Cosecha Roja.-

Era lunes 11 de junio, feriado en Colombia. A las 6:30 de la tarde unos hombres a caballo llegaron a la finca Santa Bárbara, de la vereda Arenoso. Acecharon la casa por el patio de atrás. Llamaron a Darío. “Sal, da la cara”, le increparon con gritos y amenazas. Como nadie contestó, le hablaron a Clemente, su padre. Le pedían que entregara al muchacho.

En la sabana de Córdoba, cerca de la costa Atlántica, la noche aleja el calor. Los dueños de las fincas cierran las ventanas para que los mosquitos no interrumpan el descanso. Los vaqueros terminan la jornada con el encierro de las bestias y vuelven a sus casas. Las parcelas quedan vacías.

Clemente tampoco contestó. Era una forma de negar que su hijo mayor, de 32 años, estuviera presente. Darío los visitaba desde hacía un par de días. Había ido para aprovechar el fin de semana largo. En casa también estaban Mercedes, la madre, y Domingo, el hermano menor.  De nuevo hubo silencio. Los hombres a caballo no se bajaron de las bestias. Tampoco desenfundaron las armas que llevaban: pistolas de corto alcance. Sacaron una granada y la tiraron adentro. Los cuatro integrantes de la familia Gutiérrez Miranda tuvieron que salir.

En los tiempos de la Violencia, década de 1950, esa zona de Planeta Rica, al igual que muchos campos del país, era peligrosa. Pululaban las historias de gente descuartizada, hogares incinerados, niños sin párpados, embarazadas abiertas a cuchillo. El tiempo quiso olvidarlas, pero la guerra del narcotráfico, que cruzó la saña de los paramilitares, la guerrilla y los agentes estatales, llegó, en los ochenta, para recordar el horror.

Los hombres de la casa intentaron responder con una escopeta artesanal, usada para matar gallinetas y animales del monte. Fue inútil. A Clemente, el padre de familia, de 66 años, le dispararon cinco veces. A Mercedes, la madre, de 62, le metieron dos balazos en la cabeza. A Darío, buscado por los caballistas, le dieron cinco veces. Domingo, el menor, de 24 años, quiso escapar, pero lo alcanzaron a 300 metros.

Después de acribillar a los cuatro miembros de la familia, los jinetes le prendieron fuego a la casa. Es una forma habitual que tienen los criminales para sembrar el miedo en las parcelas. Los vecinos, a kilómetros de distancia, oyeron el eco de los disparos y vieron la humareda que levantó el incendio. Pero no pudieron auxiliar a los habitantes de la finca. Hacer algo, decir algo, significa ser víctima de una letal represalia.

La zona donde ocurrió la masacre es conocida como “El triángulo de la muerte”, porque es un corredor estratégico para sacar cocaína hacia el mar. Allí campean grupos criminales que a lo largo de las últimas décadas han tenido diferentes nombres. El más actual es “bacrim”, bandas criminales. Una de las organizaciones más temidas es Los Urabeños, que controla el tráfico y microtráfico de estupefacientes en media Colombia.

Algunas versiones de lo que pasó en Arroyón Arriba afirman que Darío Gutiérrez pertenecía a esa banda. “La masacre ocurrió porque ese joven estaba inmerso en actividades ilícitas. Fue una retaliación, un problema personal entre dos bandidos del mismo grupo: alias Chijo y él”, dijo el comandante de la Policía de Córdoba, Aurelio Ordóñez. El ministro de Defensa, Juan Carlos Pinzón, visitará Córdoba a principios de julio para planear una estrategia contra los grupos armados. Para las autoridades, se trata de un hecho más de violencia en la zona.

“Chijo”, cabecilla de Los Urabeños, apareció en la investigación porque es uno de los criminales reconocidos del corregimiento Arenoso, jurisdicción de Planeta Rica. Dicen que era uno de los jinetes que aquella noche llegó buscando a Darío. La Policía está ofreciendo 13 mil dólares de recompensa a quien lo entregue.

En las parcelas hay silencio. Nadie quiere hablar o siquiera saber qué fue lo que pasó. El fuego arrasó con la finca Santa Bárbara y las balas con sus habitantes. En la memoria de Arroyón Arriba tampoco queda nada.