Juan José Farías.-
En Iquiacarora no quieren a los labagdó. En la entrada del asentamiento barí, a cuatro horas en lancha desde el puente Catatumbo –municipio Jesús María Semprún, Zulia-, un aviso verde con letras blancas da la bienvenida a los forasteros: Prohibido el paso sin autorización a los blancos. Respeto a nuestro territorio barí. Solo eso los protege de posibles ataques de narcotraficantes, guerrilleros y paramilitares desmovilizados.
Es una comunidad indígena colombiana ocupada por 41 familias, con un salón de clases y un ambulatorio cerrado desde hace dos años. La escoltan la Sierra de Perijá (Venezuela), el parque Catatumbo (Colombia) y el río de Oro, línea fronteriza entre ambos países. Son ellos, con su lengua ancestral y sus cestas pendiendo de un hilo desde la cabeza, los testigos de la ruta de la coca.
El 27 de enero más de ocho comunidades baríes de ambos países sostuvieron una asamblea que se planificó desde hace cuatro meses y qué duró tres días. Durante el debate, los baríes coincidieron en que todos los indígenas colombianos solicitarán cédula venezolana y que respaldarán a un paisano preso por narcotráfico.
Las diferencias comenzaron el segundo día del encuentro, cuando los asambleístas se enfrentaron por la coca: los colombianos, situados alrededor de campamentos de las fuerzas armadas revolucionarias, están obligados a cultivar y raspar la hoja. Los venezolanos aseguran que, de hacerlo, estarían bajo la mirada de un cañón.
Había más de 30 personas en la escuela, y los representantes de cada bando gritaban sus argumentos entre los pupitres. Los colombianos justificaban la actividad al decir que era la única fuente de ingreso. Por su parte, los venezolanos aseguraban que tarde o temprano llegarían las armas a los poblados.
De una opinión, pasaron a cinco, diez, quince a la vez, y en un momento todos estaban gritando. Mostraban los dientes al hablar, escupían el rostro del otro. Manoteaban. Uno de los colombianos dijo que prefería morir de un tiro que morir de hambre. El ánimo se calmó un poco cuando el cacique de Saymadoyi, poblado venezolano, dijo que cada quien hiciera lo que quisiera, pero que la comunidad no defendería a ningún involucrado en casos de droga. Entonces quien estaba al frente de la asamblea -un barí que nunca dio su nombre, muestra de su molestia por la presencia de blancos en la sala- dijo que ya eran las dos de la tarde y que la programación se estaba alterando. Fueron cuatro horas de discusión que no tuvo conclusiones y terminó en un juego de fútbol. Los guerrilleros, de civil y escuchando cada palabra, no levantaron un solo fusil. Ganaron los colombianos.
En esa asamblea estuvo Betty Addo, esposa de Saúl Abocbaicana. Saúl es el primer barí venezolano en la historia condenado por delitos de narcotráfico. Está preso desde el 27 de agosto del 2009 en la comandancia de la Policía municipal de Jesús María Semprún. El Tribunal Segundo de Control de Santa Bárbara –Zulia- lo sentenció a 15 años. Saúl no tiene abogados privados, no domina el español a la perfección y pocas veces ha visitado Maracaibo. Como pescador de profesión, conoce cada recoveco que guarda el río de Oro a sus lados.
Betty, su mujer, vive en Bokshí, una comunidad indígena que está a 20 minutos en lancha de Iquiacarora y que tiene 156 familias, un liceo, una escuela básica y una cancha donde todas las tardes las mujeres juegan fútbol frente al busto de una virgen. No hay electricidad y, como el resto de las 16 comunidades de las riberas del río, dependen del tráfico fluvial.
Después de la asamblea que terminó en partido, la mujer se sentó bajo un árbol. La cicatriz bajo la nariz le delataba su labio leporino, mientras su ropa reflejaba la pobreza extrema en la que vive. Bajó la mirada, unió sus manos y dijo que esa mañana ella estaba había estado en la finca de su padre. Ya le había dicho a Saúl que debía buscarla en el puente Catatumbo. Traía azúcar, aceite, fósforos y repelente para insectos.
Saúl salió en la mañana, hacia las 7:00 a. m., a cazar unas lapas con su cuñado, un adolescente de 16 años. Tardaron un cuarto de hora para montarse en la canoa a motor porque después de herirlos, los animales corrieron y él debió arrastrarse. Se raspó las palmas de las manos con las piedras y algunas raíces. Había mucha agua en el río, así que el viaje fue menos largo. Recorrieron las comunidades y pasaron más de tres horas bajo el sol de la selva. En La Vaquera, una pequeña comunidad del lado venezolano, apagó el motor frente al contingente militar.
-Eran guerrilleros- Betty habla y le tiemblan los labios- Tenían las armas en las manos, los uniformes verdes y dispararon al aire. Sabemos que cuando están del lado colombiano, son guerrilla.
Saúl pensó que moriría. Estos guerrilleros no eran como los otros, de civil, que respondían el saludo y llevaban la coca en lancha. Estos lo iban a matar.
Ruta fluvial
Desde Bokshí e Iquiacarora, escoltados por la vegetación y la corriente del río, los indígenas vigilan de cerca los cultivos de coca. Desde el lado venezolano se ven, en las colinas colombianas del Norte de Santander, los extensos territorios ocupados por la pequeña planta de hojas frondosas y diminutas. A simple vista, y según el cálculo de los baríes, se cuentan unas 100 hectáreas desde el poblado de La Cooperativa hasta donde el río de Oro deja de ser límite territorial para convertirse en propiedad colombiana.
A las 9:00 de la noche comienza el recorrido. Son al menos 120 lanchas donde caben, cómodas, 20 personas. El motor las delata. Cargan 30 recipientes de cinco litros de gasolina desde El Cruce, poblado zuliano, hasta las comunidades fronterizas. De regreso, cuentan los baríes, llevan la droga a Venezuela.
-Es lo que dicen, no me consta, dice bajo el anonimato Miguel, indígena de pómulos tostados- Pero sí veo esas mismas lanchas cargando sacos de coca.
Sus choferes son blancos y cada saco carga hasta 20 kilos de hoja de coca. La bajan a orillas de La Cooperativa y en el pie del río un hombre de uniforme verde lo espera con un peso y un saco lleno de bolívares.
-Pasan el río tranquilamente porque los militares del puesto Catatumbo cobran 1.300 por cada lancha- Miguel baja la voz. Sabe que mucha gente llegó al pueblo y que entre ellos hay miembros de las FARC. No quiere problemas.
La Cooperativa es un pequeño pueblo colombiano que está en la zona protegida barí del parque Catatumbo. Allí, denunció un desmovilizado de la guerrilla, estaría Timochenko, el jefe de las FARC, señalado en Colombia como el controlador de todo el tráfico de droga entre ambos países. Desde ese pueblo, por los caminos verdes, llevan las hojas de coca hasta un pequeño laboratorio que está a pocos kilómetros de La Pista, un poblado azotado por paramilitares hace más de 10 años.
El general Marcolino Tamayo, comandante de la Fuerza de Tarea Vulcano en Tibú, Santander, Colombia-, a dos horas de Cúcuta, asegura que en el parque Catatumbo existen al menos 1.800 hectáreas de cultivo de coca. “Esa coca la llevan a laboratorios que están en Colombia, pero muy cercanos a la frontera, y usan el río de Oro para transportarla”. Se niega a confirmar la presencia de guerrilleros en suelo venezolano, y asegura que los narcotraficantes usan cualquier ruta. “La cambian constantemente. El Ejército las obstruye y ellos abren otra. Siempre están cambiando”. Para los baríes, la ruta del río del Oro hasta El Cruce tiene más de 10 años. Un cacique, que prefiere no dar su nombre, asegura que ellos mismos vieron cuando un grupo de paramilitares llegó a La Pista:
-Dijeron que si no abandonaban todo el pueblo, los matarían. Al día siguiente llegaron y mataron a un solo hombre. Después de eso no quedó nadie.
Los cientos de colombianos de La Pista tomaron su lancha y se fueron al poblado más cercano y más seguro: El Cruce. El sector, zona de descaso de gandoleros y paradas de viajeros, se convirtió en un área comercial pocos años después. Era La Pista el centro de operaciones narcoguerrilleras del parque Catatumbo.
-Los raspachines –sigue el cacique- se conocen por sus manos. Las palmas están agrietadas y amarillentas de tanto jalar las ramas.
Preso
Saúl escuchó el disparó y subió los brazos a la altura de la cabeza. Uno de los soldados lo llamó con los dedos y él cruzó el río en su canoa. Contó 12 militares. Eran las 11:00 de la mañana. Cuando se acercó al lado colombiano se dio por muerto. No hizo el menor esfuerzo por defenderse.
-Nos dijeron que eran miembros de la Guardia Nacional Bolivariana y que solo querían que los pasáramos en la canoa al otro lado del río. –cuenta el hermano adolescente de Betty, quien también fue retenido- Cuando los dejamos del lado de La Vaquera, nos dijeron que no podíamos irnos.
Las canoas colombianas se diferencian de las venezolanas por los colores. Así lo plantearon ellos para no tener ningún parecido con los productores de coca.
Desde hace más de 20 años, la de Saúl era roja con una franja. El muchacho no entendía por qué no retenían las lanchas azules con rayas verdes y rojas.
Pasaron de nuevo al lado colombiano. Ahí los militares apuntaron al adolescente con un fusil y le dijeron que si hablaba en barí, le dispararían en la cabeza. Más de seis residentes de Bokshí vieron la escena, pero pensaron que no pasaba nada: el adolescente no habló. A Saúl le dijeron que estaba detenido por tráfico de drogas y que irían a un laboratorio, a unos 10 kilómetros de donde estaban, en territorio colombiano. Le pidieron que mostrara las palmas de sus manos y luego le taparon el rostro con una capucha. Lo montaron en un helicóptero y lo llevaron a Santa Bárbara, en el municipio Colón –Venezuela-. Luego lo encarcelaron junto con tres colombianos en una celda del municipio Jesús María Semprún. Ahí está desde el 2009.
El caso lo lleva el Tribunal Segundo de Control. En septiembre del 2012 lo condenaron a 15 años de prisión por tráfico ilícito de sustancias estupefacientes y sicotrópicas. Su esposa, sin dinero en el bolsillo, dejó a su hija con una hermana, en Maracaibo, para limpiar casas de Casigua –capital de Semprún- y poder llevarle la comida.
En enero la niña estaba sola en casa de su tía y se comió un artificio pirotécnico. Murió en unas pocas horas. Saúl pidió un permiso para ir al entierro y se lo negaron. La familia no tiene dinero para pagar un abogado y lo asisten tres defensores públicos. El 6 de febrero el Tribunal de Apelaciones desechó la sentencia. Consideró que había vicios y el juicio comenzará de nuevo. El pescador de Bokshí sigue tras las rejas.
Depósito
En El Cruce –Venezuela- hay motociclistas, contrabandistas de gasolina y miedo, mucho miedo. Juan Carlos Pinzón, ministro de Defensa de Colombia, confirmó los rumores de que la guerrilla y el narcotráfico se habían adueñado de la zona cuando la Policía local abatió al ‘Cojo’, uno de los insurgentes que puso una bomba en el edificio de la Policía Nacional en Bogotá el pasado 15 de agosto. El ‘Cojo’ se enfrentó a las autoridades venezolanas a pocos kilómetros de ese poblado.
Quienes más se quejan de la presencia de colombianos armados son los ganaderos. Quince de ellos, todos escondiendo su nombre, reconocen que más de 40 hombres del frente 33 de las FARC les reclaman, a punta de ametralladora, 20.000 bolívares al mes. “No podemos hacer nada porque vemos cómo la Guardia Nacional los ayuda. Estamos solos”, dicen.
Los quince ganaderos y un exalcalde coinciden en describir la ruta terrestre que completa la fluvial: después de salir del río y sortear el puesto de Ejército bajo soborno, los esperan camiones cisternas que simulan traficar combustible. Atraviesan la carretera Machiques-Colón burlando un puesto de la Guardia Nacional en el sector La Gocha y recorren toda la vía, atravesando El Cruce, hasta llegar a un sector llamado La Campesina.
-Allí hay una finca que se llama La Sorpresa. Era de un señor de apellido Romero, pero se la vendió a unos colombianos hace como tres años. Le dieron dinero y más de cinco camionetas. Él desapareció.
Eso lo cuenta uno de los 45 pescadores que se gana la vida en el río Santa Ana. Detalla que denunció en la policía local que los nuevos dueños almacenan allí panelas de cocaína, pero los oficiales llegan durante el día a hacer requisa y se llevan detenidos a los pescadores.
Sigue el pescador:
-Pero es que el movimiento allí es de noche. En vez de tomar la ruta común hasta la Machiques-Colón, salen por la otra vía para burlar el puesto de la Guardia Nacional de Aricuaizá-.
Pese a que no existen denuncias de las operaciones en esta finca, los antecedentes la ponen en el ojo del huracán. El 3 de enero del año pasado José Goncalvez, jefe del Comando número tres de la Guardia Nacional presentó a un mayor del Ejército y una sargento de la Guardia como traficantes de 506 panelas de cocaína que ingresaron desde la Sierra de Perijá a un sector agropecuario de Aricuaizá, en el municipio Machiques –frontera con Jesús María Semprún-. Los agarraron a unos kilómetros del puesto militar, en una camioneta Explorer que salía de la carretera que señaló el pescador. Junto a los dos uniformados que pretendían llevar la droga a Caracas, apresaron a cuatro colombianos que en septiembre del año pasado se fugaron del retén policial de Maracaibo.
El 17 de enero de este año también decomisaron 500 kilos de cocaína dentro de una camioneta de la alcaldía del municipio Machiques. El transportista del alijo, Joan Bracho, es presidente de la junta parroquial de la parroquia Río Negro y en septiembre del año pasado lo despidieron de su empleo, como miembro del Instituto de Desarrollo Rural de Machiques. Ahora el concejal Jesús Rincón pidió iniciar una investigación a tales vehículos. El edil asegura que el alcalde Vidal Prieto podría estar involucrado en un caso “delicado”.
En proceso
Poco después de la detención de Saúl, la abogada Leidys González solicitó la nulidad de todo el procedimiento. En el escrito señala que la operación militar estuvo llena de “extremos”. La defensora señaló que a su representado solo le permitieron dos testigos, cuando en las canoas hubo hasta una docena que podía declarar a su favor.
La abogada se llevó las manos en la cabeza cuando iniciaron las entrevistas a los pilotos de los helicópteros que participaron en el operativo. Todos dieron las coordenadas geográficas –norte 09° 06´21” y oeste 72° 46´44”- pero ninguno estableció el punto exacto en el que lo detuvieron. La Defensoría quería probar ambas versiones de los involucrados: los detenidos aseguran que los detuvieron en Colombia y los militares insisten en que el hecho ocurrió en Venezuela. Pese a que un mapa común ubica esa zona en el país de al lado, el tribunal desestimó la solicitud de hacer una inspección del lugar.
El mismo 27 de agosto, fecha de la detención del barí, el comando antidroga de la Guardia Nacional emitió un comunicado escrito en el que decía que se había incinerado y destruido todas las evidencias, debido a que no podían movilizarlas hasta Santa Bárbara, su zona de operaciones. Describieron la zona como peligrosa: dijeron que eran vulnerables a algún ataque guerrillero, y que debieron salir lo antes posible. Lo explicaron refiriéndose a territorio venezolano, como reconociendo la presencia insurgente en este país.
El acta reza que encontraron en el laboratorio, entre otras cosas, “10.650 litros de acetona, 504 litros de gasolina, 1.260 litros de tiner –removedor de pintura-, 576 litros de ácido sulfúrico, 1.050 litros de base líquida, 945 kilos de carbón activado, una máscara de gas, siete jarras de medición, un compresor de aire, una prensa hidráulica, marquillas de figuras de pumas, toros, cochinos, insignias de Toyota e iniciales de nombres en números romanos; y nueve gaberas de metal para prensar las panelas”.
Los defensores alegaron que no se podía juzgar a un acusado porque que la misma autoridad destruyó las evidencias. Sin embargo, el juicio se mantuvo y a Saúl lo condenaron a 15 años de cárcel.
Eladio Akalaya, presidente de la Asociación Barí de Venezuela y diputado suplente en la Asamblea Nacional, dice que pese al entorno en el que viven sus paisanos, es la primera vez que uno de ellos está involucrado en algo semejante. También estuvo en la asamblea que protagonizaron colombianos y venezolanos y en la que se discutió el cultivo de coca como actividad económica. En los poblados de Bokshí e Iquiacarora tienen prohibido que los pobladores se involucren en el negocio.
-Sabemos –dijo el diputado suplente- que eso trae riquezas, pero nosotros, desde nuestros ancestros, no somos ostentosos. Nos gusta vivir con la naturaleza, lejos de todo.
En el municipio Machiques, los ganaderos aseguran que ya los indígenas han dejado el cultivo de alimentos por la coca. Que existe una extensa plantación en el sector 5 de Julio –frontera con los municipios Jesús María Semprún y Machiques, en la Sierra de Perijá. Que para llegar allí los baríes deben caminar dos horas desde el último puesto militar. Que existe desde hace más de cinco años pese a que el Gobierno se empeña en asegurar que Venezuela es territorio libre de coca. Que cerca de allí hay un laboratorio que forma parte de todo el sistema narco de la zona junto con la finca La Sorpresa. Y que en la frontera existen otros 15 laboratorios cuyo producto termina en las carreteras del estado Zulia.
-Los militares –dice uno de los ganaderos- cuando los ven por ahí, los obligan a que enseñen las palmas. Después de eso, les quitan dinero y los dejan ir.
Unos días y unos kilómetros más allá, en Iquiacarora, uno de los baríes presentes en la asamblea defiende a gritos su actividad. “Porque en Venezuela tienen más libertad que nosotros, que nos vigilan tres uniformados distintos”. De este lado de la frontera, según los propios indígenas, ellos se conforman con mirar, como testigos silentes e invisibles.
-Y a pesar de eso-se queja uno de ellos- nos meten presos y nos condenan. Imagínate si de verdad estuviéramos involucrados.
Betty, la esposa de Saúl, no pierde esperanzas, pero no sabe qué pensar. Cree que el mundo está contra los indígenas. El 4 de marzo, un día después del homicidio de un dirigente social, el yukpa Sabino Romero, destituyeron a Luz María González Cárdenas, la jueza de la Sala Uno de la Corte de Apelaciones que anuló la sentencia contra Saúl. Los baríes, ahora, están a la expectativa.
Este reportaje se publicó en el diario ‘La Verdad de Maracaibo’ y es resultado del taller sobre cobertura transfronteriza del narcotráfico, organizado por la Fundacion Gabriel García Márquez para un Nuevo Periodismo, con el apoyo de UNESCO e International Media Support (IMS). Sebastián Hacher, editor de Cosecha Roja, fue el editor del trabajo.
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