Por Ileana Arduino y Esteban Rodríguez Alzueta*

Como el huevo de la serpiente el armamentismo crece impacientemente al interior de la cultura heteropatriarcal. El arma es una prolongación del falo masculino, sinónimo de valentía, seguridad, orden y garantía de sumisión. Se sabe: un vecino armado es un “vecino con huevos”; un joven armado es alguien que “se la banca”, “va de frente”. Las hipermasculinidades son insumos para la violencia letal que apunta con armas de fuego hacia lo femenino o a todo aquello que el orden dominante considera masculinidades degradadas: mujeres, pero también las personas trans, los gays, las lesbianas. Como nos enseñó Rita Segato: usan el cuerpo de estas personas como bastidores, la superficie estratégica de control donde se inscriben las relaciones de poder, una manera de mandar mensajes al resto de las mujeres, pero también de ganar posiciones al interior de los grupos misóginos que integran los victimarios.  

Los femicidios baten a diario su propio récord y en nuestro país ya se cuentan por horas, el rango diario nos ha quedado chico. Se trata de una violencia multidimensional, aunque ostenta un registro privilegiado de crueldades con finalidades que algunos definen como pedagógicas, una estética gore que los crímenes violentos en razón de género en estos años y en este país prácticamente monopolizan. La extrema violencia desplegada por la acción femicida, travesticida u homofóbica no tiene correlatos ni frecuencia tan recurrente en el amplio catálogo de conflictividades interpersonales.

Esas escenas saturadas de sangre, ensañamiento y alevosía son, en muchos casos, consecuencia de descargas de misoginia materializadas en disparos de armas de fuego cuya circulación descontrolada es consentida por distintos niveles de desidia y/o complicidad estatal. No hay femicidios sin estado patriarcal. El patriarcado se reproduce con la invisibilización de la violencia de género que hace el Estado. La impugnación y monopolización de la violencia pública necesita de la habilitación y privatización de la violencia privada, sea la violencia familiar, la violencia hacia los niños o niñas, la violencia hacia las mujeres.

Hay pocas investigaciones fiables en nuestro país pero existen algunas que confirman dos variables que constituyen constantes en estudios similares de otros países, donde la intersección entre género y armas de fuego es analizada desde hace tiempo.

Uno: los hechos ocurren principalmente en el ámbito privado y sus protagonistas eran personas que tenían algún vínculo íntimo con las víctimas, es decir, eran conocidos entre sí.

Dos: el alto uso de armas de fuego livianas por parte de varones hacia mujeres, más allá si se trata de armas adquiridas legal o ilegalmente.

De ello dan cuenta los informes recientes de la UFEM (Unidad Especializada en Violencia contra las Mujeres del Ministerio Público Fiscal de la Nación), que muestran para 2014 y 2015 un predominio notable de casos en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, donde el uso de armas de fuego, alcanzó el 52 y 41 por ciento de los casos respectivamente. En la provincia de Buenos Aires, según un informe de la Procuración General de 2015, casi el 30 por ciento de los femicidios fueron cometidos por armas de fuego.

En 2015, según datos elaborados por la Red Argentina para el Desarme (RAD) en base a estadísticas vitales del Ministerio de Salud, el 30 por ciento de las muertes dolosas de mujeres fueron por el uso de armas de fuego. Dicho de otra forma: una de cada cuatro mujeres murió por disparos de armas letales. Las armas son el rubro más consolidado en medios comisivos, seguido de cerca por el uso de armas blancas.

Según la Casa del Encuentro, organización no estatal que registra casos desde 2008, los femicidios no han bajado la línea inicial de 200 al año y en gran medida han sido cometidos con armas de fuego. Por caso, en 2016, en un total 290 femicidios con registro periodístico, 70 fueron víctimas baleadas.  

Todos los caminos conducen a señalar que la disposición de armas de fuego es masculina: unos matan, otras mueren. En este punto la regularidad a escala internacional es escalofriante. La RAD informa que 1/3 de los femicidios a escala mundial fueron cometidos con armas ligeras. Si hablamos de violencia extrema, el liderazgo de Estados Unidos se hace notar: 1 de cada 2 casos en los que una mujer pierde la vida por un hecho violento es debido al uso de armas de fuego.

No se trata sólo de tomar nota a partir del horror que provocan sus formas más extremas. Terminar baleadas no es la única forma de sometimiento que puede ejercer quien ostenta un arma. Imaginemos una vida cotidiana hecha de sometimientos micromachistas y violencias no letales, es decir, de gritos, amenazas, golpes y humillaciones por parte de personas que sabemos están armadas. ¿Cuál es el grado de autonomía para resistir violencias domésticas que tienen quienes conviven con alguien armado? Cómo se resiste un ataque sexual intramarital a punta de pistolas?

Lo masculino, encarnado mayoritariamente en cuerpo de varones, reafirma su identidad hegemónica a fuerza de negación: lo que no es de machos es de maricas o minitas. El macho no llora (se la aguanta), no tiene vergüenza (es cínico), no discute (pelea), no pide (lo toma), no ventila (las cosas se arreglan dentro). Más aún, se nos enseña y repite: el que va armado “tiene huevos” y “no se achica”, es decir, anda por la vida bien “dotado,” “calzado”.

En contextos donde las exigencias básicas del entramado de patriarcado y capitalismo ponen la vara cada vez más alta, ya sea por falta de oportunidades, por resultar irrealizables o porque la resistencia feminista avanza desbaratando el estado de cosas, la masculinidad depreciada o que se percibe amenazada, encuentra atajos en distintas intensidades de violencia misógina. Una virilidad que tiene que reconquistarse violentamente, incluso a costa del exterminio de otr(a)s, es decir, a punta de pistola.

La asociación entre armas y masculinidades no es un capricho. A nivel mundial, incluso en países con cultura que fomenta el armamentismo civil como Estados Unidos, las mujeres poseedoras de armas son muy pocas en relación con los varones. Ellas son las víctimas de los hombres armados. En Argentina no existen disponibles on line estadísticas desagregadas por género, pero con auxilio de la RAD sabemos que el 98 por ciento de los legítimos usuarios en nuestro país son hombres.

Si revisamos el “Sistema de Control Ciudadano para Autorizaciones” cuyos datos se consignan en una cifra global, nos encontramos con que desde el 6 de febrero de este año hubo 2339 solicitudes de los legítimos usuarios y 1553 nuevas solicitudes para portaciones de armas. Las planillas son muy extensas y tampoco discriminan registro por género, por lo cual decidimos revisar uno por uno los 100 primeros registros por orden alfabético: sólo 3 mujeres aparecen solicitando autorizaciones para ser legítimos usuarios de armas, o sea, el 97 por ciento son varones. En cuanto a las autorizaciones para portar armas, 5 son mujeres y 95 varones. No debe perderse de vista que estas cifras no contabilizan el acceso a armas sin registro.

El mundo de las armas muestra un tipo de asimetría en razón de género de mucha entidad. Valdría la pena ponerla en correlación con otras asimetrías, para comprender la complejidad de lo que está ocurriendo. En The Mask you live in, un documental excelente que aborda el papel que tiene la violencia en la construcción de masculinidades desde que los niños nacen, se plantea una pregunta obvia, que deberíamos retomar nosotros aquí, ante esta evidente letalidad misógina dirigida en balas a blancos femeninos. ¿Por qué en un país como Estado Unidos donde hay armas a disposición de todos los hechos violentos con armas son casi monopolizados por varones?

En definitiva, ¿cómo es que no se pone sobre la mesa la evidente relación entre masculinidad violenta y acceso a las armas de fuego? Esa violencia no es un accidente, error u exceso, ni una expresión de locura atávica o un estado pasajero de emoción violenta. La violencia masculina es parte constitutiva de una cierta forma de construir las posiciones jerarquizadas de género. Por eso, desarmar al macho es la tarea.

 

*Ileana Arduino es abogada con orientación en derecho penal (UBA) integrante de INECIP y miembro de la Comisión Investigadora de Violencias en los territorios.

Esteban Rodríguez Alzueta es investigador de la UNQ, director del Laboratorio de estudios sociales y culturales sobre violencias urbanas (LESyC). Integrante CIAJ. Autor de Temor y control y La máquina de la inseguridad.