Por Gabriela Cruz Foto Bruno Cerimele en La Palta

Famaillá es la ciudad cabecera del departamento que lleva el mismo nombre. A 35 kilómetros al sur de la capital tucumana, por la ruta nacional N° 38, se encuentra el que fuera uno de los puntos neurálgicos de la represión durante el denominado Operativo Independencia. Todas las declaraciones hablan de la escuela que antes de recibir niños fue usada para torturar, para violar y para matar.

Un edificio recientemente terminado de construir sería la nueva escuela Diego de Rojas y todo parecía indicar que en marzo de 1975 se llenaría de estudiantes de la escuela primaria. Pero el Operativo Independencia llegó a poner en práctica los mecanismos más nefastos para exterminar cualquier intento de organización social y política anulando todo derecho, convirtiendo a todos en sospechosos y de inmediato en culpables. Así fue como apenas iniciado el Operativo Independencia, cuando las celdas de la comisaría de Famaillá no dieron abasto para la cantidad de detenidos secuestrados, se utilizaron las aulas todavía sin inaugurar de ‘la Escuelita’. La ‘Escuelita de Famaillá’ se convirtió así en el primer centro clandestino de detención del país.

“Cuando llegaron los federales cerraron las esquinas y no se podía salir”, dijo un testigo cuya identidad se preserva por pedido del equipo interinstitucional de acompañamiento a testigos víctimas del terrorismo de Estado. El hombre vivía junto a su familia frente a la escuela Diego de Rojas. Ambas esquinas de la cuadra donde se encontraba su casa estaban cercadas y custodiadas por miembros de la Policía Federal. Más tarde llegaron a hacerse cargo del lugar otros uniformados: se trataba del Ejército Argentino. El testigo tenía 13 años cuando su vida y la de su familia cambiaron radicalmente. “Nos dijeron que teníamos que servir a la patria”, contó el testigo y describió cómo su madre tuvo que cerrar el pequeño almacén familiar y dedicarse a cocinar y alimentar a los ‘altos mandos’ de la fuerza armada que se instaló en el lugar.

La declaración de este testigo y la de su hermano fueron tomadas el día viernes 3 de febrero en la localidad de Famaillá. Su hermana mayor, en cambio, relató lo que supo y vivió aquellos años en la sala de audiencias. Su testimonio fue escuchado por el tribunal y las partes en el mes de junio del año pasado. “Yo no me quiero acordar lo que vi. Me cuesta mucho hablar de esto”, decía el testigo cada vez que se le pedía que cuente lo que había visto. Al muchacho de 13 años le habían encomendado la tarea de llevarles a los militares la comida que su madre cocinaba. Fue el único miembro de la familia que pudo entrar al centro clandestino y vio desde la mirada de niño los cuerpos torturados en el afán de destrozar la humanidad que los habitaba.

“Mi madre nos pidió por favor que nunca, nunca hablemos de esto”, advirtió el hombre que hizo un enorme esfuerzo por contar lo que podía recordar. Con el miedo que se instaló en lo más profundo de sí relató cómo estaban dispuestas las celdas en aquellas aulas. “Hacía mucho frío. En el tacho ponían agua con hielo. Lo sumergían ahí y cuando lo sacaban le ponían la picana”, describió con evidente esfuerzo una de las escenas que lo obligaron a ver. “Había cuerpos”, dijo el hombre que vio cómo las bolsas con cadáveres eran llevadas en helicópteros. “Todos teníamos un temor único”.

En ese lugar, en esas aulas, estuvo detenido Rubén Clementino Ferreyra. “Con la funda de mi almohada me taparon la cabeza. Me sacaron de mi cama y me subieron a un auto”, dijo al recordar lo que le pasó la madrugada del 3 de mayo de 1975 en San José, departamento de Yerba Buena. Él y su esposa, Argentina Irene Pérez, se encontraban en la casa de su suegra cuando un grupo de personas que se identificaron como policías ingresaron por la fuerza. Esa misma madrugada Rubén fue trasladado al centro clandestino que funcionaba en ‘la Escuelita’.

La esposa de Rubén se dedicó a hacer todas las presentaciones que pudo para conocer el paradero de su marido. Cuando Irene presentó aquel hábeas corpus, Rubén fue trasladado a la Jefatura de Policía. Allí permaneció hasta el 23 de mayo de 1975, fecha en la que se registra su ingreso al penal de Villa Urquiza a disposición del Poder Ejecutivo Nacional (PEN).  En octubre de 1979, Rubén fue liberado. Las torturas vividas durante su cautiverio le dejaron, entre otras secuelas, el tabique nasal quebrado. “Me pusieron la picana en la boca, en la boca, en la boca”, insistió Rubén hasta animarse a contar que recibió estas descargas eléctricas en los genitales.

Benita Andrade, la mamá de Benito Nicolás Guerrero, también estuvo secuestrada en ‘la Escuelita’. Benito tenía apenas 10 años cuando se llevaron a su mamá de la casa en Agua Blanca, departamento de Famaillá, también conocido como ‘kilómetro 99’. “La llevaron los de Gendarmería, ellos tenían una base en Río Colorado”, precisó Benito. A la semana de haber sido secuestrada, Andrade fue liberada. “Nos dijo que los militares la habían aporreado mucho”, contó el testigo que el jueves 2 llevó a la sala de audiencias un fragmento de la historia de su madre. La narración en primera persona será escuchada cuando se incorpore por lectura el testimonio de la mujer que ya falleció.

Los hermanos que vieron el centro clandestino desde que se instaló hasta que se retiraron las fuerzas armadas no pueden dar fechas precisas de su funcionamiento. “Perdimos la noción del tiempo”, dijo el hombre que había empezado a ser un adolescente en aquellos años. “Yo tengo la sensación que fue antes del 75, que los federales llegaron a mediados del 74”, agregó. “Al final llegó la Policía de la provincia”, recordó al referirse al último tiempo. Los militares, la gendarmería y las ‘fuerzas especiales’, a los que el testigo se refirió como ‘los torturadores’, se fueron paulatinamente. “Sabíamos que ya no había nada porque ya estaban más relajados”, y las palabras del testigo quedaron resonando en el salón de la casa donde jueces y abogados se dieron cita para tomar la declaración testimonial. “Ya no se oían gritos”, agregó el hombre que abrió las puertas de su casa para contar eso que le había prometido a su madre no contar nunca.