Por Luigi Baquero.- 

A Encarnación la conocí en el 2003. Trabajaba en un documental llamado Un día en la torrre, el tema era la cotidianidad en los asentamientos Altos de la Torre y El Pacífico, Colombia, donde llegaron cientos de campesinos, víctimas del desplazamiento forzado. Eran ciudadanos que abandonaban sus tierras bajo amenaza, presiones o la violencia que imponían los grupos armados.

Hasta mayo de 2011, la Agencia de Colombia para la Acción Social, llevaba registrados cerca de 3,7 millones de personas que habían sido forzadas a abandonar sus lugares de residencia.  Cerca del 80 % de ellas eran mujeres, niñas y niños.

Cuando las victimas de este fenómeno social llegaron a las periferias de las principales ciudades del país, se vieron en la necesidad de salir en busca de ayuda.  De pedir comida, ropa, algo de dinero. Empezaron a realizar los “recorridos”.

Al principio encontraron manos solidarias, pero con el trascurso del tiempo y a medida que se multiplicaban, la ayuda se fue volviendo escasa. Los desplazados decideron organizarse y dividir las zonas de la ciudad por días, para no cansar a los buenos samaritanos. Iban un día de la semana por el Barrio Buenos Aires, otro pasaban por Villa Hermosa y Manrique, el fin de semana visitaban el Centro de Medellín.

Encarnación era de San Luis, un pueblo de Antioquia. En los caminos de barro del asentamiento El Pacífico tenía sembrados de cebolla, ají, cidra y varias aromáticas. Su casa siempre estaba impecable, siempre nos recibía con una gran sonrisa.

El Recorrido me llamaba la atención, pues era un misterio saber quién lo practicaba, de mucho preguntar ya Encarnación me dijo:

-Aquí todos hemos tenido que hacerlo, así sea una sola vez

Luego de varias conversaciones me invitó a que la acompañe. Sin cámara. Hasta que me permitió fotografiarla. Así surgió este trabajo: Encarnación y su recorrido.

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Ese día nos encontramos a las cinco de la mañana en su casa. Me esperaba con prisa, dijo: “vámonos rapidito para poder llegar a todos los lugares de primeras”. Otra mujer, Vilma nos acompañó.

Bajamos muchas escalas, nos metimos por varios callejones y llegamos al Centro, corrimos todo el tiempo, no había descanso. Ellas se encontraron con otra gente, a veces se reunían 50, otras 10 y otras ellas dos solas. Se tomaban caminos distintos, por momentos llegábamos de primeros y otras de últimos.

En un depósito de venta de hierro nos dijeron que ellos cambiaban doscientos mil pesos todos los sábados en monedas de 200, que empezaban a repartirlas a las siete de la mañana y que a las tres horas se acababan.

En Calzado Montoya, repartieron diez pares de zapatos y a Encarnación le dieron un par. Recuerdo que los ojos brillaron un poco más de lo normal.

En una tienda sacaron un guacal de madera lleno de Ciruela de campo, a mí el olor me sacó corriendo. Encarnación se acercó, miró y se alejó. Otras seis mujeres se quedaron seleccionando lo poco bueno que había.

En pocos lugares le daban monedas a los hombres. En Barrio Triste, mientras caminábamos entre hombres llenos de grasa, salió uno de ellos de un camión y sacó un billete de cinco mil pesos y les dijo: “Tengo esto para repartir, ¿Quién me lo cambia?”. Rosaura, otra mujer del asentamiento Altos de La Torre gritó: “yo”. Las monedas se repartieron entre todos.

Ya con la bolsa blanca y el morral lleno, Encarnación caminaba por La Playa contando sus monedas.

– Recogí seis mil doscientos cincuenta pesos – me dijo- no estuvo mal, alcanza para el jaboncito.

 

 

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