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Lydiette Carrión, El Universal-. Iván era trompetista de la Orquesta Sinfónica del IPN, de la de Bellas Artes, y tocaba con el grupo de reggae Los Rastrillos. Tenía una novia nueva y era feliz. Pero un día, de la nada, desapareció. Su familia pasó meses buscándolo, pese a la negligencia y poco apoyo de casi todas las autoridades.
Ilustraciones EKO
 

Es la mañana del 15 de julio de 2013 en el cementerio civil de San Salvador Atenco, Estado de México. El calor ya se ha asentado en el pavimento, la acera, y las hierbas que crecen. Hay tumbas con adornos tan singulares y alegres como el propio pueblo: una está decorada con una máscara de teatro y sombrillitas de tela, a otra le han dibujado el Puma azul y oro de la UNAM, otra más está adornada con calaveritas de Halloween. A las más sobrias les han dejado crecer una hierba de hojas verdes y fragantes. Es un lunes soleado cualquiera en el panteón, excepto por dos robustos policías municipales que vigilan la entrada con arma al cinto.

Uno de ellos habla por radio:

—Los familiares están en Texcoco y ya vienen. Nada más van a sacar la muestra de ADN. La exhumación empezará a las 11 de la mañana.

Pero los familiares de la víctima, ministerios públicos, policías y los abogados defensores del detenido comienzan a llegar antes de la hora. El fiscal de Ecatepec, Gerardo Ángeles, trae un cubreboca atorado en las orejas que le dio su esposa en el desayuno.

Una mujer joven y robusta camina con paso rápido entre todos los grupos. Lleva una cajita con cubrebocas quirúrgicos que reparte a policías, peritos, bomberos, miembros de protección civil y sepultureros.

Lleva el pelo recogido en una cola de caballo y está vestida con jeans y una playera blanca estampada con la fotografía de un trompetista. Quienes la conocen saben que en el último año y medio su rostro ha adelgazado y sus ojeras ahora son permanentes. Ella es Karla, hermana de Francisco Iván Serrano Hernández, primer trompetista de la Orquesta Sinfónica del Instituto Politécnico Nacional, segunda trompeta en la Orquesta de Bellas Artes y miembro del grupo de reggae Los Rastrillos. Fue visto por última vez a las 6:15 pm del 5 de octubre de 2011. Veinte meses después existe, por fin, un indicio claro de lo que le pasó: se ha establecido un móvil, hay un detenido y otro sospechoso está prófugo.

A la diligencia han venido tres familiares. Uno es Yasser, el hermano de Iván, un muchacho alto y delgado. Tiene 23 años y se mantiene protectoramente cerca de su madre, Celia. Ella es una mujer pequeñita y dulce que carga un librito de oraciones. Por supuesto, también está Karla, quien reparte los cubrebocas como para calmar sus nervios. Quizá porque recuerda la última vez que habló con Iván.

—Hermano, ¿estás seguro de lo que vas a hacer?

Era el 4 de octubre de 2011. Karla esperaba la respuesta de Iván al otro lado del teléfono.

La noche anterior Karla y su madre, Celia, recibieron en su hogar de Tecámac —en el Estado de México— a Mónica, la esposa de Iván. El matrimonio se estaba desbaratando y la joven, blanca, pequeñita, muy delgada —casi como una niña—, decía entre llanto que no entendía qué había pasado tras cuatro años de matrimonio, pero que ella ya no aguantaba más. Las dos la consolaron y le ofrecieron guardar algunas de las pertenencias que sacaría del departamento que hasta entonces había compartido con Iván en el Distrito Federal.

Ahora, al teléfono con Iván, Karla tenía presente el llanto de Mónica. Por eso le insistía en que si estaba seguro de la separación. Pero a Iván no se le escuchaba triste, sino feliz, ilusionado. No le explicó qué pasó en su matrimonio, sólo que en los últimos meses se había enamorado de otra mujer, Yadira. Quería divorciarse y empezar una nueva vida.

—¿Tú crees que si no estuviera seguro armaría este alboroto? —remató su hermano.

Ésa fue la última vez que Karla habló con su hermano.

Dos días después, el jueves, Celia recibió una llamada de Yadira, quien le informó que Iván no se había presentado a trabajar y que su celular estaba apagado. Al día siguiente, Celia viajó al Distrito Federal a denunciar la desaparición en el Centro de Atención a Personas Extraviadas y Ausentes (CAPEA).

El fin de semana la familia trató de reconstruir los pasos de Iván. Yadira relató que el miércoles 5 Iván viajaría a Ozumbilla, en Tecámac, para hablar con la familia de Mónica y terminar bien. Ella lo acompañó al metro Potrero a tomar un autobús e Iván le mandó un mensaje en el que avisaba que ya había llegado a Ozumbilla. Mónica les dijo después que, en efecto, habían acordado verse, pero que Iván había cancelado al último momento.

El sábado y domingo Karla y Mónica recorrieron los hospitales, la Cruz Roja, el Servicio Médico Forense (Semefo) de Ecatepec. Pegaron volantes en un supermercado sobre la carretera libre México-Pachuca, también en las zonas de Gallineros y Ojo de Agua.

Para el lunes, CAPEA ya había conseguido los videos del Metro. Identificaron al músico cuando llegó a la estación Potrero y se dirigía a tomar uno de los transportes rumbo a Ozumbilla.

Días después, personal de CAPEA fue al hogar de Celia, en Tecámac. Uno de los funcionarios dijo a la madre:

–Señora, me dice su nuera, Mónica, que Iván vendía droga.

La familia de Iván lo negó con indignación. Pero este dato, aunado a los videos del Metro y al mensaje que Yadira había recibido en su celular –en el que Iván aseguraba haber llegado a Ozumbilla–, hizo que Celia y Karla desconfiaran por primera vez de Mónica. Los de CAPEA también hicieron lo suyo llevando y trayendo información: el 17 de octubre, algún funcionario de esa dependencia informó a Mónica que la familia de Iván sospechaba de ella.

Para finales de mes ya se había establecido que Iván había desaparecido en el Estado de México. Por eso un integrante de CAPEA llevó personalmente la carpeta del caso al segundo turno del Ministerio Público de Tecámac, y se desentendió, ya que no era competencia del Distrito Federal.

Por ese entonces Mónica sugirió que quizá deberían pegar volantes en la colonia San Martín, cerca de Tecámac, aunque para llegar a casa de los suegros Iván habría tenido que bajar del camión en la colonia 5 de Mayo. Después sugirió que tal vez habían robado y asesinado a Iván, y que el cuerpo podría estar en el cerro de Ozumbilla, atrás de la casa de los suegros.

Karla subió a buscarlo acompañada de su cuñada, a pesar de que en casa le habían implorado que no se viera a solas con ella. Después de varias horas se sentaron, muy cansadas, en medio de la nada. Había sido una jornada difícil, incómoda: Karla sospechaba de Mónica y ella lo sabía, pero ambas hacían como que no pasaba nada. Karla se levantó un momento y pudo ver a los lejos a unas personas que enseguida se ocultaron. Se dio cuenta de que cuidaban a Mónica. Concluyó que su cuñada no había actuado sola.

En esas mismas fechas, a finales de octubre, los hermanos, primos y tíos de Iván peinaron los hospitales y Semefos del Distrito Federal y el Estado de México. En el Estado de México hay 39  de ellos y la familia visitó todos. Al hermano mayor le tocó acudir al de Texcoco. Se presentó con una copia de la denuncia por la desaparición. Pero los encargados le dijeron de forma tajante que ninguno de los cuerpos tenía las características de Iván y le impidieron revisar personalmente los registros o ver los cuerpos.

Para noviembre, Mónica dijo que Iván probablemente estaba en un anexo para drogadictos localizado en Ozumbilla. Celia llamó al lugar y preguntó si se encontraba ahí un Iván Francisco. Le dijeron que sí. Las autoridades de Tecámac implementaron un operativo y catearon el lugar. Iván no estaba ahí.

En diciembre —dos meses después de la desaparición—, el ministerio público por fin obtuvo los registros de las llamadas de Iván, Yadira y Mónica. Así se constató que Iván envió su último mensaje de texto a su novia Yadira desde Ozumbilla. También que la última llamada fue al celular de Mónica y duró 11 segundos. Pero también arrojó otros datos: los días anteriores al 5 de octubre, Mónica había marcado obsesivamente a tres celulares: el de Iván, el de Celia y un tercer número no identificado. Cada vez que hablaba con Iván, casi inmediatamente marcaba a ese otro celular.

A principios de enero Mónica fue llamada a declarar al Ministerio Público de Tecámac. Una pasante de Derecho realizó la entrevista porque el agente a cargo estaba de vacaciones. Mónica dijo que no se acordaba de quién era ese número. La pasante le dijo que fuera a su casa y “tratara de recordar”. Fue citada para el 25 de enero. Pero ese día Mónica no se presentó.

Ese mismo 25, la familia de Mónica levantó un acta en la Procuraduría General de la República por desaparición y acusó a Karla como sospechosa. Pero durante los meses siguientes, la familia nunca buscó a Mónica, ni difundió el caso.

A partir de entonces, la investigación se estancó. En el segundo turno en Tecámac decían que no se podría solicitar información sobre el misterioso número telefónico hasta que pasaran las elecciones estatales en las que se renovarían legisladores y presidentes municipales. Eso sucedería cinco meses después, el 1 de julio de 2012.

Celia y Karla no supieron qué hacer, así que pidieron ayuda a otros familiares con hijos de desaparecidos en el Estado de México. Fueron a marchas y plantones. Así pasó el primer semestre de 2012: buscando ayuda, colocando carteles, recibiendo amenazas. En mayo, la familia logró que su caso se radicara en el Ministerio Público de Ecatepec y en junio hablaron con el fiscal. Pero fuera de eso, las cosas seguían igual.

“Hasta que Dios nos mandó un ángel”, dice Karla.

 

UN BUEN JUDICIAL

El 28 de junio de 2012 Marcos Ruiz circulaba en su auto cuando un joven, pistola en mano, le exigió que entregara el vehículo. Marcos abrió la portezuela y el asaltante vio su placa y el arma. Se dio cuenta de que era un policía, así que le pegó un balazo en el pie y escapó. Así fue como el agente Ruiz, adscrito al área de feminicidios de Tecámac, se vio de pronto con seis meses de incapacidad y un pie hecho papilla. Pasaba los días en su casa, al lado de su esposa, hasta que en septiembre un vecino le platicó del caso del músico desaparecido y le pidió que ayudara a la familia.

“Al principio me tenían desconfianza”, relata Marcos. “Ya les habían sacado dinero y no los habían ayudado”. Ruiz se limitó a guiarlas en la investigación y la familia, poco a poco, volvió a confiar en una autoridad. En enero de 2013 el agente regresó a trabajar y la familia solicitó que fuera adscrito al caso.

Para Ruiz, el momento clave fue el día que dejaron ir a Mónica. A ella debieron retenerla unos días por falsedad de declaraciones, pero no lo hicieron. Esto, explica, pudo deberse a desconocimiento y temor frente al nuevo sistema penal acusatorio, que en el Edomex tenía pocos meses de haberse implementado. Pero también pudo ser negligencia o colusión.

–¿Cuál fue la motivación de Mónica? —pregunto. –No fue pasional: tanto Mónica como Iván ya tenían otras relaciones. Mónica tiene el perfil de una psicópata, su motivación fue otra…

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DETRÁS DEL AMOR

En su pueblo natal, Los Reyes Acozac —en Tecámac —, a Iván lo conocían como El Maestrito. Desde muy joven supo que quería ser músico. Tomó clases con un profesor local y cada año, el 22 de noviembre, el Día de Santa Cecilia –santa patrona de los músicos–, se plantaba junto a la entrada de la iglesia y tocaba toda la jornada. Después organizaba una comida y borrachera con sus colegas, los músicos locales, aunque él pronto dejó de ser aprendiz y se convirtió en el maestro, El Maestrito. Muy joven tomó su trompeta y se fue a estudiar al Distrito Federal. Luego vino la Orquesta del IPN, de Bellas Artes y, por supuesto, su amor al Reggae. Pero nunca se olvidó de los suyos: organizó un concurso de música en su pueblo, cuyos trofeos tenían la forma del singular kiosko que adorna la plaza principal; también un par de homenajes al maestro que le enseñó las bases musicales. Frecuentemente tomaba un camión desde el DF y visitaba a su mamá, Celia, y a su hermanito Yasser. A él siempre le decía: “No importa a que te dediques, tienes que ser el mejor. Practica, siempre practica”.

En uno de estos viajes en camión conoció a Mónica: delgada, pequeña y bonita, de pelo negro y chino, y las cejas tatuadas. Se enamoró y se casó con ella. Pero Mónica no hacía mucho de su vida. No trabajaba ni tenía vocación alguna. Por un tiempo estudió algunas cosas y de pronto participó en una radio comunitaria, pero abandonó cada proyecto. Iván le decía que estudiara algo que le gustara, que aprovechara ahora que él podía mantenerla. Eso nunca pasó. Poco a poco las cosas se enfriaron, probablemente por esa diferencia de actitudes ante la vida, aunque eso nadie lo sabe con certeza: Iván era muy discreto con su vida privada. Para octubre de 2011, el Maestrito se había enamorado de Yadira: joven, flautista talentosa, y apasionada por la música. Iba a dejar a Mónica. Fue cuando su esposa le pidió a él que fuera a hablar con sus suegros para “terminar bien”, mientras ella marcaba frenéticamente un número desconocido.

 

EL OTRO

A inicios de 2013 la Policía por fin obtuvo los registros del teléfono misterioso. Pertenecía a Rodrigo, vecino de Ozumbilla, quien se mudó a Monterrey por las mismas fechas de la desaparición de Mónica para trabajar como policía. Marcos Ruiz compró de su dinero el avión a Monterrey, pero el jurídico de la Policía regia protegió a Rodrigo.

Después se solicitó una orden de cateo para la casa de los padres de Mónica. Los peritos rociaron con luminol (sustancia que detecta presencia de sangre humana), pero por alguna razón omitieron el baño. La prueba resultó negativa.

La Procuraduría mexiquense presionó a la Secretaría de Seguridad regia por el caso y, tras jaloneos entre autoridades, Rodrigo viajó al Edomex y se presentó en el MP de Ecatepec. Llegó acompañado de una abogada y sus familiares para declarar como testigo a mediados de marzo de 2013.

Rodrigo dijo que conocía a Mónica desde la secundaria, pero que hacía mucho tiempo que no la veía. Estaba a punto de irse cuando los ministeriales le pidieron que los acompañara al Semefo a revisar unas fotos de cadáveres de mujeres no identificadas, para ver si alguna de ellas era Mónica. Accedió a regañadientes, pero una vez en la patrulla —según el informe policíaco— Rodrigo les ofreció dinero para que lo dejaran ir.

Lo detuvieron bajo la acusación de intento de soborno y comenzaron a interrogarlo. En algún momento, Rodrigo se quebró y contó parte de la verdad. Según su declaración firmada, Mónica había planeado todo. La noche del 5 de octubre Iván llegó a la casa de los padres de ella. En el baño de la casa lo golpearon entre Mónica, Rodrigo y un hombre desconocido. Intentaban darle una calentada, pero el desconocido lo golpeó con un tubo e Iván ya no se movió. Sacaron el cuerpo y lo trasladaron hasta la Colonia del Sol, en el municipio de Nezahualcóyotl.

Bajaron entre las calles 37 y 40, lo cargaron, cruzaron las vías del tren y lo arrojaron a la entrada del dren de Neza, un puñado de hectáreas pantanosas que reciben los desbordamientos de dos ríos y las aguas negras de las ineludibles inundaciones de Neza. Después se fue a vivir a Monterrey, con Mónica.

Se emitió una nueva orden de cateo para la casa de los padres de Mónica. En esta ocasión rociaron luminol en el baño. El piso y la coladera se encendieron con brillo macabro. Pero no había cadáver, así que no había delito. Los abogados defensores de Rodrigo se desternillaban de risa. Incluso interpusieron un amparo contra la detención, por supuestas irregularidades.

En abril las autoridades llegaron al dren de Neza con unas palas. La tarea de encontrar algo ahí era casi imposible. Miraron la enorme extensión pantanosa en cuyas zonas más húmedas había burbujas de gases que explotaban de pronto por los materiales en descomposición. Otras regiones eran intransitables por el riesgo de ser tragados por el lodo. En junio, la fiscalía regional de Ecatepec rentó una máquina excavadora y durante tres días dragaron el lugar.

El ingeniero a cargo, en el último día de dragado, decía que el cuerpo podía estar en cualquier parte: en los montículos de tierra seca y arbustos, o en las zonas imposibles. Todos saben que dragar parcialmente es un volado. La señora Celia observaba los trabajos con su dulzura característica, pero a las cinco se retiraron con las manos vacías.

La familia decidió revisar de nuevo todos los reportes de Semefos y hospitales. Por esas fechas así habían encontrado a varias jovencitas del Estado de México, desaparecidas por largo tiempo y cuyos padres se habían ido desvaneciando al seguir todos indicios posibles. Terminaron hallándolas muertas en diferentes fosas comunes. En todos los casos, el dolor prolongado de la búsqueda se atribuía a negligencia pura.

La fiscalía de Ecatepec revisó los registros del Semefo de Texcoco, entre ellas la de un cuerpo de entre 25 y 30 años, hallado el 16 de octubre de 2011 y que murió por traumatismo craneoencefálico. En las fotografías, Celia reconoció a Iván. El cadáver de su hijo había estado en el Semefo de Texcoco cuando sus familiares se presentaron y el personal les impidió revisar los archivos. Un acto de negligencia alargó la búsqueda de la familia por 18 meses.

La carpeta abierta por homicidio sólo tenía un par de hojas y advertía que el cuerpo había sido enviado a la fosa común del panteón civil de San Cristóbal Mexquipayac, en el municipio de Atenco, Estado de México.

La fiscalía solicitó una orden de exhumación para el 27 de junio de 2013. Policías y familiares acudieron puntuales. Celia, Karla y Yasser llegaron con un ramo de rosas, pero se encontraron con que el cuerpo no estaba en ese panteón.

¿La razón? El poblado se rige por usos y costumbres, y no permite que se dé sepultura a nadie que no sea vecino del pueblo. Cuando supieron que iban a ser enterrados dos cuerpos no identificados, la población se opuso. Los sepultureros y funcionarios de Protección Civil resolvieron llevarlo a un segundo pueblo, Santa María Isabel, donde fueron inhumados sin que nadie supiera.

Dos meses después, el segundo cuerpo fue identificado y exhumado. La población de Santa María también protestó por el otro cadáver enterrado, así que se llevaron los restos de Iván a un tercer cementerio en San Salvador Atenco. De esto no había indicio en la carpeta del caso, ni registro oficial en el Semefo. Las autoridades y los familiares se trasladaron a ese panteón civil y entrevistaron a sepultureros, al síndico y ex síndico. Después revisaron los registros de Protección Civil, de los municipios, de las memorias de los síndicos y las bitácoras de los sepultureros, y así reconstruyeron la historia. La familia dejó las rosas en la fosa común: “Si no es Iván —dijo Celia— es alguien que está en la misma situación”.

Pasaron otros 15 días más para expedir una nueva orden de exhumación. Así llegamos a julio del 2013, en el panteón civil de San Salvador Atenco.

La comitiva se acercó a la fosa común, una tumba sin nombre. Los trabajadores del cementerio le dieron un aire digno con los vestigios de tumbas que ya fueron destruidas: una cruz y un par de urnas.

Decenas de personas, todas con cubrebocas, se aglutinaron alrededor. Un bombero lideró el proceso de excavación: él y otros dos se iban turnando con pala y pico. Los demás observaban a los hombres sudar. Los encargados del cementerio se habían puesto ramitas de pirul entre el pelo “para evitar un mal aire”. Uno de ellos le pregunta a otro:

—¿Cuál está primero? —El del Salado. —¿Y la viejita? —No. La viejita ya no debe estar.

Una anciana que jamás fue identificada lleva tanto tiempo en la fosa común que los sepultureros creen que ya se ha desintegrado.

Cuarenta minutos después el bombero grita que ha llegado a la bolsa. Acercan una vara y una cinta métrica. Alguien dice en voz alta: un metro diez. Hay una bolsa de nylon blanca. Adentro hay otra más, negra. Sobre ella, una hoja blanca envuelta en plástico transparente, asegurada de forma rudimentaria con cinta canela, exhibe los generales: sector 440 El Salado, con fecha de julio de 2011, el número de carpeta de investigación…

No es Iván.

Depositan los restos a un lado. Siguen excavando. Pasan unos minutos más. Ambos cuerpos se encuentran casi a la misma profundidad. Un metro treinta y seis.

A lo lejos, retruenan unos cuetes. Son las 12:02 del día. “Son cuetes de que lo encontramos”, se duele Karla.

En esta ocasión hay un ataúd. Abren la tapa. La bolsa de nylon blanco está llena de humedad. La rompen con cuidado. La hoja que debía ser blanca ya no lo es. Las letras son apenas visibles. Alguien lee: fecha de hallazgo, 16 de sept… la familia se tensa. ¿No es Iván? Perdón, rectifican. Es 16 de octubre. Ahí dice con claridad: “masc. 25-30 años. Fecha: 16 de octubre. Número de carpeta 1685”. Sí es Iván. El rostro de Celia se ensombrece.

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EPÍLOGO

La fiscalía de Ecatepec estudia iniciar procesos en contra de varios funcionarios, como agentes del MP y miembros del forense, por presuntas irregularidades que impidieron el avance del caso. El juicio contra Rodrigo por homicidio calificado está en puerta. Se presume que el móvil no fue pasional, sino económico: cobrar el dinero de dos seguros de vida y una pensión por viudez, cuya beneficiaria principal sería Mónica. Ella sigue prófuga.

El día del sepelio de Iván, Yasser está afuera de la iglesia, en el mismo lugar en el que su hermano tocaba cada día de Santa Cecilia. Su madre y hermana están adentro, no se separan del ferétro de Iván. Muchos músicos esperan que termine el servicio religioso: compañeros de su grupo de reggae delatados por sus rastas, colegas de las orquestas, sus amigos de la infancia. Yasser va vestido de riguroso negro y los ojos devastados. “Mataron a mi hermano por un millón de pesos”, se duele. “Imagínate si se le hubiera hecho”. Ahora, ese dinero apenas permitirá ponerse de pie a la familia, que perdió todo buscando a El Maestrito, el orgullo de la familia.

LYDIETTE CARRIÓN es reportera independiente. En sus ratos libres sube cerros y baja a cuevas. Su aspiración es ser topógrafa de historias.