jord (1)Verónica Liso-. Jordán López fue asesinado un domingo, hace exactamente seis meses. Estaba preso en la Unidad 32 de Florencio Varela esperando un proceso judicial por encubrimiento agravado, cuando otro preso le clavó una faca de 51 centímetros que le desgarró el corazón. En medio año Victoria, su madre, recolectó treinta testigos del crimen que repiten la misma historia: a Jordán lo mandaron a matar; liberaron la zona; se la tenían jurada; era un preso molesto. Ella acusa al Servicio Penitenciario de tercerizar las muertes dentro de la cárcel, de usar a los presos con condenas graves para que hagan el trabajo sucio. Hoy, la causa está por iniciar y cinco miembros del Servicio fueron sancionados.

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Jordán Marcos López cayó haciendo un flete por el que le iban pagar 100 pesos. Un conocido, Damián Ascona, le había propuesto la changa. Hizo media cuadra y la policía de la comisaría de La Unión, la Brigada de Investigaciones y la policía de Los Hornos lo detuvieron con la camioneta llena de ropa. Era robada. El delito es excarcelable, pero él tenía prontuario.

Su primera condena firme fue a los 18, le dieron seis años por portación de arma de fuego. Iba en una moto con otro pibe, se cayó y el arma que tenía en el bolsillo terminó tirada a diez metros de él, en el medio de la calle, delante de la mirada furtiva de un policía. Estuvo preso durante dos años. Después de seis meses en libertad volvió a caer por robo, esa vez le dieron tres.

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Jordán le repetía a su madre que algo le iba a pasar. Estaba paranoico, tenía miedo. No de los otros presos, le aclaró, él le tenía miedo al Servicio. Le suplicó que lo sacara porque sabía que le iban a hacer algo.

– ¿Cómo sabés vos eso?

– Porque acá se corre la bolilla. Se me viene negro, mamá.

Unos meses antes Jordán limó los barrotes y se escapó de la Alcaldía Pettinato. Varios miembros del Servicio Penitenciario pagaron con sanciones las consecuencias de la huida. Victoria supo, cuando lo volvieron a agarrar, que la iba a pasar mal. Por eso pidió una medida de seguridad para protegerlo.

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Se despidió de su mujer y su hijo de 5 años antes de que terminara el horario de visita. Quería evitar problemas, una alerta de peligro le zumbaba en la cabeza. En la cárcel los días de visitas son un momento estratégico para los ataques, él lo sabía.

Días antes discutió con otro preso. Se gritaron amenazas sin verse, ambos encerrados en los buzones, conocidos en la jerga penitenciaria como SACs (Separación del Área de Convivencia). Son celdas de aislamiento de cuatro metros cuadrados, la única abertura es un pasaplatos. Ahí los encierran las 24 horas que tiene el día, sin salidas al patio, sin ver ni hablar con nadie. Los presos pueden pasar meses atrapados en los buzones, perdiendo la cordura por la sensación interminable de un tiempo muerto. A veces los encierran por mala conducta, o por pelearse con otro interno. Otras, los dejan ahí cuando llegan porque no tienen dónde ponerlos. La provincia de Buenos Aires cuenta con 60 unidades penitenciarias que tienen lugar para 18.640 presos. Hoy, alojan a más de 30 mil.

Ese domingo, cuando Jordán salió, la sala de visitas todavía estaba llena de familias. Cruzó la puerta por la que pasan los presos, siempre de a uno, para la requisa. No lo requisaron. Tenía una medida de seguridad, pedida por su madre, para evitar cualquier agresión dentro del penal. Por esa medida Jordán tenía que estar aislado y ser custodiado por un oficial hasta para ir al baño. Pero nadie apareció para acompañarlo desde la sala de visitas a los buzones. Del otro lado tenían que estar los tres GIES (Grupo de Intervención ante Emergencias) con armas cargadas de balas de goma. Esa tarde no había ninguno. Jordán caminó solo hasta la entrada de los buzones, pero cuando llegó la puerta estaba cerrada.

José Alejandro Zapata Muñoz, alias el Locura, salió del área de visitas detrás de él, cruzó corriendo el pasillo y lo pinchó con algo en el brazo. Jordán reaccionó rápido: tiró el bolso con ropa que le había traído su novia y corrió con una frazada en la mano. Quedó atrapado en un recodo. Al costado los presos del pabellón de evangelistas miraban. Zapata, con una faca de 51 centímetros, lo arrinconó. Jordán zigzagueó esquivando las embestidas, caminó para atrás con la mirada fija en la mano que sostenía el arma. Se defendió con lo único que tenía, como un torero desesperado. Pisó la frazada, cayó hacia adelante y la faca le atravesó el pecho. Zapata se la sacó de un tirón, la revoleó al patio y corrió a los buzones. Uno de los GIES  apareció con los gritos de los evangelistas. Disparó cuatro veces: dos al aire, dos a los pies de Zapata que se arrastró por el pasillo de los buzones. La puerta, ahora y para él, estaba abierta. A Jordán el facazo le desgarró la vena aorta. Siguió corriendo con el agujero en el pecho, con la sangre chorreándole sin piedad.

Un policía tocó con la punta de la bota el cuerpo, desparramado en el suelo. Lo movía para adivinar si estaba vivo. En la Unidad 32 no había médicos, ni enfermeros, ni ambulancia. Quince minutos después el Jefe de Complejo apareció con una camioneta que trajo desde la Unidad 42.

La mujer y el hijo de Jordán escucharon los disparos del GIE y se frenaron en el pasillo de salida, contra el alambrado que da al patio. En esa posición vieron a los presos sacar a alguien, con el brazo derecho colgando por fuera de una camilla. Vieron cuando lo subían a la caja de la camioneta. Lo reconocieron por las zapatillas.

– Abuela, papá se hizo de River –le dijo a Victoria su nieto. Jordán, fanático de Boca, la tarde que una faca de 51 centímetros le atravesó el pecho tenía puesta una remera blanca.

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Victoria está convencida: el verdadero responsable de la muerte de su hijo es el Servicio Penitenciario. Piensa que a Jordán lo mandaron a matar. Dice que varios internos le contaron que usan a los presos con condenas graves para deshacerse de esos que para los Jefes son molestos. A cambio de una tableta de Rivotril, más horas de patio o algún privilegio dentro de la Unidad.

Oscar Rodríguez, el abogado de la familia, está seguro que hay una responsabilidad objetiva del Servicio Penitenciario porque Zapata Muñoz tenía una faca de medio metro en plena sala de visitas: de mínima hay negligencia.

A José Alejandro Muñoz Zapata le dicen el Ángel, porque es rubio de ojos claros. Los que lo conocen aseguran que se parece al Polaco, el cantante de cumbia. También le dicen el Locura, a los 27 años ya tiene fama de ser un asesino despiadado. Antes de Jordán hubo otros dos, aunque en los pasillos del penal se rumorea que son más.

Hace dos semanas Victoria recibió un llamado de la cárcel.

– Al Locura lo mataron a palos.

En la Unidad 21 de Campana dos presos lo golpearon  y lo apalearon hasta mandarlo al hospital. Los primeros días pensó que estaba muerto. Su abogado estaba preocupado porque la causa se les caía. Después le llegó el comentario de que estaba muy grave, internado con daño cerebral.

Este sábado volvió a sonar el teléfono.

– El Locura zafó. Lo mataron a golpes, lo mandaron al hospital, pero zafó.

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Victoria Sánchez es enfermera, parió cinco hijos. Tiene 44 años y ya enterró a uno.

Después de su segundo parto, tuvo un presentimiento. Un día se lo dijo a su marido:

– Jordán no va a llegar a grande.

Aprendió a leer a los cuatro años, era rápido para los cálculos matemáticos y apenas pisó la escuela se convirtió en el dolor de cabeza de todo el plantel docente. En todas las fotos de la infancia hay dos cosas que se repiten invariables: la sonrisa grande y cierto brillo en los ojos, como si en ese momento una gran idea le cruzara por la cabeza.

Ese mal presagio que sentía acerca de su hijo hizo que Victoria lo sobreprotegiera mucho más que a sus hermanos. Siempre iba a las excursiones del colegio con él, al zoológico, a la pileta. Lo llevó y lo fue a buscar al Albert Thomas, donde Jordán y su hermano Nahuel hacían el secundario, hasta los 15 años.

– Mamá, por lo menos esperanos acá a la vuelta –le pidieron un día los hermanos, intentando preservar su  imagen de chicos grandes.

Cuando Jordán tenía 11 años la llamaron del colegio. La llamaban casi todas las semanas: en plena clase se puso a caminar arriba de los pupitres y la maestra no podía hacerlo bajar; se copió en la prueba de matemática; no se queda quieto; no presta atención. Ese día, Victoria notó algo distinto en la voz de la directora: preocupación mal disimulada. Se escapó del trabajo y se fue a la escuela en su Falcon rojo. Llegó y la hicieron sentarse, estaba embarazada de su último hijo. La secretaria se movía nerviosa de un lado a otro.

– No se preocupe que ya llamamos a los bomberos y a la ambulancia –le explicó la directora al borde del llanto.

– ¿Qué pasó?

– Se trepó al mástil. Pero quédese tranquila señora que ya van a venir los bomberos y lo van a bajar.

Victoria se asomó por la ventana y lo vio a la altura de la bandera abrazado con pies y manos. Salió al patio y le gritó.

– Bajáte de ahí hijo de puta porque cuando te agarre te mato.

En unos segundos, Jordán se deslizó hasta abajo, su mamá lo agarró de los pelos y lo llevó hasta el auto.

– No, mamita, te juro que no lo voy a hacer más.

Después de esa mañana Victoria se quedó angustiada. No sólo porque se lo había llevado de la escuela a fuerza de patadas en el traste, sino porque en su casa el que cobraba siempre era Jordán. Su poca paciencia la hacía sentir culpable.

Victoria decidió empezar una terapia. Desde que perdió a su madre en un accidente de tránsito a los 7 años, le tenía miedo a la muerte. Sobre todo a la muerte de sus hijos. En una de las sesiones, la psicóloga le dijo que Jordán necesitaba pasar tiempo con ella. Pero no ese tiempo dividido entre los hermanos, el trabajo y las tareas de ama de casa. Necesitaba pasar tiempo exclusivo con su madre.

La angustia del día del mástil llevó a Victoria a seguir un impulso. Pidió un día en el trabajo y fue a retirar a Jordán de la escuela.

– Mirá que no hice nada mamá -fue lo primero que le dijo cuando la vio.

Fueron a Plaza San Martín, en pleno centro platense. Victoria le compró un pancho y una gaseosa y se sentaron en un banco. Primero hablaron de él, de por qué se portaba mal. Después hablaron de ella, de su infancia, de cómo se quedó sin su mamá tan pronto. Victoria le contó la historia de su vida y él se angustió.

– Si vos te morís mamá, yo también me muero.

Tomaron un helado y Victoria le pidió perdón por tantos retos, por tanta tirada de pelos.

– ¿Por qué me pusiste Jordán? -le preguntó de pronto cuando caminaban de la mano por el centro. Victoria lo miró y decidió no decirle que ese nombre lo eligió porque cuando iba a la escuela le gustaba un compañerito que se llamaba así. Le contó otra parte de la historia, que también era cierta.

– Te puse Jordán porque es un nombre bendito. Porque en un río que se llama así se bautizó Jesús.

Él la miro con esos ojos tan negros y le dijo:

– Vos también tenés un nombre bendito.

– No, boludo, si yo me llamo Victoria.

–  Sí, mamá, Victoria, victoriosa. Vos sos victoriosa porque todo lo que te proponés lo lográs.

Durante muchos años Victoria se olvidó de esa mañana. Una tarde en el nicho de Jordán, llorando tanto que no podía abrir los ojos, le dio la razón.

– ¿Vos te acordás de ese día que me preguntaste por qué te puse Jordán?  Viste, están los cinco en disponibilidad. Viste que vos tenías razón con que yo era victoriosa.

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 El sábado, después de enterrar a su hijo, Victoria se encadenó en la Unidad 32 de Florencio Varela pidiendo explicaciones. La acompañó su hijo del medio, Joel. La enfrentaron, la amenazaron, la ignoraron. Con el tiempo la familia se rindió: para la justicia algunas vidas valen más que otras, habrán pensado. Se terminó quedando sola. Pero ella siguió yendo a los penales, a los juzgados, a donde hiciera falta. A la  Jefa del Servicio Penitenciario, Florencia Piermarini, le empapeló la Jefatura acusándola de asesina.

– Yo te entregué un hijo vivo y vos me devolviste un hijo muerto –le dijo a la mujer que hoy dirige a los 28 mil agentes que tiene el Servicio Penitenciario Bonaerense, el más grande del país- Yo quiero que esta gente  no trabaje más con seres humanos.

La perseverancia de una madre que sabe que a su hijo lo mataron como a un perro logró:  que el oficial que debía custodiar a Jordán desde la sala de visitas a los buzones, el Subdirector, el Jefe de Tratamiento, el Jefe y el Subjefe de la Unidad 32 durante el asesinato pasaron a disponibilidad. Es decir, que hasta que se jubilen deberán realizar tareas administrativas, lejos de las celdas.

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Muchas cosas cambiaron en la vida de Victoria desde que mataron a su hijo. Ya no trabaja como enfermera, las plantas a las que siempre les dedicó casi tanto tiempo como a sus hijos ahora se le secan en el patio. Se terminaron los sobresaltos: ya no tiene que salir corriendo detrás de Jordán, a buscarlo a algún aguantadero, a sacarlo de la comisaría, a defenderlo de las golpizas policiales.

Suena el teléfono, es un preso. Charlan un rato, ella le pregunta cómo está, él le pregunta lo mismo. Ella le contesta que ahí anda, como puede. Se despiden con cariño, ella le pide que le avise cualquier cosa, que le avise si torturan, si maltratan, que le avise.

Suena el teléfono, es la mujer de uno de “sus presos”, de esos 86 que tiene anotados en un cuaderno rojo. Como la chica no tiene dónde vivir, Victoria la invitó a su casa hasta que consiga algo. Se mandan mensajes, ella quiere saber dónde se tiene que bajar cuando llegue a La Plata. Victoria le explica y se queda sin crédito.

Suena el teléfono, es un abogado que trabaja para la municipalidad. Victoria lo quiere embarcar en un proyecto que está iniciando con la Defensoría del Pueblo. Por eso la llama el abogado, y por eso pasa por su casa esa tarde.

Un sábado nublado de octubre, el teléfono de Victoria suena todas esas veces y más. Su nuera, su hijo, la sobrina. Presos pidiendo ayuda, familias de presos pidiendo ayuda, presos enojados porque no hizo tiempo de llevar un escrito, presos que amenazan porque denunció la complicidad de algún jefe del penal que los protege. Presos que sigue anotando en su cuaderno rojo.

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Una tarde, de tantas que se amontonan desde que Jordán murió, Victoria acompañó a una chica de su barrio a hacer una denuncia por maltrato a la Comisaría 3ª de Los Hornos, a una cuadra de su casa. Por la puerta que da a los calabozos salió un policía con un nene esposado. Victoria se desesperó y se le paró enfrente al oficial.

-¿Por qué este chico está esposado? Este chico no tiene más de 12 o 13 años.

-¿Y usted quién es?

-Trabajo contra la tortura -soltó lo primero que le vino a la cabeza. El tipo entrecerró los ojos desconfiando.

-Tiene 18.

Victoria miró al chico para ver si hacía algún gesto que confirmara la mentira, pero el nene lloraba; las lágrimas silenciosas le dejaban una marca en la piel morocha, los ojos clavados en el piso. Victoria no se animó a preguntarle nada. No lo quiso exponer, sabía que si abría la boca, corría el riesgo de ser molido a golpes cuando ella se fuera.

– Te voy a denunciar porque este chico es menor y lo llevás esposado. Decí que no tengo para sacarte una foto, sino sabés como te escracho.

Ahora la vida de Victoria es así. Ir al Comité contra la Tortura para denunciar abusos contra los presos. Ir a los penales y hablar con las familias que esperan en fila los días de visita. Explicarle a las madres que ellas y sus hijos tienen derechos y sacudirlas si  las ve sometidas por el uniforme. Y cuando le responden, resignadas, que no se pueda hacer nada,  les habla de las Madres de Plaza de Mayo.

– Si ellas, en esa época, pudieron ¿por qué nosotras no vamos a poder?

Ayer, domingo 20 de octubre, Victoria recorrió los penales. Repartió un volante con la cara de Jordán, denunciando al Servicio Penitenciario por su muerte. Del otro lado anotó su nombre y su número de teléfono. Habló con mujeres, hijos, hermanas y madres de presos. Victoria, 1.50, morocha, enérgica, nunca, jamás, pensó que iba a pasar un día de la madre así.

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Desde que murió lo quiso soñar. Cuando cerraba los ojos evocaba su imagen, intentando recordad con exactitud su lunar, sus ojos negros. Nada. Cuanto más deseaba volver a verlo, por lo menos en sueños, menos lo lograba. Hasta que una noche lo soñó. Estaba sentado en una silla, con una camisa, esa que usaba siempre. No le habló. La miraba y le sonreía. A la mañana siguiente, por primera vez en muchos meses, Victoria se despertó feliz.