desaparecidos colombiaCamilo Andrés Ríos García – Cosecha Roja.-

“Familia: hemos tomado una decisión difícil pero necesaria. Los invito el próximo domingo a la misa de mi hermano, llegó la hora de despedirlo”, escribió en una cadena de whatsapp Antonia, la hermana menor de Gabriel, desaparecido en la zona cafetera de Colombia la noche del 2 febrero de 2005.

Gabriel iba con su esposa Estela en el carro y un grupo de hombres armados interrumpieron su camino. Los familiares primero pensaron que la pareja había sido víctima de un secuestro, algo muy popular a finales de los 90 en Colombia: había secuestros exprés en las grandes ciudades que se resolvían con sumas de dinero no muy altas. Pero Gabriel y Estela son dos de los 25.000 desaparecidos como consecuencias de más de cinco décadas de conflicto armado.

La noche que desaparecieron, el hijo de ambos, Diego, estaba con ellos. Lo encontró la policía de menores en un hospital de una pequeña ciudad. Dos meses después, las abuelas recibieron una llamada a medianoche:

– Encontramos un niño que es pariente de ustedes.

El paradero de sus padres era una incógnita y Diego tenía apenas un año. Antonia, a la que el niño llama mamá, asumió la custodia.

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Gabriel era odontólogo. Estudió esa carrera en honor a su padre, quien murió el año en que él terminó el colegio. Gabriel de odontología sabía poco, aunque vivía de eso. Para terminar la universidad recursó más de una materia, se copió en algunos exámenes y con su pinta y porte conquistó varias notas.

Después de terminar la universidad, y como muchos trabajadores de la salud, Gabriel se fue a vivir a una ciudad más pequeña que Bogotá. Ya estaba casado con Estela, una costeña de clase alta que un ocho de enero parió a Diego.

Recuerdos de Gabriel tienen muchos: que fue expulsado de más de tres colegios, que era un fiestero apasionado, que solo bailaba después del efecto de tres o cuatro copas, que no le gustaba el fútbol y que para conquistar mujeres era el mejor. Pero con eso su hijo no se conformaba.

Las hermanas de Gabriel recuerdan una noche en que se robó el carro de la casa porque quería conquistar una chica: la aventura romántica terminó en un accidente. No hubo heridos pero sí regaño, noches de castigo y horas al cuidado de la tienda.

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En abril del 2014 murió Elsy, una de las 14 tías de Gabriel. Había luchado por más de un año contra un cáncer. La muerte sacudió la estabilidad de la familia. Quizás por eso comenzaron a escuchar las preguntas que el niño de diez años hacía sobre sus papás.

– Abuela, ¿por qué nosotros nunca vamos a la llevarle flores a la tumba de mis papás? ¿Dónde están enterrados?

Laura, la abuela de Diego, nunca había querido aceptar esa realidad. Llevaba nueve años esperando que el teléfono sonara y del otro lado apareciera la voz de Gabriel. Esperaba verlo entrar por la puerta del negocio familiar, una pequeña tienda que con mucho esfuerzo dio dinero para pagarle una carrera profesional a dos de los tres hijos.

No existían respuestas a las incómodas preguntas del niño. En el fondo las hermanas de Gabriel hubiesen querido tener una fecha en la cual rezar, una tumba para visitar todos los domingos, saber qué decir en el colegio de Diego cuando preguntaran por sus padres y no tener que inventar una historia cada vez que algún vecino imprudente dijera:

– Si es igualito al papá

– Camina igual que Gabriel

– Tiene la misma boca

Diego también heredó de su padre la mala conducta en la escuela y la poca disciplina para el estudio. Una vez su tía consultó a un psicólogo en busca de ayuda. Cuando escuchó la historia de Diego y sus padres dijo algo que nunca antes habían imaginado: “vamos hacer un entierro simbólico de los desaparecidos”.

Un luto sin muerto

La ceremonia la hicieron en Bogotá el domingo 11 de mayo de 2014, el mismo día que celebraban el día de la madre en Colombia. No era una despedida normal: no había cuerpo y no se hizo en una iglesia. El lugar que eligieron fue el consultorio del psicólogo. Asistieron 30 personas, entre familiares y amigos cercanos.

– Se pueden quitar los zapatos, poner cómodos, esta es la despedida de un amigo, un entierro simbólico- dijo el psicólogo.

El lugar era frío. Algunos llegaron muy bien vestidos, como se va a un entierro. Otros muy informales: zapatillas, camisetas, gorras y medias rotas, pues la sorpresa de quitarse los zapatos era un concepto nuevo. Lo primero que muchos le dijeron a Laura fue “feliz día de la madre”.

Los invitados se acomodaron en sillas y formaron un círculo. Sobre una mesa había dos velones, un escapulario, una biblia, muchas flores y dos pequeños cofres. El psicólogo pidió que cada uno se pare, diga su nombre y su relación con los desaparecidos.

-Soy Andrés, primo de Gabriel. Estoy aquí porque creo que es hora de dejarlo descansar en paz.

-Soy Martha, tía de Gabriel. Creo que es necesario darle un espacio a la desaparición, así nosotros y el estaremos mejor.

Laura escuchó las 30 presentaciones largas y sinceras. Ninguno dio el pésame, nadie se atrevió.

El cura, un señor de unos 50 años con voz de relator de fútbol, tenía tres fotos: una de Gabriel, otra de su esposa y una de los tres en familia.

– Este va ser el nacimiento de los recuerdos. A partir de hoy recordaremos a Gabriel como a todas las personas que nos dejan, no los esperaremos más, haremos nuestras vidas sin ellos- dijo el cura.

Después le pidió a Diego que repartiera los dulces que traía e invitó a las madres de Gabriel y Estela a que cada una tome un velón, rece y al momento de sentir la energía los pase. ¿Cuál energía? La que dejaron de sentir hace nueve años cuando sus hijos desaparecieron.

– Da pena vivir en un país como Colombia, me da pena tener que hacer este tipo de cosas, nos tiene que dar vergüenza saber que en este país tenemos desaparecidos. Da tristeza saber que hay niños que crecerán sin los padres, madres que añoran un llamado- dijo el cura.

El psicólogo les pidió a las abuelas de Diego que se acercaran y se dieran la mano, y él tomó los dos diminutos cofres negros. Desde lejos se veía que no eran muy prolijos, estaban mal pintados y la madera no ajustaba.

– Estos dos cofres fueron creados por Diego. Cada uno lleva el nombre completo de su mamá y su papá y en el interior van los objetos que para el niño significan sus papás. Serán enterrados por ustedes dos, cada una lo dejará en el lugar en donde considere que deben estar sus hijos y el lugar en donde Diego pueda ir a visitarlos. A partir de hoy los recordaremos como ausentes- dijo.

Como en todo entierro se habla bien del muerto, aunque de los desaparecidos en Colombia nadie habla. Hasta hace poco, el Estado colombiano inició un proceso de reconocimiento y reparación de desaparecidos y víctimas. Durante varios años, las madres de los falsos positivos, los campesinos, los secuestrados y las víctimas del narcotráfico y de los grupos armados no tenían espacio, simplemente no existían. Gabriel y su historia no era la excepción de esta realidad.

A pesar de la denuncia de los familiares, la desaparición aún no fue asignada a ningún grupo armado. No existe reparación por parte del Estado. El único consuelo son los recuerdos que quedan en sus mentes y la tranquilidad de contarle a Diego quiénes eran sus papás. Ahora el niño tiene donde llevar flores los domingos.