codigorosa

Dahiana Belfiori – Comunicar Igualdad.-

16 de junio

Llamé a mi madre para pedirle un favor. Uno de esos favores tontos que son más pedido de caricia que necesidad. Una, dos, tres veces en la mañana. Nunca atendió el teléfono. Me acuerdo que pensé: qué raro. Y luego: no tiene por qué atenderlo, ¿cuántas veces no le he respondido yo? Y más luego: en algún momento dejará de estar para mí, dejaré de escuchar su voz grave -esa voz que fui imitando con los años porque toda voz es una construcción (esa voz que aprendí a sacar temblorosa al principio a fuerza de más fuerte, y no se escucha en reuniones y plenarias), esa voz suya sensual que nunca podré emular-. El sólo pensamiento me dejó en el desamparo. Su voz no estuvo para mí esta mañana.

Recién sonó el celular.

-Hola nena, ¿pasó algo?

-(Sí, má, te quiero) No mami, sólo te quería invitar a tomar un café.

-Ahhh, es que estaba tomando un café con las chicas y no escuché. ¿A la tarde? ¿Querés?

-Sí, dale, llamame vos.

20 de junio

Hablaba de mi madre y de su voz. Hablaba de no volver a escucharla. Hablaba de desamparo.

Hoy recibo la noticia de la muerte de la madre de una amiga – hermana.

Que tengas voces que te acaricien y te amparen amiga. Incluso la mía, lejana y gastada. Ya vendrá el tiempo de los abrazos.

21 de junio

-Chicas, ¿me van a decir que nunca se miraron con un espejo?

La pregunta está acompañada con un gesto que deja a la vista que lo que hay que ver es algo de lo que nadie habla: la vulva.

La que pregunta es de una profesora de “Educación para la salud” en un colegio de monjas.

La que pregunta tiene puesta una minifalda y tacos altos. Las manos estilizadas, que no deja de mover mientras habla, terminan en unas uñas pintadas de un perfecto rojo. Un maquillaje impecable resalta sus ojos verdes.

Las que la escuchamos embobadas somos alumnas de quinto año.

La que pregunta es mi madre. Insiste: – ¿Me van a decir que nunca se calentaron?

“Yo también vi en la secundaria un grito silencioso como Selva. Pero también tuve la contracara, tu mamá de profe que nos hablaba de otra manera. Era una adelantada en su tiempo. Vos la ves como madre, yo como alumna de un colegio católico.”

Una de esas profesoras que admiro, una de esas pocas que ama lo que hace, una de esas que me hizo creer que todavía puede haber pasión en un profesorado de lengua y literatura, es la que escribe -me escribe- estas palabras a propósito de Código Rosa.

Sí, la veo como madre y en aquella época la padecía. Ella que podía hablar de lo que nadie hablaba en el aula, también era mi madre. A mi madre no pude contarle nunca sobre mi aborto. Ahora lo lee. ¿Se sorprende? No lo creo. Pienso que mi madre está en mí de muchas maneras, pienso que es a ella a quien le escribí este libro. Es a ella a quien quise contarle. Y es esta profesora que admiro la que me lo revela.

“Voy lento pero no puedo parar de leerlo” me dice mi madre y me despide con una sonrisa en la terminal, como cuando era adolescente, como cuando tenía la edad en la que no podía contarle.

*

Este relato forma parte de la sección “Socorristas en red- Relatos de feministas que abortamos”, un emprendimiento conjunto de Comunicación para la Igualdad y Socorristas en Red para poner en palabras las prácticas del acompañamiento del aborto y el aborto mismo. Dicen las socorristas: Elegimos escribir, elegimos compartir esas escrituras a modo de gesto político, para hacer que las palabras sigan diciendo algo, para seguir aportando pensamientos y acciones que nos hagan más inteligibles y visibles las prácticas de abortar, para saber más y mejor acerca de cuál es la ley que instalan las mujeres cuando abortan… para insistir e insistir…”.