Por Juan Carrá

Las manos fuertes y rugosas aprietan el cuello débil y suave. Carlos Monzón avanza. Ciego. Su mente está en blanco y por eso luego no recordará nada. Quizás piensa en Benvenuti grogui, contra las cuerdas. Las piernas parecen temblarle. Arremete. Izquierda. Derecha. Y ve caer el cuerpo. Quizás el impacto lo trajo devuelta a la realidad: Alicia Muñiz, su esposa, se desangra sobre el piso de ladrillos. Él también está lastimado, tirado en el suelo. Grita: “Llamen a una ambulancia, Alicia se tiró por el balcón”.

–No va más­­ –gritó el crupier mientras Alicia distribuía las fichas en el paño verde. La pequeña torre equivalente a 100 australes se acomodaba prolijamente en el centro del paño dentro de la primera docena. Equitativamente, Alicia colocaba su suerte entre el 5 rojo y los negros 8 y 11. Así le había dicho Carlos que jugara los 300 australes que le daba. “Todos a una bola”, le dijo… pero ella prefería administrar la apuesta y jugar de apoco.

–Para ganar tenés que jugar todo de una vez­ –repitió Monzón mientras le daba el dinero. Los dos rieron. Él seguía tomando champagne sentado en la barra del Casino, mientras ella, intentaba ganarle a la banca. Eran cerca de las 22 del sábado 13 de febrero de 1988. Esa noche Carlos Monzón volvía al Casino de Mar del Plata después de tres años. Cerca de ocho horas más tarde, en el inicio de un domingo de verano, todo se volvería tragedia. Pero para eso falta mucho. Sobre todo mucho champagne.

Después del Casino, Monzón y Alicia Muñiz tenían un compromiso: el locutor Sergio Velazco Ferrero cumplía años y lo festejaba en el Hotel Provincial. El campeón del mundo y su mujer eran de la partida. Allí se encontrarían con amigos. Entre ellos, Adrián “El Facha” Martel, anfitrión de la estadía del púgil en Mar del Plata.

En el cumpleaños de Velazco muchos se sorprendieron al verlos juntos. Alicia lo había dejado cansada de verlo borracho y de sufrir golpizas cada vez que discutían. Por eso, cuando los vieron entrar, se asombraron. A medida que pasaba la noche, los veían reír, juntos, como en las mejores épocas de la pareja. Se habían reconciliado.

La alegría era tanta que Monzón no quería que la noche terminara. Por eso se fue con su mujer y El Facha a saludar a los amigos del club Peñarol. Eran las 3 de la mañana. La música de moda alegraba al ambiente y después de unas fotos con los mozos, la pareja no dudó en subir al primer piso a bailar. El Facha los acompañó. También otra joven. Mientras bailaban, siempre encontraban un motivo para brindar con más champagne.

El pequeño cartel que indicaba que el auto estaba libre se reflejaba en la parte interna del parabrisas del taxi. Al volante un hombre esperaba impaciente. Llevaba más de 15 minutos en la puerta del club Peñarol. Mientras, la luz del amanecer comenzaba a apoderarse de Mar del Plata.

–Bajá la bandera –le dijo un mozo por la ventana delantera derecha ­–estás esperando a Monzón y se va demorar unos minutos más…

El taxista hizo correr el reloj y siguió esperando. Cerca de las cinco el campeón del mundo abría la puerta trasera y dejaba entrar a una rubia que el taxista no pudo reconocer. A él si lo conoció.

–A La Florida –indicó el campeón mientras se acomodaba en el asiento.

–¿Por la costa o por adentro?

–Por adentro… quiero ver un poco el campo.

muniz

LA MUERTE Y DESPUÉS…

Las luces del escenario del teatro Auditorium se reflejaban en el contorno del premio Estrella de Mar que Susana Giménez mantenía en alto. Enfundada en un vestido apretado, a lunares, la diva no podía disimular su alegría por el galardón obtenido en reconocimiento a su labor en la comedia musical Sugar. La sonrisa amplia contrastaba con el llanto de quién dirá, décadas más tarde, que fue su “único hombre”.

A pocos kilómetros de allí, Carlos Monzón, permanecía internado en el segundo piso del Hospital Interzonal General de Agudos, Oscar Alende. El golpe provocado por la caída del balcón le había fracturado la clavícula. Ese lunes, cerca de las 18.30, el boxeador dio su versión de los hechos ante el juez Jorge Gabriel García Collins y el fiscal Carlos Pelliza.

–La agarré del cuello, pero no quise matarla –dijo, luego de admitir que también había golpeado a Alicia. Después, el relato se volvía nebuloso. Contradictorio. Que ella salió corriendo por el balcón y que se tiró de cabeza. Que él quiso agarrarla y se tiró en el afán de salvarle la vida. Que, una vez en el piso, la vio sangrando y por eso gritó para que llamaran a una ambulancia.

La versión no era del todo creíble. Las contradicciones y los huecos en los momentos claves le quitaban contundencia al relato. Por eso se lo acusó de “homicidio” y el proceso judicial tomó un rumbo que no tendría retorno para el boxeador.

­-¡Me tiré para salvarla!- dirá ante las cámaras pero la Justicia no le creyó. Tampoco la sociedad. La condena estaba dictada antes del juicio: Monzón era un asesino.

EN LA LONA

Las piedras golpeaban el viejo camión blanco y negro de la Policía Bonaerense al llegar a República del Líbano 1140 custodiado por una caravana policial, encabezada por el móvil  913, marca Ford Falcon, también blanco y negro. Adentro, sentado en el pequeño banco amurado a la pared, custodiado por un joven policía de bigotes, Carlos Monzón, escuchaba los insultos y la condena de la gente:

-¡Asesino! ¡Asesino!­­-, gritaba una muchedumbre de mujeres que se agolpaba contra el cordón policial dispuesto para proteger a Monzón.

El boxeador escuchaba el murmullo mientras entraba a la seccional sexta, aún con el brazo izquierdo en el cabestrillo. Si no fuera por los insultos y por la custodia policial, la escena podría asemejarse a las ciento de veces que el campeón ingresaba al cuadrilátero. Pero esta vez, la sonrisa amplia característica de su rostro aindiado había desaparecido. Eso permitía que los ojos negros asomaran entre los profundos rasgos del rostro y se vieran más redondos. El pelo, como siempre, engreñado y peinado hacia atrás.

-Estoy bien-, alcanzó a decir aquel mediodía de miércoles a un cronista antes de desaparecer tras la custodia. Adentro lo esperaba una celda de tres por cuatro, con cama de material, mesita e inodoro. Allí recibió a sus hijos Carlos y Abel; también a Oscar “Cacho” Steimberg, su viejo apoderado y por entonces socio. Jorge de la Canale, abogado defensor del púgil, cerraba el grupo de visitantes.

Con la reja abierta, el detenido y sus visitantes se movieron con libertad entre el calabozo y el pequeño patio de la dependencia policial. Tampoco faltaron los diálogos apasionados sobre boxeo con los taqueros responsables de su custodia:

-Pensar que cuando era pibe hinchaba por vos y te veía en las peleas y ahora, te veo tras las rejas…

-No te preocupés, todavía tengo la mano derecha- contestó Monzón con un gesto de ironía levantando su puño diestro mientras la izquierda letal seguía enfundada.

Pero, a pesar del esfuerzo por recordar su época de gloria, en la cabeza del campeón retumbaban las voces que lo señalaban como un homicida.

-Me dolió que me gritaran asesino- dirá unos días más tarde en la primera entrevista desde la cárcel, exclusiva para un medio italiano.

La gloria se desvanecía de la peor manera. Seguramente en esos momentos pensó en aquella vez que con sus rodillas tocó la lona. Allá por junio del ´73, en una de las tantas defensas de su título. Emile Griffith lo tenía a mal traer en el cuadrilátero y él, el campeón, ya no tenía aire. Desde el rincón le llegaba la voz de ánimo de Amilcar Brusa, su manager.

­-¿Querés que tu hijo te vea perder?- le espetó y las palabras golpearon en el ánimo de Monzón como un cross a la mandíbula. El campeón sabía que Abel lo quería ver ganar. Por eso estaba en el ringside. Sacó aire de donde pudo y retuvo la corona. Quince años después Abel lo veía otra vez en la lona, tratando de trepar para que no lo alcanzara la cuenta de diez. Pero, en ésta, los dos sabían que sería difícil levantarse.

LOS OJOS DEL CIRUJA

-¡Yo vi cómo Monzón asesinaba a Alicia Muñiz!

La afirmación, letal para el campeón, salía de la boca desdentada de Rafael Crisanto Báez. Las imágenes se repiten una y otra vez dentro de su cabeza.

–Desde que vi lo que vi, no puedo dormir

Es que Báez estuvo en el lugar indicado en el momento menos indicado. Sus ojos retrataron paso a paso lo que se vivió en el balcón de la casa de La Florida.

La mañana comenzaba y, a pesar de ser domingo, como todos los días, Báez tiraba de su carrito de dos ruedas por las calles del barrio. Su destino: cualquier lugar donde encontrar cartón o botellas para vender.

Así llegó al terreno baldío, lleno de pinos, ubicado sobre calle Origone que linda con la parte trasera de la casa de Pedro Zanni. Allí estaba cuando llegó el taxi con Monzón y su mujer. Allí estaba también cuando se encendió la luz del cuarto y el campeón le pidió a Alicia que se quitara la ropa. También estaba en ese lugar cuando comenzaron a discutir y ella le gritó que era un “celoso neurasténico”, a lo que él respondió con una cachetada que la hizo volar por los aires.

Desde allí pudo verlos y escucharlos. Discutían. Peleaban. Monzón clavó sus rústicas manos en el cuello delicado de su mujer. Apretaba y la fuerza despegaba el esbelto cuerpo unos centímetros del piso. Mientras, ella pataleaba en el vacío, como una gata. Se movía violentamente hasta que dejó de hacerlo. Recién ahí las manos que la atenazaban se abrieron y ella cayó desvanecida al piso. Él no podía creer lo que estaba viendo. No sabía si estaba viva o muerta. Se desesperó. Sus manos, ahora, se enredaban en su propio pelo en un gesto de desesperación.

La levantó. El cuerpo desnudo de Alicia quedó tendido sobre el hombro de Monzón como una bolsa de papas. Caminó. Salió del cuarto por la puerta ventana. Se arrimó a la baranda del balcón y en un solo movimiento lo arrojó al vacío. Inconsciente, Alicia no tuvo la oportunidad de protegerse. Su bello rostro dio de lleno contra el piso de ladrillos y murió. Monzón no quiso mirar. Volvió a la habitación, se cambió el pantalón y después, se tiró. Su brazo izquierdo amortiguó el golpe. Ese brazo que tantas victorias le había dado, se preparaba para librar la más dura de las peleas.

­Se incorporó como pudo. El dolor casi lo desvanecía. Tomó una maceta y la tiró con fuerza contra el vidrió del portón. Adentro, el casero de Martel, despertaba con el estruendo y la voz de Monzón que gritaba:

-Llamen una ambulancia, Alicia se tiró por el balcón.

Los últimos coletazos de felicidad invadían a un sector de los argentinos por la obtención de la primera Copa del Mundo en su historia. Otros sufrían la persecución indiscriminada de la dictadura cívico militar. Corría julio de 1978. Monzón llevaba un año fuera del ring (se había retirado después de 14 defensas del título mundial con un record de 87 peleas ganadas -57 antes del límite-, 10 empates y sólo 3 derrotas) y poco tiempo de su separación de Susana Giménez.

Su nueva pasión, el cine lo mantenía dentro de las celebridades nacionales. Cuatro años antes, su romance con la diva se había gestado al calor de “La Mary”, película dirigida por Daniel Tinayre que los tenía como protagonistas. Las anécdotas en torno a la set de filmación dirán que las escenas de sexo rebosaban realismo.

El sonido de los aviones fue la música que acompañó el cortejo de la primera cita. Ocasional, peor cita al fin. Monzón viajaba a París. Alicia a Roma. Ambos sabían de la existencia del otro, pero nunca habían cruzado palabra. Las escalas entre Ezeiza y sus respectivos destinos fueron la ocasión propicia para que, café de por medio, comenzara el idilio. Cuando llegó el momento de separarse, ambos se prometieron una nueva cita. Esta vez programada, en Buenos Aires. Pero las promesas se diluyeron en el devenir de la rutina de ambos. Sin embargo, el destino les tenía preparada una sorpresa: en un carrito de la Costanera volvieron a verse.

–Te dije que nos volveríamos a ver –le dijo Monzón retomando el cortejo. Ese día nacería la relación que los llevaría al peor destino. Pero, entonces, ninguno de los dos lo sabía, ni siquiera lo sospechaba.

–Jamás volveré a tocar a una mujer– dirá entre llantos en una celda de la cárcel de Batán a la espera del juicio oral que lo declarará culpable.

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Cronología

14/02/88 La modelo Alicia Muñiz, de 32 años, muere en un episodio confuso. Carlos Monzón, su pareja, queda imputado por el delito de homicidio. El púgil se niega a declarar.

15/02/88 Monzón declara ante el juez García Collins y el fiscal Carlos Pelliza en calidad de imputado. Está internado a causa del golpe sufrido al “caer” por el balcón.

16/02/88 El boxeador es trasladado del hospital a la comisaría sexta. Una multitud lo espera para repudiarlo. Monzón acusa el golpe.

19/02/88 Dictan prisión preventiva a Monzón. El púgil aguarda el juicio oral en la cárcel.

22/02/88 El boxeador es trasladado a la cárcel de Batán. Al subir al camión celular fue apedreado e insultado por un grupo de mujeres.

28/02/88 Se conocen los resultados de la segunda autopsia. La situación de Monzón se complica aún más. Los peritos afirman que la mujer cayo inconsciente o muerta.

01/03/88 La Cámara de Apelaciones deniega una nueva reconstrucción de los hechos.

02/03/88 Aparece el cartonero Báez en escena. Dice haber visto el momento en que Monzón asesinaba a Alicia Muñiz. Se convierte en el testigo clave de la causa. A pesar de que su relato fue importante, terminará procesado por falso testimonio por fabular.

05/03/88 Alberto Olmedo muere al caer por el balcón de un edificio marplatense. Monzón se entera de la muerte de su amigo, en la cárcel.

13/03/88 Nuevas pericias confirman que Alicia Muñiz fue asesinada por Monzón. Desaparecen partes del cuerpo de la mujer, pruebas claves de la acusación.

22/03/88 Monzón da su primera entrevista entre rejas. Elige un medio italiano, critica a los medios argentinos por “maltratarlo”.

26/06/89 Comienza el juicio oral por el crimen de Alicia Muñiz. Monzón es el único imputado. El tribual está integrado por la doctora Alicia Ramos Fondeville y los doctores Gustavo Pizarro Lastra y Jorge Isaach. El fiscal, Alberto Ferrara. Monzón es representado por Jorge de la Canale y Horacio D’Angelo, acompañados por una muy joven Patricia Perelló. Rodolfo Vega Lecich, patrocina a la familia Muñiz.

03/07/89 Monzón es condenado a 11 años de prisión por el asesinato de Alicia Muñiz.
08/01/95 Monzón muere en una accidente de tránsito cuando transitaba la ruta 1 en Santa Fe. Volvía a la cárcel luego de una de sus salidas transitorias por trabajo. Estaba en el tramo final de su condena. Tenía 52 años.