El periodista mexicano Diego Enrique Osorno publicó en noviembre de 2011 el libro Un vaquero cruza la frontera en silencio. 

Narra la historia de Gerónimo González Garza, un ranchero sordomudo que se fue hace muchos años de mojado a los Estados Unidos y que ahora, ya con su situación migratoria estable, viaja entre las carreteras y ranchos de la guerra en la región noreste de México.

Osorno, también autor de El cártel de Sinaloa, Nosotros somos los culpables y País de muertos, comparte hoy con los lectores de CR su último libro. Basta un clic para DESCARGAR.

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Prólogo: Fronteras Indecibles, por Hermann Bellinghausena

¿Qué decir de la frontera ahora? No hay nada qué decir, diría Gerónimo González Garza, pero no lo dice. Él nunca dice nada. Es sordo, y en consecuencia mudo. Y así se las ha arreglado por 58 años para hacerse toda una vida como viajero incesante entre dos mundos que, pese a su proximidad geográfica, siguen alejados por abismos que Gerónimo, en su vida sorda, aprendió a sortear de ida y vuelta.

El llano mexicano donde hoy tiene su rancho, cerca de la llamada “Frontera Chica” que gravita hacia la ciudad de Monterrey, Nuevo León, aunque buena parte de la región pertenezca a Coahuila y Tamaulipas. Y por el otro lado, durante más de treinta años ha recorrido lo que va de Texas y Arizona para adentro hasta Nebraska, Carolina del Norte, Washington, en un camino que lo llevó a una apacible vida doméstica con mujer e hijos en San Antonio, Texas.

De este tío suyo -alguien que nunca ha hablado ni oído- extrae Diego Enrique Osorno una historia de vida notable, pero no sólo. Encuentra ahí una poderosa metáfora para esa parte de México donde, sencillamente, hoy no se puede hablar. Donde en poco tiempo la vida se volvió atroz y mortífera, desde que apareció Guerra, uno de los personajes de esta historia de Gerónimo que lo mismo tiene a Germán, Guadalupe, Nimo y Ana, que a Frontera, Madre, Padre, Casa, Hipoteca, Van, Tío.

Con el casi animal instinto periodístico que lo caracteriza, y una narración depurada, seca, de llano, Diego Enrique Osorno crea una pieza que también es un retazo de memoria familiar, un viaje al país de su pasado, de donde procede este tío Gerónimo. En lo que también es un ejercicio cumplido de gratitud, y un homenaje a la perseverancia y la alegría de vivir por algo, Un vaquero cruza la frontera en silencio es además un retrato contemporáneo de la atroz realidad mexicana, particularmente en esas llanuras de la Frontera Chica, “valle en tránsito continuo de personas, animales y cosas” entre México y Estados Unidos hasta que en esa región, “algo conocida, pero poco documentada”, “se desató una guerra en febrero de 2010, cuando una decena de cabeceras municipales fueron atacadas por hombres armados que llegaban en caravanas de camionetas pick up”.

El rancho de Tío está en una zona donde la violencia ahora es mayor que en Tijuana, Sonora y hasta Ciudad Juárez. Parte de una guerra, dice Osorno, “en la que ha habido masacres, desplazamientos forzados de población, fosas clandestinas, prisioneros, combate, leva, magnicidios, mucho dolor y muchas mentiras, como en cualquier guerra”.

Tío es un hombre a la altura de su tiempo. Una época difícil para él, como para todos; más para quien se anda moviendo de un lado al otro de la frontera en carros de aspecto lo más inocentes posible, a caballo o andando.

Pero precisamente el nomadismo le permitió descubrir, desde joven, “que era posible cambiar la vida, incluso la de un sordo no rico nacido en México”. Y esto porque Estados Unidos, ese imán para tantos millones de mexicanos, “es el mejor país para los sordos”, lo cual es un dato de primer orden práctico. Si gracias a encontrar el Lenguaje de Señas Mexicano supo que podía decir y “escuchar” y que no estaba totalmente aislado en su esfera de silencio, lo verdaderamente liberador fue recorrer el vecino país en condición de sordomudo y en compañía de iguales, lo cual le daba un lugar, como un derecho humano ya conquistado por la sociedad civil allá y que en México sigue muy atrasado, por más Teletón que le metan. Gerónimo encontró allá una “cultura” de sordos y de mudos casi cool, medio de moda.

El relato nos lleva al tiempo en que los migrantes mexicanos “se beneficiaron de un movimiento de orgullo sordo estadunidense que reivindicaba la Lengua de Señas”. Aunque también descubrió que allá se “habla” otro Sordo, el Ameslan (American Signal Lenguage) distinto del Sordo mexicano. Sucede con todas las lenguas, incluso las que no hablan, o lo hacen con las manos y el rostro. Durante una fiesta celebrada en una discoteca exclusiva para sordos en Atlanta conoció a una sorda americana que entendía el mexicano. Hoy es su mujer, y tienen dos hijos que no son sordos pero hablan muy bien los cuatro idiomas (castellano, inglés, y sus respectivos Sordos), se comunican con naturalidad con sus padres y les sirven de intérpretes. Aunque basta ver los periplos de Gerónimo para comprender que no necesita de puentes para cruzar con autosuficiencia por la vida y de un país al otro. Tan sólo en agosto llevaba once cruces fronterizos en lo que iba de 2011.

Una historia de superación, de esas tan caras en el norte regiomontano, como un verdadero rasgo de identidad cultural, y también valoradas en la tradición de Estados Unidos. Mas una historia singular. El self made man que guarda silencio: su vida es su obra.

Osorno es un reportero que donde pone el ojo pone la bala, y lo sabe. Todos sabemos que es uno de los reporteros más vivaces y menos ingenuos de estos oscuros tiempos mexicanos. A su movilidad agrega un pulso literario, periodísticamente contenido. Una curiosidad que en este reportaje de Tío recurre con eficacia a una ironía que no ignora que también de callar se oye, que de morir se vive, que de estar allá se está acá. Una balacera en la flamante comandancia de policía en Los Ramones en julio de 2010, cerca del rancho de Gerónimo, se oyó a varios kilómetros de distancia. Y llegó Guerra. “Hay quien dice que se hicieron mil tiros”, registra Reportero. “Gerónimo no la escuchó”.

La experiencia de hablar de los que no hablan, escribir de los sordos desde el mundo de los que se supone escuchamos, trae a la memoria aquel documental de Werner Herzog, El país de la oscuridad y el silencio (1971), que con el lenguaje audiovisual del cine exploraba los inaccesibles territorios de los que no oyen ni ven: los sordociegos. Como la epopeya de los sordos que no hablan, la suya fue una de comunicación y superación, representada por Fini Straubinger quien, como la famosa Helen Keller, aquella niña de La tejedora de milagros (película de Arthur Penn, 1962, basada en la obra teatral de William Gibson), debió romper el muro invisible que la separaba del mundo exterior. Toda una vida de aprender a comunicarse y encontrar qué decir y lograr que otros así de aislados también lo hagan. Fini, como Hellen Keller, es todo un monumento a la comunicación humana.

Sólo desde la paradoja pueden contarse historias como la del vaquero silencioso. Y con el mayor sentido del humor posible. En ocasiones hilarante; otras, uno qué mas quisiera. Osorno ilustra por ejemplo la validez de una herradura en la pared de la casa de Tío como amuleto infalible, ahora que la superstición vive “un auge” en la frontera: “Quizás es necesaria para no ser sorprendido por la barbarie, para no ser parte de ella también, para poder morir en paz en estos tiempos en los que el ruido de la frontera es tan fuerte”. (Y al menos desde el punto de vista de Gerónimo, tan inútil).

Parco que es por lo visto Tío, y locuaz y preguntón como salió Sobrino, digo, Reportero, el encuentro que origina este relato es el juego de unos espejos que chocan sin romperse. Y entonces el principal hallazgo de Un vaquero cruza la frontera en silencio: “La frontera noreste de México carece de un lenguaje propio en estos tiempos de guerra. El lenguaje es lo que hace posible el pensamiento, marca la diferencia entre lo que es humano y lo que no lo es”. Pero, añade Reportero, “la frontera noreste no puede hablar”.

Quién mejor que un tío querido que no habla ni oye para servir de guía en esas tierras de Frontera Chica, estruendo y miedo, donde nada se puede decir, donde la libertad de expresión no existe, donde la barbarie no tiene nombres, y los de sus causantes son impronunciables.

La lección final de Gerónimo González Garza es que siempre hay modo de romper el silencio, aun callando.

Octubre 2011.