Dos familias, un crimen y la droga en el medio

Por Dante Leguizamón para Día a Día. Octubre de 2001. Foto tomada del diario.

Marco Bradaschia bajó del taxi agitado, el frío mantenía la calle vacía en esa madrugada de julio. Pagó y antes de golpear la puerta miró a los costados para asegurarse de que no lo siguieran. Estaba histérico. Eran las tres de la mañana.

Dentro de la casa, Bárbara se sobresaltó al escuchar que tocaban. Cuando estuvo segura de que era él, lo dejó pasar. Vivían separados, pero nunca habían dejado de quererse y pensaban volver a juntarse. Al verlo tan nervioso sólo se le ocurrió abrazarlo. Él apenas si tenía fuerzas para alzar los brazos, temblaba.

– Julio, mi hermano, se echó un mocazo– dijo Marco, mientras se sentaba agarrándose la cabeza y tomaba aire antes de volver a hablar:

–Le batió la cana al Choncho Rodríguez.

Bárbara conocía la historia del enfrentamiento entre los Bradaschia y los Rodríguez, pero no entendía bien el nuevo capítulo. Le pidió que se explicase. Él tenía los ojos húmedos de bronca y de miedo.

–Como a la 1 fueron a casa dos policías y arreglaron con el Julio, estaban de civil. Les dio 600 pesos para que lo ajusten y le roben la merca y plata al Choncho. Después se fue al baile y me quedé solo.

–¿Tu hermano arregló con la cana? ¿Lo denuncio al Choncho Rodríguez?

–¡No! Qué lo va a denunciar. Lo batió. Lo entregó mal. Les dio plata para que vinieran a hacer un allanamiento trucho. Después se fue al Sargento (Cabral), al baile de la Mona.

Marco explicó la traición. La disputa por la esquina donde Julio César Bradaschia y Héctor Ramón Rodríguez vendían droga, estaba llegando a su punto más alto. Marco intuía con razón que alguien iba a salir herido.

“El Mariano”. Para llegar a barrio Mariano Fragueiro hay que tomar el bulevar Los Andes y seguir rumbo al norte (a la par de las vías). A ambos lados se pueden ver varios barrios que parecen asentamientos y asentamientos que parecen barrios.

Los Paraísos, Sargento Cabral y El Naylon son los más fáciles de diferenciar hasta que el bulevar se divide en dos calles. Después lo conveniente es seguir por Mackay Gordon, que continúa paralela a la vía y pasa junto a barrio Hipólito Yrigoyen, Villa La Lonja, Villa 4 de Agosto y el Marqués Anexo.

La historia que terminó con la muerte de Marco Bradaschia hace pocos meses tiene su origen en la disputa por el control de una esquina.

Una esquina de Mariano Fragueriro donde integrantes de dos familias competían por el control de la venta de cocaína. Una esquina donde ocurrió un crimen y donde hoy todo parece estar muerto. La esquina de Mackay Gordon y Juan de Escolar.

Menudeo. En el barrio todos sabían que la cancha de bochas era el quiosco de Héctor Ramón “el Choncho” Rodríguez. La Policía también. Bastaba ir un rato a la zona para entender todo. Se juntaban allí y parecía que tomaban algo charlando sentados en el banquito de cemento hasta que llegaba un comprador. Entonces, vendían. La mercancía no estaban en los bolsillos de los chicos, se guardaban en una vieja casilla de bloques ubicada a pocos metros, en el mismo predio, detrás de una puerta de madera color azul.

Si alguien en auto, moto o caminando se detenía, uno de los chicos buscaba la cocaína y se la entregaba. Otro se encargaba de juntar la plata que terminaba en manos de “el Choncho”.

Las bochas no existían desde hacía mucho tiempo, ni siquiera como señuelo. Lo único que giraba allí eran los gramos de polvo envueltos en papel glasé.

Como “el Choncho” vivía a unos 30 metros (sobre la calle Juan de Escolar, en medianera con la casa de la esquina de la familia Bradaschia) podía darse el lujo de coordinar los trabajos desde el living de su casa. Con cerca de 50 años y varias causas en su espalda, un lujo merecido.

Llamarlos narcos sería una locura, eran vendedores, transas, narcomenudistas. Últimos eslabones de una cadena. Partes fundamentales para el funcionamiento del negocio, pero alejados de las superestructuras del narcotráfico.

El regreso. En enero pasado Julio César Bradaschia, de 26 años, regresó al barrio. No volvía de viaje, retornaba de la cárcel tras cumplir parte de una condena por robo calificado vinculada –al menos tangencialmente– a la venta de drogas.

Lo primero que encontró fue la canchita de bochas frente a su ventana y desde allí se convirtió en testigo privilegiado del prospero negocio de Héctor Ramón “el Choncho” Rodríguez en la esquina que forman las calles Mackay Gordon (a la altura del 4750) y Juan de Escolar (al 900).

La llegada de Julio produjo varios cambios. El primero fue que Bárbara, la mujer de Marco que había vivido siete años con él en ese lugar, decidió irse del lugar y llevarse sus dos hijos. No tenía ningún interés en vivir también con el ex preso y menos en meterse en los problemas que vendrían. El segundo que Julio César decidió tratar de quedarse con la esquina que era de Rodríguez.

Prontuarios. Cuando atiende el jefe se muestra dispuesto. Tiene orden de aportar información. Sin embargo, lo que parece sencillo puede resultar imposible.

Conseguir los antecedentes de una persona no es simplemente escribir su nombre, implica saber cómo lo escribieron otros policías. El oficial aprieta las teclas: “B-r-a-d-a-s-c-h-i-a” y “Enter”. La computadora parece pensar unos minutos y, anuncia: Sin resultados.

El oficial levanta las cejas –¿Ese es el nombre seguro? No aparece, eh.

Dice pero sabe que hay que seguir probando. El nombre más fácil puede extraviarse en ese laberinto. Por ejemplo Sajen, el apellido del famoso violador serial, estaba escrito en ese sistema con “zeta” en lugar de “ese” y “g” en lugar de “j” y hasta “ye”. Los que lo registraron también variaban en la letra con la que terminaba el apellido. Algunos usaban correctamente la “ene”, pero otros ponían “eme” o recurrían a dos de esas letras juntas. Las combinaciones eran infinitas.

–Fijate de nuevo. Probá sin la “a” del final. Poné Bradaschi.
–A ver, mmm… no, che. Nada.
–¿Y con la “s” o la “c” solas?
–A ver… no, tampoco.
–¿No lo habrán escrito con “ve” corta, no?
–¡Nooo! No pueden ser tan brutos. Será posible que siempre haya que perder una hora porque no saben escribir estos animales.

Dice el jefe y se enoja más aún cuando Bradaschia aparece escrito así: “Vradaschia”.

El padre de los Bradaschia se llamaba Pablo Carlos y nació el siete de mayo de 1953. El año en que mataron a su hijo habría tenido 58 años de no ser porque quince años antes, el 23 de febrero de 1996, murió en un tiroteo tras matar a dos policías en un intento de asalto al predio donde se construía el CPC de avenida Colón. El golpe fue frustrado por dos policías que fallecieron, pero también murieron Bradaschia y dos de sus cómplices.

Los hijos de ese hombre figuran en la lista con antecedentes por robos calificados y también en causas vinculadas a la ley de drogas.

Algo similar ocurre con los Rodríguez que en realidad tienen edades más cercanas a la del padre de los Bradaschia que a las de los hijos. Igual sus nombres se repiten en casos de drogas, asaltos, etc.

En ninguno de los prontuarios figuran como amigos de policías. Eso no se registra. Los Bradaschia eran actualmente investigados por Drogas Peligrosas, pero no los Rodríguez.

Tucumanos. Desde hace tiempo en la zona se habla mucho de dos fantasmas, que algunos dicen que son cuatro. Se trata de “los tucumanos”. Son personas sin nombre que manejan parte de las tensiones en la zona que va desde Villa El Naylon a Juan B. Justo, incluido Mariano Fragueiro.

Los Tucumanos no sólo distribuirían cocaína –además de cocinarla– sino que también acostumbran a repartir armas a cualquiera que se las pide. Se dice que el revolver calibre 32 que tenía Marco Bradaschia cuando fue a visitar a Bárbara, se lo habían dado ellos y algunos también dicen que fueron ellos los que le ofrecieron a Julio Bradaschia “el banque” (y la droga) necesarios para enfrentarse a los Rodríguez y disputarle la esquina.

Los tucumanos serían también los que tienen vínculos con los policías que esa noche fueron a allanar (en realidad a robar) a la casa de los Rodríguez y la cancha de bochas después de recibir 600 pesos de Julio Bradaschia.

Curiosamente cuando se le pregunta a los policías de Córdoba por los tucumanos, resulta que nadie escuchó hablar de ellos. Resulta extraño entonces que en el barrio se los acuse de tantas cosas.

Desenlace. Después de que Marco le contó cómo estaban las cosas, Bárbara lo invitó a quedarse a dormir. Le dijo que si tenía miedo no tenía que regresar. Él aceptó y se tiró en la cama pero después de 30 minutos se levantó:

–Me voy Gorda, porque me van a robar todo– le dijo a Bárbara.

La comunicación entre la pareja se reestableció a las 7 de la mañana. Él mandó un mensaje de texto: “Gorda, venite para acá, necesito que estés conmigo. Necesito compañía”, le escribió. Eso despertó la ira de su mujer que respondió: “¿Qué querés? ¿que me maten a mí? Dejame de molestar que estoy durmiendo”.

A las 14 Marco llamó a Bárbara y le contó cómo estaban las cosas:

–Estuve hablando con “el Choncho” y la Trevi (la mujer de Julio Rodríguez) tratando de parar la bronca. Pero está todo para la mierda. Empezaron a venir los hermanos de los Rodríguez y eso pasa cuando va a haber quilombo. Me voy a ir de acá Gorda. Me voy a alquilar una pensión… Te corto porque están pelando “el Choncho” y “el Julio…”.

Fue lo último que le escuchó decir Bárbara. Una lluvia de amenazas entre Julio Bradaschia y Héctor Rodríguez.

Los tiros. Cerca de las 16 de ese 23 de julio de hace tres meses Julio Bradaschia, su hermana Alma Carolina, Marco y una amiga de la familia, Soledad Silvina Sánchez, estaban en su casa de la esquina frente a la cancha de bochas, cuando vieron entrar armados a los Rodríguez. Héctor, Raúl y Nancy.

–A ver qué tan pícaro sos– le dijo Héctor Rodríguez a Julio Bradaschia mientras le pegaba patadas. Cuando Julio quiso oponerse, los dos varones Rodríguez sacaron armas calibres 22 y le apuntaron. Entonces se escuchó clara la voz de la hermana mujer de los Rodríguez:

–¡Tirale! ¡Matalo, matalo!

Fue cuando Marco Bradaschia reaccionó en busca de ese destino que tan aterrado lo tenía. Sacó su revólver calibre 32 y eso funcionó como un llamador para que las armas de la otra familia le dispararan. Como pudo. se tiró detrás de una mesa, pero dos balas lo hirieron. Otro proyectil fue a dar a la pierna de Julio, su hermano.

Fuga y captura. Bárbara y sus dos hijos no llegaron a ver vivo a Marcos, que murió en el Hospital de Urgencias. Tras el incidente, los Rodríguez desaparecieron, pero Raúl y Nancy lograron ser detenidos en Colonia Tirolesa. El fiscal Marcelo Hidalgo reconstruyó la disputa y los imputó como coautores de homicidio agravado. Héctor Rodríguez esta prófugo y se lo busca en una provincia vecina.

Hoy. Tiene unos 55 años y está sentado en la mesa del living de su casa, sobre la calle Avellaneda al 4500. Soporta el calor de la siesta en cuero y con la puerta abierta. Sale a la vereda y atiende con gesto amable hasta que escucha la pregunta.

–Estamos haciendo un trabajo sobre el caso del chico Marcos Bradaschia, que mataron acá, en la esquina.
–¡No! Pero yo no estaba ese día (reacciona echándose para atrás y mintiendo). No vivía acá.
–En una de esas se acordaba, fue en julio.
–Sí, sí, pero yo recién llegaba al barrio. Justo ese sábado no estaba.

Unas casas más allá una mujer que barre la vereda escucha la pregunta y se mete adentro con evidente miedo. Da el portazo con la puerta de chapa y, antes de cerrar el postigo color amarillo, dice moviendo la cabeza a ambos lados:

–No. No estaba ese día.

Lo mismo repite el hombre de la casa de al lado. Justo ese día no estaba en el barrio porque había ido a “dar una vuelta”. Otro hombre, que tiene una remera verde y está sentado en una moto, es el más claro:

–¿Sabés qué? Ese día en el barrio no estábamos ninguno. Nadie vio nada– dice y se va en la moto, mirando hacia los costados.

Este trabajo periodístico se sustenta en los testimonios que constan en el expediente que dirigió el fiscal de instrucción Marcelo Hidalgo. La causa se elevó a juicio la semana pasada.