con su pasado. Muchos colombianos se conmovieron al escuchar el testimonio de Mónica, la hija del extraditado Carlos Lehder, pidiéndole al presidente de la República que le ayudara a su padre a volver a Colombia para morir en su tierra. Durante décadas el apellido Lehder había encarnado la figura de un narco ultrapoderoso y excéntrico, pero la imagen que reveló su hija era muy distinta: la de un hombre de 70 años absolutamente solo, suplicando la ayuda del mismo Estado al que una vez casi puso de rodillas.

Mientras tanto, en otra cárcel gringa, los hermanos Rodríguez Orejuela, líderes del desaparecido cartel de Cali, también enviaron un mensaje. El lunes pasado, cuando la Corte Suprema de Justicia se alistaba para recibir su testimonio en el proceso por la muerte de Luis Carlos Galán, dejaron saber que tenían una condición inamovible. Advirtieron que no hablarían hasta que la Justicia no les permitiera hacer lo mismo en el proceso de Jaime, hijo de Gilberto, quien lleva preso seis años en la cárcel de Palmira a la espera de un juicio. Y como si fuera poco, después de más de 20 años de anonimato, una foto de cómo sería hoy Manuela Escobar, la hija del Patrón, colmó titulares en el mundo entero.

Suele decirse que las personas cargan durante la vida con el reflejo de lo que son sus padres. Pero pocos viven esa verdad con tal profundidad como los hijos de los capos. Las novelas, las películas y los mitos que Colombia ha urdido sobre el narcotráfico han creado un imaginario de que sus vidas trascurrieron y siguen transcurriendo en medio de la opulencia, de los lujos y de las excentricidades. SEMANA habló con ellos y concluyó que la realidad está lejos de ser así.

El caso más conocido es el de los hijos de Pablo Escobar, Juan Pablo y Manuela. Ambos nacieron cuando su padre ya era el líder del cartel de Medellín. Pero, al principio, eso no les generó dificultades. Era tanto el amor que el Patrón les tenía que les construyó un mundo de ensueño con zoológico propio, hipopótamos y jirafas. A Manuela le regaló el unicornio con que soñaba, después de pegarle un cuerno de vaca a uno de sus caballos. Y a Juan Pablo lo llevó a Estados Unidos para escoger animales y le mandó traer delfines rosados del Amazonas.

Tiempo después de su muerte se conocieron las cartas que Escobar intercambiaba con la niña de sus ojos cuando la justicia no le daba ya tregua. En estas ella le decía “Papi, eres mi cielo. Quiero verte pronto” … “Te quiero mucho. Te adoro. Mi mamá no ha vuelto a llorar”… “Eres mi luna, eres mi sol, estás en mi corazón”. La pequeña firmaba Tu adorada terremoto. Los escritos demostraron en esa época que de todas las víctimas de ese drama, con apenas 9 años, ella era la más inocente.

En su libro Pablo Escobar Mi Padre, Juan Pablo, hoy Sebastián Marroquín, evoca esas épocas en que pasaba “tardes apacibles” con su papá y su hermana en la hacienda Nápoles, y días enteros en una sala de televisión para 30 personas, repleta de juegos electrónicos. “Siempre tuvimos una relación muy cercana. Ni siquiera la clandestinidad logró alejarnos”, dice Marroquín.

Cuando cumplió 4 años recibió su primera moto, a los 9 le regalaron cartas manuscritas de Manuelita Sáenz y a los 13 su primer “apartamento de soltero”. Como no podía salir mucho, no tuvo amigos diferentes a los sicarios del cartel. “Gran parte de mi niñez transcurrió junto a los peores criminales del país”, dice. Así vio entrenamientos dirigidos por un mercenario israelí, presenció la preparación de operaciones en la hacienda Nápoles y fue testigo de cómo probaron la detonación de carros bomba en la pista de aterrizaje de su finca.

Pero la vida de los niños Escobar era una excepción. Los hijos de los Rodríguez Orejuela cuentan que crecieron en la normalidad. Humberto y Jaime, hijos de Gilberto, estudiaban en un colegio católico de la capital del Valle al que siempre fueron en bus público. “No había escasez, pero tampoco abundancia”, cuenta Humberto. Su papá trabajaba en ese entonces en una droguería y, aunque se había separado de su mamá, era estricto con ellos, sobre todo en lo relacionado con el estudio.

Miguel Andrés, uno de los ocho hijos de Miguel Rodríguez Orejuela, tampoco tuvo los lujos de los Escobar. Vivía con comodidades, pero sin excesos. Cuando tenía apenas 2 años le detectaron un tumor de Wilms, un cáncer abdominal que afecta a los niños. Pasó parte de su niñez en quimio y radioterapias, sin mayor compañía de su padre, quien ya tenía a la justicia respirándole en la nuca. La ausencia paterna durante esos momentos lo marcó para siempre.

Los Rodríguez tenían la filosofía de no mezclar a sus hijos en sus negocios, y por eso ellos crecieron alejados de la realidad del narcotráfico. A Miguel Andrés su papá lo hizo trabajar desde muy joven en la bodega de Drogas La Rebaja, por ejemplo, cargando pañales como cualquier empleado. “Era el hijo del dueño, pero él quería que sintiera lo que es estar en los zapatos de cualquier persona”, cuenta.

La vida bajo el estigma

Mónica, la hija de Carlos Lehder, pudo haber llevado la peor parte de esa vida. Cuando ella nació su papá ya era un capo perseguido por las autoridades. No tuvo la oportunidad de conocerlo porque lo capturaron y lo extraditaron cuando ella tenía 4 años. Los primeros recuerdos que tiene de él son las cartas que le mandaba desde la prisión. “Me hacía dibujos increíbles con animales, paisajes, árboles y estrellas. Las hacía en hojas de ‘block’, con lapicero y sin colores, pero significaban todo para mí cuando era niña”, cuenta. Las pocas veces que hablaban por teléfono, él siempre le preguntaba cómo estaba, cómo iba en el colegio y qué ropa tenía puesta. Desde ese momento hasta hoy le ha dicho “pelusita” y siempre la ha tratado como si no hubiera crecido.

Cuando ella tenía 9 años, su familia se acogió a un programa de protección de testigos de Estados Unidos. Así llegó en invierno a un pequeño pueblo de ese país, sin hablar inglés y con el único deseo de conocer a su papá. Esperó un año y medio. Cuando llegó el gran día, la parafernalia la asustó. Unos guardias federales las recogieron a ella y a su mamá. Viajaron en una camioneta sin ventanas y cambiaron varias veces de avión hasta que llegaron a un apartamento en la mitad de la nada.

Mónica recuerda el momento en que vio a su papá con nostalgia. Estaba esposado en la entrada y la miró fijamente durante varios minutos, según ella, con inmensa ternura. Luego se fundieron en un solo abrazo que no se pudo repetir porque en las visitas está prohibido tocarse. De ese momento a hoy, más de 20 años después, solo ha podido verlo dos veces más.

Todos los hijos de los capos sostienen que tuvieron que crecer con el enorme peso de sus apellidos. Nunca han podido llevar una vida normal. Ser Escobar, Lehder o Rodríguez entraña un gran estigma. Los 15 hijos de los hermanos del cartel de Cali, por ejemplo, aseguran que la justicia les ha cobrado las acciones de su padre como un “delito de sangre”. Cuentan que desde 1996 viven en una constante zozobra pues las autoridades los han allanado más de 200 veces y han abierto procesos penales contra 36 miembros de su familia.

A pesar de que no les gusta hablar con los medios, decidieron contarle a SEMANA la historia desconocida de lo que han vivido después de la caída de sus padres. Aseguran que no conocían las actividades delictivas de los Rodríguez Orejuela. “El narcotráfico era para mi papá como una amante escondida”, cuenta Jaime. “Cuando estaba en la universidad él fundó el Hipódromo del Valle. El día de la inauguración dio un discurso al que asistieron políticos y empresarios. Si el Estado no sabía en lo que él estaba, ¿cómo podría saberlo yo?”, se queja Humberto. Su padre llegó a tener varias empresas legales, entre ellas el Banco de los Trabajadores, la Corporación Financiera de Boyacá y hasta la distribuidora de Chrysler en Colombia. Durante varias décadas fueron profesionales exitosos, graduados de las universidades de Columbia y Stanford, que llegaron a gerenciar empresas como Drogas La Rebaja y otros bienes asociados a sus papás, que luego fueron su condena.

Por esa posición, la justicia les abrió procesos por lavado de activos que los llevaron a ambos, junto con su hermana Alexandra, a la cárcel. Humberto fue exonerado en enero de este año, pero su hermano lleva seis años detenido esperando el juicio. Se ha perdido ver crecer a sus hijos y a dos ni siquiera los ha conocido bien, pues uno tiene ocho años y el bebé uno. Como se vio esta semana, su situación es una prioridad para la familia. “Siento a mi papá bastante agobiado por la situación de nosotros”, reconoce Jaime.

Miguel Andrés no ha tenido que esconderse, pero su apellido lo afectó en el colegio, le cerró las puertas de universidades e, incluso, le impidió trabajar. “No me podían contratar porque para ser de nómina me exigían una cuenta bancaria y yo no podía tener una”, le dijo a SEMANA en agosto de 2014. “Por muchos años sentí el rechazo de la sociedad y eso me produjo ganas de venganza. Me preguntaba: ¿yo qué hago aquí? ¿Yo por qué no me largo?”. El estigma, según él, es parte de la explicación de por qué Colombia es un país que se polariza con tanta facilidad. “Así no se puede crear paz”, dice.

Como es conocido, Juan Pablo y Manuela Escobar sí tuvieron que huir del país una vez su padre fue abatido en 1993. Durante los primeros meses parecían como judíos errantes y recorrieron medio mundo. Tenían todo listo para radicarse en Alemania, pero cuando arribaron a Fráncfort los devolvieron a Colombia. Tocaron las puertas de todas las embajadas sin éxito. “La verdad, no había ningún país que quisiera saber de nosotros…Éramos algo así como una plaga de la que todos quieren huir”, le dijeron a SEMANA en 1999. Una condesa francesa ofreció, a cambio de una donación de 200.000 dólares, ayudarles a rehacer su vida en Mozambique, en África. Pero cuando llegaron allá, el lugar los impactó por su hostilidad y su pobreza. Era un país recién salido de una guerra civil. A las dos semanas volvieron a partir y meses después lograron instalarse en Buenos Aires.

La que más sufrió fue Manuela, quien ha permanecido en el anonimato desde entonces. Se sabe que cuando en 1999 se hizo público que ellos eran los hijos del capo, la niña fue expulsada del colegio lo cual le causó un trauma emocional enorme pues la única razón era su identidad. Para no ser identificados toda la familia se había cambiado de nombre quedando con los apellidos Marroquín Santos. Manuela Escobar se convirtió en Juana Marroquín y su hermano Juan Pablo en Sebastián Marroquín. Aunque eventualmente un colegio de monjas la recibió, esa necesidad de ocultar algo no hacía sino aumentar la confusión de una niña joven e inocente que no podía asimilar que el padre perfecto, a quien ella había adorado, pudiera ser el más terrible criminal del siglo XX. Esa confusión la hizo sumirse en una profunda depresión, y que incluso tuvo un intento de suicidio. Por eso, la foto que apareció esta semana, revivió su historia y la belleza de la joven ha sido objeto de admiración y de sorpresa.

La superación

Sobre el estigma de ser hijo de Pablo Escobar, Sebastián Marroquín dice que “trasladar la responsabilidad de los hechos de los padres a los hijos habla mal de nosotros como sociedad. No podemos tolerar que se hereden pecados y culpas por generaciones y generaciones”, dice.

Mónica Lehder, en cambio, ha vivido convencida de que no tiene que esconderse de nadie. Estudió en Bogotá diseño de modas y vive de su propio negocio de vender ropa. Cuenta que por la particularidad de su apellido a veces le preguntan “¿Usted tiene que ver con ese Carlos Lehder? Siempre piensan que puedo ser pariente lejana pero se sorprenden cuando contestó sí, soy la hija”. Ella también ha llevado el peso del pasado del capo, pero dice que ha podido superarlo porque sabe quién es y tiene los pies en la tierra. “La gente habla de él como una persona fría, malvada, sin escrúpulos. Pero al final para mí, ese no es mi papá. Me gusta pensar que si él estuviera libre seríamos grandes amigos y viajaríamos por el mundo. Le tengo un amor sin límites”.

Ese sentimiento es la constante de sus vidas. “Yo amo como un demente a mi papá”, dice Miguel Andrés Rodríguez. “Tengo una admiración enorme y muy particular por él, precisamente porque me marginó durante toda la vida de todos sus delitos”, confiesa Jaime. Todos han vivido teniendo que resolver ese dilema existencial de hacer compatibles el papá amoroso y entregado que tuvieron con el hombre que atemorizó a los colombianos.

Miguel Andrés Rodríguez, por ejemplo, hoy se dedica a ayudar a otros a superar traumas. Cuenta que él solo se enteró de la magnitud del mal cometido por su padre cuando vio un anuncio de “Se busca” en televisión y, ya definitivamente, cuando lo capturaron. “Yo vine a entender y a sufrir después”, dice. Cuenta que tuvo que reorientarse, superar los odios y el sentimiento de derrota, entender que ser un “hijo de” no significa necesariamente una deshonra. “Nosotros tuvimos que luchar mucho. Caímos en la quiebra, vivimos un cáncer financiero y también la discriminación. Salir adelante en medio de todo eso me ha dado dignidad y me ha hecho vivir una vida distinta a la de mi padre. A él ya Dios y la sociedad lo están castigando”, reconoce.

El hijo de Pablo Escobar decidió romper su silencio en 2009, al estrenar una película en la que abrió las puertas de su clandestinidad, regresó a Colombia y les pidió perdón a los hijos de Luis Carlos Galán y de Rodrigo Lara Bonilla. “Yo superé el estigma poniendo la cara y no intentando huir más. La sociedad comprendió que la historia de mi padre no debe afectar la mía”, dice. Agrega que una prueba contundente es que antes del documental “se me vencían los pasaportes sin sellos”, mientras que hoy ha visitado una docena de países para contar su experiencia.

Nada resume mejor la necesidad de la sociedad de enfrentarse al pasado y superarlo que la reflexión de la hija de Carlos Lehder sobre su propia historia: “Rechazo ese culto enorme que le tenemos al narcotráfico. Si las novelas mostraran la soledad, la persecución y el dolor que vivimos, ningún niño colombiano se atrevería a decir: qué berraquera ser Pablo Escobar o Carlos Lehder”.