Ajuste de cuentas

Por Cristian Alarcón. Revista Debate, 10 de septiembre de 2011. Argentina.

No logro recordar qué fue lo que me dijo Alcira
 ese domingo por teléfono. O si alguien más de la familia me avisó: en la cárcel, en una celda de un pabellón infecto, apareció muerto su hijo mayor. Damián se había colgado, dijeron, y a medida que pasaban las horas la volvieron a llamar para contarle que lo habían visto fumando pasta base esa madrugada, que al lado del cuerpo encontraron una pipa  -como una firma-, que una mujer le entraba la droga al penal, que estaba muy loco y que por eso se había matado. Apenas la desgracia la visitó ese domingo salió a buscar una respuesta como estaba, en zapatillas y con las calzas y el buzo que ella misma fabrica en su taller de costura nuevo,  a bordo de su camioneta nueva, con su chofer nuevo, esa mujer que ahora hace de ladera, de nursery, de cocinera y de amiga. En el salón oscuro en el que la atiende la bruja a la que en estos tiempos consulta lo supo antes que nadie. La mujer le tiró las cartas y le dijo que estaba clarito que lo habían mandado a matar, que habían sido varios, y esa frase que la golpeó y la hizo sentir derrotada: “Tu hijo está rodeado de mucha droga”. Luego, más tarde, cuando lloraba en su casa e intentaba que los penitenciarios le contestaran dónde podía estar el cuerpo de Damián, recibió la confirmación desde la cárcel: “Lo mataron, señora”, le dijo un hombre desde el fondo de un pabellón, con ese sonido metálico de  los teléfonos públicos que usan los presos, con esos gritos siempre lejanos que suenan desde el más allá.
Alcira, protagonista de Si me querés, quereme transa, la que hace quince años enterró a su primer marido después de un tiroteo en Constitución y luego, hace una década, al segundo, tras aquellos 25 disparos en una esquina de Villa del Señor a manos de los peruanos que gobernaban entonces la zona, podía perder algo más doloroso que un amor. Alcira sobrevivió a todo menos a la tragedia del transa, que es perder a los hijos en la misma máquina que les da de comer. De la muerte de Damián ya pasaron dos meses. La justicia avanzó en la investigación y ya hay un preso imputado y otro en la mira. Alcira está segura de que los asesinos fueron tres, y que el tercero vino de otro pabellón, especialmente a hacer el trabajo. Lo sabe, lo tiene claro porque así se lo dijo la bruja. Desde la tragedia no pasa semana sin ir a consultarla, a pedir protección para que la muerte no avance, no llegue jamás a tocar a los más chicos. Dios no lo permita.

EL LUCRO Y LA TRAICIÓN
Durante los más de seis años en que investigué la guerra narco de los clanes peruanos en Buenos Aires, en la pared de mi estudio hubo un papel madera enorme en que  marqué a lo largo de una línea temporal que comenzaba en 1996 los ajustes de cuenta entre distintos bandos, cómo se fueron eliminando entre capos que supieron ser socios en los primeros momentos: llegamos a inscribir 54 nombres y apellidos hasta 2008. El libro es un recorrido por la vida de esos clanes, por su migración temprana, su paso por Sendero Luminoso, su vida carcelaria, la de sus hijos y mujeres, y la de Alcira, la más argentina de todos ellos, aunque hija de bolivianos, aunque andina hasta el picante, hasta el huayno, hasta ese orgullo de sangre que la asalta en esas rarísimas ocasiones en que se emborracha después de algún incidente.
El delito de homicidio que se registra en las estadísticas criminales no tiene acepciones que incluyan la categoría ajuste de cuentas o muerte por encargo, a pesar de que cuando hablamos de un crimen así hablamos -mal que mal- de crimen complejo: de un ideólogo, de una mínima estructura; de sicarios, de entregadores, de logística, de zona liberada y de la policía, claro. He visto ajustes de cuentas desde que comencé en el periodismo: ya en 1996 en La Plata mataron a un pintor, un restaurador de arte, Jorge Isjaqui, un bohemio con rutinas -los mismos cabarets, las mismas drogas, las amistades de la noche- que murió en el camino a Punta Lara con cinco puñaladas en el pecho. Me obsesioné en la reconstrucción de sus últimos días y llegué a saber casi todo de sus pasos y del odio de su hermano, un tipo violento que formaba parte de una particular asociación: los amigos de la Brigada, una especie de club de fans de la bonaerense local. La policía fue indulgente con la hipótesis de aquel crimen: fue suicidio, dijeron. Tan sorprendente fue esa salida que hasta el turco Sdrech, que ya tenía su programa de cable, se interesó en el caso, y así lo conocí, caminando en la banquina del lugar del hecho mientras le contaba detalles escabrosos del pintor.
En Cuando me muera quiero que me toquen cumbia hay un ajuste -corre el año 1996- ocurrido mucho antes de que llegara a las villas de San Fernando para investigar sobre la vida de los pibes chorros de la época y el mito del Frente Vital. Once hombres del barrio deciden terminar con un transa. Le decían el Tripa y era el antagonista del Frente, el sin códigos, el abusivo, el abusador. Era, por sobre todo, el que gozaba de la protección de la bonaerense. Para ese libro, centrado en la vida de los pibes que se hacían del excedente del menemismo en zona norte con choreos a baja escala y lo gastaban en fiestas, drogas y regalos a lo Robin Hood para los más pobres del barrio, no investigué esa muerte. Simplemente la escuché de uno de sus autores como un relato nocturno que me sonó a Fuenteovejuna; y la usé para construir narrativamente la heroicidad del Frente. Sin embargo, años después, aquel transa, con el que de alguna manera fui injusto, dio origen al nuevo libro: un intento de explicar ese otro mundo en el que el lucro y la traición se confabulan con la necesidad y la cultura.
En aquellos tiempos, cuando todavía no sabía que Alcira protagonizaría la crónica de transas, y no había dado aún con la trama de peruanos ex guerrilleros en plena Ciudad de Buenos Aires, recorría causas penales y juzgados, villas y barrios del conurbano en busca de los personajes del libro. San Martín, el partido en el que más droga se secuestra de todo el Gran Buenos Aires, era el lugar narco más mentado: en la villa 18 reinaba Miguel “Mameluco” Villalba, y en la 9 de Julio Gerardo Goncebat. En el 2000 una banda mixta -regenteada por la policía- secuestró a varios narcos, entre ellos a Mameluco, a su hijo y a su contador. Pagó  y luego, en 2001, cayó preso. Hasta que salió en 2009 y quiso ser intendente, para volver a caer hace poco, a fines de agosto, por un camión con 300 kilos de marihuana. Goncebat murió en diciembre de 2009, de un paro cardíaco, cuando se recuperaba de una balacera en la que sus amigos policías se le dieron vuelta a último momento y después de tirotearlo hasta lo mearon encima creyéndolo muerto. Territorios sólo comparables al tercer lado del triángulo narco sanmartiniano, la Villa Corea, ahora en el centro de la tormenta tras la muerte mafiosa de una niña de once años, Candela Rodríguez.

GUERRA ENTRE CLANES
Allí la guerra ha sido entre dos clanes clásicos: los tucumanos de Los Gardelitos, devenidos Los Soria. Y Los Ranas, o en su versión más contemporánea, Los Ranitas. A fines de 2009 también tuvieron sus caídas: primero en la puerta de su casa de Villa Corea mataron a “Floyd”, Marcelo Soria. Dos meses después vino la seguidilla: hubo dos víctimas en sólo 18 horas. A un pibe que volvía de bailar con dos amigas lo fusilaron. Las pibas quedaron heridas pero zafaron del ataque. Una de ellas era hija de un policía; la justicia nunca logró probar si pudo haber sido blanco de la venganza o si el chico cayó en la volteada por usar un Fiat Uno negro como el de Nacho Barrera, el transa de la banda de Los Ranitas que había matado a Floyd.  Esa misma madrugada, en medio de este ida y vuelta, en la Villa Santa Rita -sucursal de Corea para Los Soria- reventaron a Alejandro Bustamante, el Pichi, quien había heredado el control del negocio cuando cayó preso su padrastro, Claudio Soria. Dos tipos vestidos de policías lo agarraron en su casa sin que los dos rottweiler que lo defendían ladraran; lo empujaron por un pasillo, le dieron un tiro en una pierna, luego siete más en la panza. El 22 de enero de 2010, mas de un año después, cuando había ido a rezarle a la Virgen de Santa Rita, en una iglesia de Boulogne, la policía detuvo por el crimen a su “autor intelectual”: Horacio Bustamante, el tío de Pichi. El fiscal había notado algo raro por lo de los perros guardianes: tenían que ser conocidos. Y al cruzar llamados se dio cuenta de que el propio tío había mandado a matar al sobrino para quedarse con la plaza.
Al cierre de esta edición, todo en el crimen de la pequeña Candela Rodríguez apuntaba a un ajuste de cuentas de alguna manera relacionado al mundo de los transas de San Martín. Lo único evidente era que su madre, Carola, había tenido hijos con dos delincuentes, no menores: dos tipos con experiencia, dos porongas con calle, cicatrices y prontuario. Visité a Alcira para preguntarle cómo le impactó el caso. En el libro que ella protagoniza, la historia con su hijo -para entonces vivo- es apenas un ejemplo de cómo los niños y los jóvenes quedan como rehenes de las tramas de la ilegalidad y de la cultura tumbera, patriarcal, violenta, autoritaria. Mi idea de vincular en esta crónica un caso con el otro, en principio me resultaba riesgosa, una apuesta con doble filo, una mirada que podía ser malinterpretada. Por consejo de una gran amiga periodista consulté a Alcira: ¿qué le pasaba con el caso? ¿qué pensaba del crimen?
Alcira suspiró, se llevó la mano al pecho, y sintió con rabia cómo las lágrimas le llenaban los ojos chinos. “No he podido dejar de mirar la tele”, dijo. Había sido una semana fuerte. Homicidios la llamó para darle información de la muerte de su hijo Damián: al menos dos lo mataron, le dijeron. Ella insiste: según la bruja fueron tres, el tercero vino de otro pabellón, por eso la policía -el Servicio Penitenciario- tiene todo que ver. Damián vendía droga en su pabellón y eso le costó la vida. Por más transa que sea, dice Alcira, por más hijo de puta que haya sido, por más loco y más rebelde, nadie tenía derecho a matarlo así, igual, de la misma manera que se lo hicieron a esta nena: asfixiándolo, ahogándolo hasta que ya no respirara. Parece una metáfora sencilla, pero necesaria para hablar de los hijos de la violencia, es simplemente como si no tuvieran respiro.