Por José Gil Olmos
Caminaba solo sobre la carretera, con un cartón y cuatro fotografías en una de las manosy una mochila al hombro; tenía el pelo corto y cano. Esa es la primera imagen que recuerdo de Nepomuceno Moreno. Casi de la misma manera lo vi por última vez.
Su voz fue lo que más me llamó la atención al conocerlo. Metido en la marcha por la paz del 8 de mayo que salió de Cuernavaca rumbo a la ciudad de México se le oía hablar con ese acento norteño que le da fuerza y tono a las palabras de manera franca, llana, sin matices. Supe casi de inmediato que era de Hermosillo y que estaba buscando a su hijo Mario a quien unos policías se lo habían llevado en julio del 2010.
A partir de entonces lo miré en cada una de las acciones del Movimiento de Paz con Justicia y Dignidad. Andaba siempre alegre y cada vez que lo escuchaba, por alguna razón, se me imaginaba que era del tipo de Pedro Infante, que hasta cuando estaba triste caía bien.
Sí, Nepomuceno caía bien hasta cuando contaba que a su hijo se lo habían llevado unos policías en Sonora y que le habían pedido 30 mil pesos para liberarlo. Algo que nunca ocurrió.
Junto con el padre del “Vaquero Galáctico”, Julián Le Barón, Javier Sicilia y otros pocos de Chihuahua, era de los pocos hombres que estaban en las caravanas por la paz del norte y sur. También en los diálogos con Felipe Calderón.
Fue en el último encuentro de Chapultepec cuando Nepomuceno le dijo al presidente que lo querían matar. Le pidió protección y nunca se la dieron. Como testimonio del dialogo traía una foto con él cuando a los pocos días, el 17 de octubre,  regresó a Hermosillo.
La tarde de ese martes otros miembros del movimiento de paz me pidieron que hablara con Nepomuceno porque les había dicho que lo querían matar. Cuando llegó a las oficinas de Serapaz se le veía ansioso. “Me voy a mi casa porque me dijeron que andan rondando unos hombres armados y tengo miedo por mi familia”. Recuerdo que esas fueron sus palabras.
El dialogo fue rápido, interrumpido por miembros de la comisión de víctimas que querían hablar con él. Nepo, como ya le decían en el movimiento, no quería permanecer un minuto más lejos de los suyos.
“Ya me voy” dijo al despedirse con un fuerte apretón de manos. Traía una vez más su mochila al hombro, una camisa a cuadros, chamarra de mezclilla,  y esa sonrisa a la que acostumbró a todas las familias de las víctimas con las que vivió sus últimos meses.
Un mes después Nepomuceno se convirtió en otra víctima de esta guerra. Fue ejecutado y acusado por el gobierno del estado de tener vínculos con el narcotráfico en una estrategia de criminalizar a las familias de las victimas,  desprestigiar la imagen y la lucha de un padre que sólo buscaba a su hijo desaparecido.