El Espectador.-

Juliana tiene 12 años e ignora cómo murió la mujer que la trajo al mundo. El día del ataque, 24 de mayo pasado, su abuela le dijo que a su mamá la habían robado y golpeado en un parque. Luego sus familiares le dijeron que tenían que operarla del estómago. Juliana sabía que su mamá sufría de gastritis desde hacía un buen tiempo, y culpó a la Coca-Cola de su sufrimiento. Y cuando a Rosa Elvira Cely la enterraban, a Juliana, que veía a gente con pancartas protestando, su inocencia le alcanzó para expresarle a su tía: “Mi mamá se volvió famosa después de muerta”.

No obstante, María Aurora Cely, Adriana Arandia Cely y John Cely, madre y hermanos de Rosa Elvira, no tienen la “suerte” de la pequeña. A ellos, las imágenes de Rosa Elvira intubada en el hospital Santa Clara, el pormenorizado relato de la Fiscalía sobre cómo la habían herido de todas las formas posibles, todo eso y mucho más, los persigue cada noche. El día en que Javier Velasco Valenzuela —el posible agresor— fue presentado ante una jueza, Adriana y John, sentados prácticamente a su lado, no dejaban de observarlo. Vieron sus nudillos morados, sus uñas sucias, su frescura. “A mí nunca me sostuvo la mirada”, recuerda John. Él tuvo que cambiarse de puesto para dejar de mirarlo. Adriana sentía que le faltaba el aliento.

Para todo el país, Rosa Elvira Cely nació, paradójicamente, cuando ya no vivía. Pero para su familia, Rosa Elvira fue importante los 35 años que pudo vivir. La recuerdan bailando frente al espejo, porque “ella no podía hacer nada sin música, en especial la salsa y el vallenato”. Cuentan que le tenía miedo a los perros y viene a colación que, cuando tenía cinco años de edad, intentando huir de uno se fracturó un hombro. Se ríen al acordarse de los lagrimones que salían de sus ojos cuando veía un ratón. Se refieren a ella, con un cariño que sale a borbotones —sobre todo de su madre—, como la ‘gordita’. Así la llamaban desde pequeña y eso no cambió ni siquiera cuando perdió tanto peso después de dar a luz.

Rosa Elvira nació y creció en un hogar humilde. Cuando estaba en el colegio empezó a trabajar en las noches y luego suspendió los estudios para poder laborar de tiempo completo. Fue mesera, monitora de rutas escolares y encuestadora. Su madre, doña María Aurora, pone un particular tono de orgullo cuando menciona ese último cargo. Volvió al colegio más tarde, y cuando tenía 23 años y cursaba décimo quedó embarazada de Juliana. Los problemas con el padre de la niña la afectaron más de la cuenta, al punto de que la bebé en su vientre sólo creció hasta el quinto mes y nació con muy poco peso. Hoy, por supuesto, a Juliana ni se le nota.

El único hombre que le puso un dedo encima a Rosa Elvira —obviamente, antes del episodio en el Parque Nacional— fue el padre de su hija y lo hizo el primer día que vivieron juntos. Fue, además, el único día que convivieron bajo un mismo techo. Ella no era de novios, recuerda su familia, y aparte del papá de Juliana, en su casa conocieron a Manuel, con quien tuvo una relación de ocho años. Ése que hoy llama todos los días a doña María Aurora y Adriana para saber cómo están; el trabajador de una empresa de eventos que, cada que podía, se llevaba a Rosa Elvira a su lugar de trabajo para que ella también disfrutara de la música de ocasión. El novio que aún no se repone de que a su chica le arrebataran la vida con tanta cobardía.

Rosa Elvira vivió con su mamá hasta hace dos años, cuando, por cuestiones económicas y de logística, se separaron. Doña María Aurora se quedó al cuidado de la nieta y Rosa Elvira se fue a vivir con una amiga de su iglesia, la misma a la que llamó la Policía el pasado 24 de mayo para avisarle del cruel ataque. Pero ella, desde la distancia, nunca dejó de estar pendiente de su niña. Era una mujer nacida y crecida en un hogar humilde. A todos lados iba caminando, acostumbrada desde siempre a no tener dinero para los buses. No terminó el colegio por trabajar para mantener a su niña, pero una década después se había propuesto ser bachiller.

“Ella nos llamaba a cada rato, a ver cómo estábamos, cómo estaba la niña. Vivía pegada al teléfono y, ya ven, por eso fue también que pudo vivir unos días más”, señala la hermana de Rosa Elvira, Adriana. A su novio Manuel solía repetirle: “Uno puede estar muriéndose y usted ni una llamadita”, y fue esa frase la que retumbó en la cabeza del hombre, una y otra vez, cuando la vio postrada en la cama del hospital. Así, indefensa y herida de muerte, como la había dejado su atacante, alcanzó a llorar con su mamá y hermanos. “Le hablábamos, le decíamos que no se rindiera. Ella era muy fuerte, guapa para el dolor, y luchó hasta donde pudo. Luchó hasta su último respiro”.