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Son 50 hileras de huecos mal cavados, rellenos luego con una tierra seca y polvorienta que no conoce pasto: tumbas sin lápidas, marcadas cada una con un ladrillo marrón y un nombre repetido, “John Doe” o “Jane Doe”.

Así clasifican los estadounidenses a los muertos no identificados y el cementerio de Holtville los tiene en abundancia: la mitad de casi 700 tumbas pertenecen a personas desconocidas, la mayoría de las cuales se presume fueron migrantes indocumentados que fracasaron en sus intentos de cruzar la frontera entre México y Estados Unidos, a menos de 15 kilómetros de aquí.

Los peritajes forenses no alcanzan para devolverles la identidad: no están registrados en las bases de datos de las autoridades estadounidenses y a veces ni siquiera sus familias los buscan. Los presumen vivos en el país al que viajaron persiguiendo el “sueño americano”.

Pero allí están, en tumbas que paga el estado, obligado por ley a dar entierro a quienes no pueden costearlo. Tumbas que nadie visita.

“Las familias no tienen dinero ni saben dónde están. Por eso ni servicio (religioso) se les hace”, dice el cuidador Martín Sánchez, un mexicano de piel ajada por el sol tras 27 años de rastrillar tierra sobre los ataúdes.

Aunque no existen cifras certeras, se estima que entre 180 y 280 personas mueren cada año intentando entrar a Estados Unidos por el sur. Y aunque el flujo migratorio está en baja, el número de decesos se ha mantenido constante.

“Es que la travesía se ha vuelto más peligrosa. Hay más agentes, la presencia del narcotráfico ha incrementado la violencia y hay también muchos que se aventuran por terrenos más inhóspitos por creerlos menos controlados”, dice a BBC Mundo Enrique Morones, director de la organización pro-inmigrante Ángeles de la Frontera.

“No olvidados”

Los entierros de NN (no name, sin nombre) en Holtville, en medio del desértico Valle Imperial de California, comenzaron a mediados de los ’90, cuando quedó chico otro camposanto vecino al tiempo que comenzó a aumentar el número de cuerpos.

Coincidió con la Operación Gatekeeper, establecida durante el gobierno de Bill Clinton para detener los ingresos no autorizados, así como con la construcción de la valla divisoria.

Desde 1993, la frontera se ha cobrado al menos 3.800 vidas, según las cifras más conservadoras; algunas organizaciones –como la Coalición de Derechos Humanos de Tucson- hablan de más de 6.000. De ellos, unos mil están sepultados sin nombre.

Cada mes, el activista Morones viaja a Holtville con un grupo de estudiantes secundarios para “mantener viva la memoria”.

“Estos cientos de seres humanos todavía no descansan en paz. Ni servicio digno, ni pasto tienen, ni familias enteradas de que han muerto. Esto es una crisis humanitaria, aquí mismo dentro de Estados Unidos”, opina Morones, mientras sus alumnos clavan cruces de madera pintadas en colores chillones con una inscripción: “No Olvidados”.

Aquí, dice Morones, está el mayor cementerio de NNs civiles de Estados Unidos, detrás del de Arlington, que es de carácter militar y alberga a soldados desconocidos.

Paradójicamente, los cuerpos que llegan son cada vez menos: sólo 2 fueron sepultados en el último año. Por cuestiones de costos, la Oficina Pública se inclina cada vez más por la cremación de los no identificados, con lo que se ahorran unos US$1.000 por cada lote de tierra en Holtville.

Desierto vigilado

A esta altura de la frontera californiana, el desierto blanco donde el termómetro marca 50 grados centígrados parece tierra de nadie.

Apenas unas matas achaparradas, ondulaciones leves del terreno y una montaña que llaman El Centinela. Del otro lado, México. Aquí no hay muro elevado, sino unas estructuras de hierro clavadas en la arena para impedir el cruce de vehículos.

Cualquier podría pasar caminando entre las vallas, sin siquiera torcer el cuerpo de lado. Pero la geografía engaña: unas cuarenta cámaras de seguridad y más de 1.200 agentes de la Patrulla Fronteriza vigilan noche y día un tramo de apenas 55 kilómetros de límite binacional.

Los arrestos aquí no son noticia, son unos 100 diarios. 33.000 en 2011, una décima parte del total reportado por la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza (CBP, en inglés), la mayoría en el vecino estado de Arizona.

“Tenemos más cercas, más sensores de movimiento, cámaras infrarrojas portátiles y otras en las torres, más equipo… de todo, pues, para hacer detenciones en cuestión de minutos”, asegura el agente supervisor Adrián Corona.

Los oficiales son, también, quienes muchas veces encuentran los cuerpos de migrantes fallecidos.

“Nadie puede sobrevivir en este calor por más de dos horas, sobre todo en verano. Las condiciones son extremas, pero eso no detiene a la gente”, señala Corona a BBC Mundo.

La mayoría perece por deshidratación aguda. Otros, heridos o enfermos, son abandonados por el grupo, generalmente liderado por un “coyote” a quien los migrantes pagan para asistirlos en el cruce.

Algunos resultan víctimas de la violencia adjudicada al narcotráfico, e incluso sobre la Patrulla pesan acusaciones de abusos: hace unos días, un mexicano fue presuntamente baleado por un oficial de Texas, en un episodio que está siendo investigado.

Pero las estadísticas señalan que, después del calor, es el agua la que más mata: un tercio de los decesos en este sector ocurren en el Canal All-American, construido en los años ‘30 para irrigar el Valle Imperial, que corre paralelo a la frontera y tiene 75 metros de ancho.

“El agua se mueve mucho más rápido de lo que parece. Se ve fácil de nadar, pero una vez en la corriente es difícil salirse”, señala a BBC Mundo el agente J. Priest, de la unidad BOARSTAR (de Búsqueda, Trauma y Rescate) de la Patrulla Fronteriza.

Respuesta forense

Los cuerpos que entrega la Patrulla y otros que son hallados –en canales subsidiarios del All-American, por ejemplo, arrastrados por las aguas- son la primera responsabilidad de la Oficina Forense.

El año pasado han recibido unos 40, calcula el supervisor Thomas García. El último, hace apenas dos días, fue el de una mujer de 29 años, deshidratada.

En su oficina -repleta de muebles de archivo con carpetas blancas, una para cada caso- se guarda el detalle de lo que llega: a veces apenas huesos sueltos, zapatos gastados, ropa con etiquetas “Hecho en México”, estampas religiosas, algún amuleto que supo ser compañía de viaje.

Las autopsias resuelven 40% de los casos. Los tatuajes ayudan, así como cualquier seña particular que pueda ser identificada por familiares o las huellas dactilares para aquellos que han sido deportados en el pasado y ya figuran en los registros de las autoridades federales.

“Si mueren en el desierto y los cuerpos no se encuentran pronto, la actividad animal deteriora los restos, dice García a BBC Mundo. Los coyotes comen incluso los huesos”.

Cuando la ciencia forense se agota, los NN son cremados o enterrados en el cementerio de Holtville.

Cada uno deja detrás una carpeta blanca: John o Jane Doe en la etiqueta, “causa de muerte indeterminada”, datos de ADN, fotos de restos humanos, fotos si acaso de alguna pertenencia. Casos que se mantienen abiertos, a la espera de que alguien, alguna vez, les devuelva su nombre.