estaciòn de servicio

Adrián José Mesch*.-

Ciudad de Catamarca, viernes 15 de mayo de 2015. Dos muchachos entran al local de comidas de una estación de servicio ubicada en una avenida, comen unas hamburguesas, pagan y se van. Cuando estaban subiendo al auto para irse, la cajera del local le reclama a uno de ellos también el pago del valor de un pebete (en Argentina, un sándwich de jamón y queso, suponemos que de esos que están en las heladeras exhibidoras) por haberlo “mordido” mientras estaba en el lugar. El joven niega haber cometido el acto de petardismo (que ya explicaremos qué es) y se retira del lugar en el auto junto a su amigo.

La empleada del comercio hace la denuncia y un móvil policial intercepta al vehículo (todo contado con ese léxico policial que uno siempre imagina en persecuciones al estilo de los Dukes de Hazzard): al peligroso y antisocial sujeto es arrestado y alojado en la Comisaría Quinta local, por orden de un fiscal que luego de tres días de mantenerlo inapelablemente preso (todo el fin de semana, en las reconocidas facilidades policiales, con media pensión, servicio a la habitación, minibar, etc., con el detalle de que en la letra chica podría haber apremios, vejaciones y demás) le tomó indagatoria por los delitos de “hurto y resistencia a la autoridad”.

Mientras ustedes bajan las cejas, hacemos una primera aclaración: no vamos a dilucidar si el hecho (mordisco a un sándwich ajeno) existió o no. Supongamos que sí, para analizar desde la óptica “del peor de los casos” aunque ambas hipótesis (mordió o no) son igualmente intrascendentes para lo que vamos a explicar. Segunda aclaración: tampoco nos vamos a detener a analizar la cuestión metódica ni dogmático-criminal del asunto. Es decir, si hubo engaño, broma, si el cliente debe de antemano saber que no va a querer o poder pagar, si se dio cuenta después, si se olvidó, si estaba tan hambriento que no le quedaba otra que darle un mordisco a un pebete además de la hamburguesa, si creyó que pagó el amigo, si hubo pruebas del hecho, etc. Tercera y final: trataremos el asunto con la misma ironía con la que el asunto trató a la realidad.

Estos episodios no son nuevos ni sorprendentes. El petardismo o gorronería (de un español lunfardo un tanto antiguo, devenido en estos lares -quizá fonéticamente- en “garronería”, y hoy verbalizado en el típico “garronear”, “vivir de garrón”) era -según una viejísima edición del ilustre diccionario de la RAE- la acción de aquella persona que tiene por hábito comer, vivir, o divertirse a costa ajena. Todos conocemos a alguien así.

Entonces, el “petardista” (oscuro galicismo referido a quien toma y no devuelve) o “gorrón” (el que vivía de pasar la gorra, de regalado) es quien logra comer sin pagar, digámoslo así, a lo parásito. Algunas legislaciones caracterizan contravencionalmente al petardismo, es decir, una falta (sancionada con multa) provincial o municipal que quizá tampoco es correcta tomando en cuenta que en realidad estamos ante el mero incumplimiento de un contrato civil: consumo, utilizo un servicio, debo pagar. Pocos incumplimientos contractuales están sancionados penalmente.

Dejando de lado que el asunto es más de moral que de la ley, el tema es que en Argentina desde hace casi un siglo se viene discutiendo (sí, acá tenemos mucha tradición en ese nivel de discusiones, aparentemente) si casos como éste son:

a) una forma de estafa, delito que abre las compuertas de la acción penal y de todo el sistema que se pone en movimiento al estilo de los pistones del Titanic;

b) una falta/contravención.

Recordemos al lector que existe una gran diferencia entre el tratamiento de una falta y un delito: el Código Penal sólo sanciona aquellas conductas más graves (nobleza obliga, sin embargo, debemos decir que hoy día muchas cuestiones contravencionales poseen iguales o peores consecuencias que los delitos, pero eso es otra picante cuestión que trataremos en otra ocasión).

Si bien el petardismo estuvo previsto en el Proyecto de Reformas al Código Penal de 1906 como un delito autónomo, alguien con algo de sentido común lo borró de un plumazo en el Proyecto de 1917 (que terminaría siendo en mayor medida el que se transformó en el Código Penal de 1921). No hacía falta rascarse mucho los sesos para concluir que comer e irse sin pagar era más un comportamiento de tipo contravención (al igual que otras “terribles” prácticas como mendigar, la ebriedad, la vagancia en esa época y hasta hoy). Así fue tomado por los nacientes códigos de faltas provinciales, incluso el de Catamarca -según Ley 5171- con la ominosa rúbrica de “evasión de pago de servicio” (disposición idéntica –calcada- en casi todas las leyes contravencionales del país), que prevé como máximo y luego de todo un procedimiento -en el que suponemos el acusado dispone de su libertad- hasta cinco días de arresto para los gorrones.

Sin embargo, y así y todo, la jurisprudencia nacional se ocupó desde la sanción misma del Código de 1921 de intentar a toda costa encuadrar el comportamiento de estos personajes indeseables con hambre y pocas ganas de pagar en el ámbito del delito de estafa. Muchos jueces, preocupados por este ilícito, lo veían vacío de contenido, triste y solo (creemos) y necesitaban revitalizarlo con impecables construcciones de ciencia penal y kilómetros de líneas citando autores alemanes para tipificar (criminalizar) hábitos terroristas como cargar nafta e irse sin pagar, pagar menos (o nada) de la cuenta o del boleto de colectivo, etc. Todo dentro del ámbito genérico del artículo 172 del Código Penal, que ya es bastante más severo en el asunto que una falta, previendo de un mes a seis años de prisión para lo que en definitiva se considere estafa: en síntesis y para no aburrir demasiado al lector (que intuitivamente sabe, más aun si no es persona que vive del derecho, que morder un sándwich no es una estafa, salvo que la publicidad nos haya vendido un sándwich mucho mejor y nos hayamos encontrado con algo de bastante menos calidad después de pagarlo) es provocar un perjuicio a través de un engaño.

Lo más pintoresco del caso es que el fiscal catamarqueño de la causa fue más allá y se apartó incluso de la discusión acerca de la gorronería como falta o delito de estafa e indagó al supuesto petardista de la estación de servicio por “hurto y resistencia a la autoridad”. Lo de la resistencia a la autoridad es una imputación genérica y hasta esperable: cualquier persona con cierto amor por su libertad va a protestar o patalear de alguna forma mientras es llevado preso por un motivo que le parece, además de injusto (por esa intuición de justicia que mencionamos recién), bastante estúpido.

Ahora, para lo del “hurto” de un bocado de sándwich necesitamos una cuota más intensa de imaginación, sea de quien haya sido la idea, si de la policía o del fiscal. Apoderarse ilegítimamente de un bocado de pan, jamón y queso (desconocemos si el pebete tenía manteca o mayonesa) total o parcialmente ajeno es un poco mucho, no sólo en términos técnicos y elegantes como la falta de lesividad al bien jurídico, proporcionalidad de la pena o de las medidas de coerción en el proceso, la teoría de la insignificancia o de la falta tipicidad conglobante (idea de un ex ministro de la Corte, que no es difícil de leer, como parece), flagrancia, criterios de oportunidad y bla bla, sino que es mucho incluso para el herido orgullo de cualquier sociedad del siglo 21. No califica ni para zoncera, ni para material de debate en programas de chimentos a la tarde, y eso que a los panelistas les va mucho lo de la mano dura en materia de inseguridad.

No pareciera pero casos como éstos merecen un dejo más de seriedad. Considerar algunas de éstas conductas como delitos para mover todo el latente poder del sistema penal (que por regla tiende a desbordarse o a irse a la banquina, no hay dique o guardarrail lógico o jurídico que aguante) y perseguir a alguien por morder un sánguche es el equivalente a cazar mosquitos con misiles balísticos intercontinentales (con las mismas consecuencias: sociales, presupuestarias, de sanidad mental); siendo que por ley –casi siempre disponible a centímetros de la misma biblioteca de donde se saca alegremente el Código Penal para absolutamente cualquier cosa- esas acciones son otra cosa distinta.

Da por pensar que ese vicio del juzgador o del fiscal por “encuadrar” forzadamente algo como delito (por fiaca de no pensar en otra solución, o de no pensar directamente, porque le interrumpieron la cena del viernes a la noche –que suponemos que pagó-, vaya uno a saber) es como querer terminar un rompecabezas, de esos fáciles, pero con una pieza de otro. Un golpe acá, un tijeretazo allá y mirá cómo encajó. Es feo, no coinciden ni los colores, pero queda. Si nadie lo mira de cerca lo colgamos de la pared (encuadramos) y nadie va a preguntar, igual que esos mismos certificados en las oficinas de funcionarios y profesionales: quedan lindos, dan un aire de seriedad, pero no leemos ni de qué son.

Eso, hasta que sale en los diarios. Y que el preso sale, si es que sale, porque lo de las puertas giratorias no lo hemos visto en ninguna comisaría ni cárcel (la Seccional más cercana a mi propio domicilio no cuenta con la tecnología de picaportes en la entrada central) y porque hoy día es igual de peligroso e insalubre ingresar como preso (detenido, arrestado, imputado, condenado, demorado, o como sea) a cualquier dependencia del sistema penal argentino que a una zona de guerra en Medio Oriente. Muchas veces, salir caminando es cuestión sólo de suerte.

Todavía más, recordemos que el hoy imputado por “hurto y resistencia a la autoridad” era todavía inocente hasta que se prueb… Bah, pamplinas, de manual. ¿De qué principio de inocencia me hablan si a 15 años de haber empezado el siglo 21 un fiscal mantuvo preso a un tipo por tres días por estar denunciado de morder un sándwich? Solución: fundemos el Derecho Penal Sandwichero, o el Derecho Penal Garronero, y escribamos miles de artículos al respecto para inspirar a los jueces y a los legisladores. Ni se nos ocurra usar el sentido común, o los centenares de soluciones también en el Derecho para tratar el tema. No señores, todo es delito, la mera coexistencia social es una cifra negra que debe ser combatida. Eso sí, cuando veamos lo cara que nos va a salir la cuenta, vamos a tener muchas ganas de salir sin pagar.

 

*Abogado litigante de Villa Ángela, Chaco y miembro de Asociación Pensamiento Penal.