Guillermo OrsiCiudad Santa, la novela del escritor argentino Guillermo Orsi que ya había ganado el premio Hammett de Novela Negra 2010, acaba de recibir el premio “Novelas de película” en el festival BAN!  y será llevada al cine. La novela de Orsi -de la que aquí presentamos un fragmento- es uno de los thriller al que nos tiene acostumbrado el autor, uno de los maestros del género en la Argentina.

 

Ciudad Santa
PRIMERA PARTE
«LA TRAICIÓN DEL RÍO DE LA PLATA»

1
El auto zigzagueando a ciento cuarenta por la General Paz ape­nas llama la atención del poli que, recostado sobre la puerta del patrullero, fuma distraído bajo el puente de la avenida Mosconi. Debería dar el alerta para interceptarlo por exceso de velo­cidad y conducción temeraria, pero mejor una calada larga de pésimo tabaco rubio. Alguna vez dejará de fumar, se dice, pero cuándo, y algo le queda claro: no mientras sea policía.

En el baúl del auto que vuela por la autopista, sacudiéndose a un lado y otro por las maniobras con las que su enloquecido chófer esquiva a los demás vehículos, maniatado, amordazado y ciego, Matías Zamorano no padece el viaje por sus ataduras ni porque esté al borde de la asfixia, sino porque sabe que es el último, que el auto a velocidad de ambulancia en emergen­cia es para él su coche fúnebre anticipado. Deberían haberlo matado en los baños del Mercado Central donde lo encontra­ron, pero los dos gorilas que salieron a cazarlo prefirieron que nadie los reconociera; son matones asalariados del concejal Viruela, alias Alberto Cozumel Banegas, pero quién lo conoce por su nombre. Para todos es Viruela, heredero de uno de los tantos imperios del conurbano, zar absoluto en sus veinte cua­dras a la redonda del partido de Matanza.

La idea de pasarlo a Viruela no fue de él, se consuela pensando Matías Zamorano. Fue de Ana: veintidós años recién cumplidos, carita de querubín flotando en una nube y agallas suficientes para regentear ella sola el garito y los prostíbulos de Zamorano, tributario a su vez del concejal Viruela, y éste, del gobernador de la provincia. Todo iba bien pero las mujeres, si son jóvenes y hermosas, son ambiciosas, y si son ambiciosas no se conforman con nada; creen ser el centro del universo, soles absolutos de un sistema planetario que tuvo su big bang cuando ellas nacieron, nunca antes. Y todo el resto del mundo está constituido por vie­jos chotos, carcamales sin coraje, muñecos armados con retazos y dentaduras de acrílico que se tragan medio frasco de viagra y creen que se les para porque las hembras alquiladas gritan, cie­rran los ojos, se sacuden como alcancías esperando a que el viejo acabe o se agote, extenuado o paralizado por un infarto.

El auto abandona la General Paz y se interna en la provin­cia por la continuación de la avenida De los Corrales, proa a los vaciaderos de Tablada, donde los verdugos ejecutan a los condenados sin que nadie los moleste. Zamorano conoce el trayecto, lo ha hecho tantas veces al volante de otros autos y con el baúl ocupado por buchones y sicarios; tipos sin madre paridos por la basura que vuelven a ella agradecidos porque ya no aguantan más que la gente les diga señor, que alguna pobre mujer se enamore de ellos y les reclame fidelidad.

No tiene miedo, Zamorano. Está triste, eso sí, siente mucha tristeza y asco por él mismo. Habría apurado los trámites si le hubieran dado la chance, pero Viruela no le da una chance a na­die; por eso conserva con mano de hierro el negocio de la droga en sus veinte cuadras a la redonda, sur de Matanza, cloaca a ciélo abierto habitada por desahuciados del sistema, zombis que ro­ban y matan por la comida, soldados harapientos de un ejército sin otra disciplina que la certeza del hambre, si no obedecen.

Piensa en Ana, Zamorano, cuando el auto entra, ahora des­pacio, en la calle elegida por el propio Viruela. Quiero que sirva de ejemplo y escarmiento—seguramente ha dicho, es su frase pre­dilecta—, que todos en el barrio vean en qué terminan los que se le animan a Viruela.

Abren la tapa del baúl y entre los dos gorilas que le dieron caza lo ponen en pie. Le quitan la mordaza y la venda de los ojos, mala señal, pésima, o inevitable, en la expectativa de Za­morano; es el procedimiento de rutina, la misérrima cuota de dignidad que se les permite a los condenados. Hay un tercer hombre, probablemente el que condujo el auto hasta aquí, que se ocupa de enderezarlo con suaves golpes en la columna, de alisarle la ropa arrugada para que no muera hecho un estropa­jo, para que los vecinos del barrio de chapas y cartón, buenas familias de bolitas y peruanos, le vean la cara al reo, la mirada de espanto —o de resignación, en el caso de Zamorano— con la que se despiden, y adviertan que ellos, por lo menos —la gen­te de Viruela—, no matan a cualquiera, no se ensucian las ma­nos con cirujas o asesinos por monedas —que de la escoria se encargue la policía— dice Viruela, quien se jacta de sus mucha­chos diciendo que son tropa de élite, marines de los suburbios.

—A éste que ven acá, ustedes lo conocen —arenga el chófer a los vecinos, tomando a Zamorano por los hombros casi con afecto—. Era la mano derecha del compañero Viruela y más de una vez le habrán comprado…

Recorre con su vista las miradas sumisas de los vecinos. Es un señorcito feudal rezongando por la insubordinación de un súbdito, una oveja descarriada a la que ya mismo habrá que sacrificar.

—Ahora vamos a amputar esta mano derecha para que la gangrena no afecte al compañero Viruela. Pero desde mañana vendrá otro compañero de confianza. Porque el compañero Viruela es como las serpientes y las iguanas, vuelven a crecerle las extremidades corruptas que sus hombres de confianza le cortamos.

Empuja a Zamorano, que trastabilla pero mantiene el equi­librio, al centro del espacio vacío que ha quedado entre los ejecutores y los vecinos, el improvisado patíbulo de tierra api­sonada y agua estancada de la última lluvia. Le han quitado las ataduras, podría echar a correr para que lo acribillasen por la espalda, pero prefiere mirar de frente a ese par de gorilas que tantas veces actuaron bajo sus órdenes, y al chófer que dispara con la misma puntería con la que esquiva vehículos con el ace­lerador a fondo.

No dice nada, Zamorano, sólo los mira. Mi agachada no vale una muerte, podría decirles: hay gente por encima nues­tro que se come los alfiles, que juega con trampa y sin embargo se alza con copas y medallas; tipos que duplican sus fortunas con un solo embarque por izquierda y después se sacan la foto abrazados a Viruela.

Pero Zamorano ya está muerto y los muertos no hablan. Cie­rra los ojos para ver mejor al querubín, resplandece, bajo sus párpados cegados por los faros del auto, el rostro de Ana que sonríe al conocerlo, al decirle otra vez que sí, que te acompaño, que me gusta estar con vos.

Y eso explica —Ana bajo sus párpados— por qué Matías Zamorano abre los brazos y los estrecha alrededor de su propio cuerpo, un segundo antes de los disparos.

No está solo cuando se desmorona. Está con Ana.