wilson perezJulia Muriel Dominzain – Revista Lento.-

El Día de la Primavera de 2011 la Policía encontró a Wilson, un proyecto de cadáver, tirado a orillas de la ruta nacional 12, cerca de Ramada Paso, en Corrientes, Argentina. Tenía una peluca, un anillo rosa, una cartera vacía, un tatuaje en el brazo de la “A” de anarquía y un papel arrugado en el que autoridades brasileñas certificaban que se llamaba Wilson Pérez y que era paraguayo.

Cuando lo trasladaron al Hospital Ramón Vidal —en plena ciudad de Corrientes capital—, Wilson casi no tenía signos vitales. Damián Pomares, uno de los médicos que lo recibió, contó que pudieron recuperarlo desde el punto de vista clínico pero que no pudieron revertir las heridas cerebrales. El paciente no habló durante los casi tres años que pasó internado. Eso dificultó la tarea de Nicolás Bonastre —a cargo de la Asesoría de Menores e Incapaces III— que debía encontrar a la familia. El funcionario contactó a Migraciones, al Consulado brasileño en Paso de los Libres, a la Policía de Itatí, a la Policía Federal Argentina, al juzgado federal y al electoral. Pasó el nombre al derecho y al revés, con “s” y con “z”. Pero nada: cero noticias de la familia de Wilson Pérez. Después inició los trámites para conseguir un certificado de insanía, pero ¿a nombre de quién?, ¿se llamaba así?, ¿qué adulto responsable firmaría los papeles? En los geriátricos lo rechazaban porque aunque el cerebro esté desgastado, Wilson tiene apenas 38 años. Mientras el expediente engordaba —llegó a tener 600 hojas—, por descarte o por destino, el misterioso humano se convirtió en el NN más querido del hospital.

—Nunca nos imaginamos que un paciente pudiera llegar a estar tres años, ¡y menos un NN! —dice Pomares: el Vidal es un hospital público de cama caliente.

No sabían si Wilson apareció así porque lo quisieron matar a piñas, si se drogó demasiado, si era un narcotraficante paraguayo que escapaba de la Policía, si era un travesti brasileño o si tuvo un ataque de epilepsia y pasó horas deshidratándose al sol. Como fuera, los médicos y enfermeros se empezaron a encariñar: le regalaban ositos de peluche, le conseguían ropa, ponían monedas para que pudiera ver la televisión y hasta le inventaron un día de cumpleaños. También lo bañaban, le cambiaban el pañal, le ponían perfume y lo movían de posición.

—¿De dónde sos, Wilson? Marcalo acá —le decían y le mostraban un mapa de Latinoamérica.

—Inkaonka —decía él y señalaba algo con el dedo.

Los movimientos de sus manos eran imprecisos e “inkaonka” no tiene significado en idioma alguno. Los avances del paciente eran casi siempre minúsculos. Apenas lograban una leve sonrisa o que estuviera un día entero sin gritar. Pero el día que le pusieron en la habitación una radio y empezó a sonar “Pronta entrega”, de Virus —recordando tu expresión, vuelvo a desear / esas noches de calor, llenas de ansiedad—, casi se infartan: Wilson cantó la canción entera.

Que el paciente articulara lenguaje hizo que los enfermeros se ilusionaran. Pero no: Wilson sólo cantó. No armó ninguna oración que les diera pistas de quién era, de dónde venía o hacia dónde iba.

* * *

“Voy cercano a cumplir los 3 AÑOS MAS LARGOS DE MI VIDA ¡¡¡¡¡¡ estoy esperando que alguien me busque”, postearon el 16 de mayo de 2014. 

Al día siguiente, a la uruguaya Valeria Cuevas le sonó el teléfono de su casa. Era una antigua amiga de su mamá: “Mirá el feis, me parece que hay una foto de tu hermano, el Nando”. Se abalanzó sobre la computadora. No le alcanzaban los dedos para cliquear el mouse y buscar la publicación: “Pero ¿qué?, ¿dónde?, ¿en qué página?, ¿Wilson?, ¿qué es Wilson?”, pensaba en voz baja y decía en voz alta. Hasta que lo vio y reconoció su sangre. Apoyó los codos sobre el escritorio y se sostuvo la cabeza con las manos como si fuera a caérsele. Después se corrió los lentes porque lloraba demasiado. Sólo podía pensar en una cosa: vivió para contarla.

Wilson Pérez, en realidad, se llama Fernando Nando Cuevas. Es uruguayo, anarquista, lector, amante del ajedrez y fanático rabioso de Virus y Gustavo Cerati. Se había ido de su casa en Durazno el 25 de agosto de 2010 con destino Brasil. “A nosotros nunca se nos ocurrió que pudiera estar desaparecido. Era muy desapegado. Llamamos a comisarías y hospitales de Brasil, pero yo les decía a mis padres que si hubiera pasado algo malo, nos habríamos enterado”, cuenta Valeria. Era el tercer viaje hacia el norte que hacía su hermano. La primera vez, en 2004, trabajó de cuidacoches en Florianópolis y terminó preso en Curitiba por “casi” matar a una persona. Al menos ésa fue la versión que le contó a ella. En 2009, cuando ya llevaba un año tras las rejas, los padres viajaron a buscarlo, lo hicieron pasar por enfermo mental y lograron que le acortaran la pena. Pero Nando no aguantó mucho en su ciudad natal: volvió en julio de 2010 y se fue en agosto. Valeria insistió en que no era conveniente: no era lo más estratégico que cruzara la frontera hacia el único lugar en el mundo donde tenía antecedentes. De hecho, especulan que por eso fue que se cambió el nombre.

Valeria tardó en salir del shock. No era fácil ver la foto de Nando en blanco y negro, tan flaco, tan asustado y con el torso desnudo en una camilla blanca. Trató de llamar al hospital pero no se logró comunicar. Nunca supo si fue torpeza por los nervios, si le pifiaba a la característica o si las líneas de teléfono le jugaron una mala pasada. Entonces llamó a sus padres, Cándido y María Luisa, la Negra, para contarles la buena noticia. Y la mala. “Encontré a Nando, pero no está bien”, les dijo. Había que ir a buscarlo. Otra vez.

Fue Cándido quien logró comunicarse con los médicos para avisar que era el papá de Wilson. El hombre tiene 73 años, orejas grandes, pelo blanco, pera larga. En verano usa camisas de manga corta. Desde que se reencontró con su hijo, tiene cara de que todo está bien. O de que todo supo estar peor: durante el tiempo que Nando no estuvo, llegó a soñarlo muerto. Por eso cuando habló al hospital estaba nervioso y allá fueron escépticos: hasta que no lo vieran, no lo creerían. Pomares había recibido mensajes de todas partes del mundo: “Era un boom. Mientras mi mujer e hijo dormían yo respondía mensajes que llegaban desde Panamá, Guatemala, España, Italia, Uruguay, Brasil, Argentina. Parecía Jim Carrey en la película que hace de Dios”, contó.

La primera en viajar hasta la provincia argentina fue Valeria, la hermana. Es profesora de historia en Canelones y Las Piedras y, aunque tiene tres años menos que Nando, siempre fue como la hermana mayor. Ese mismo sábado consiguió que unos amigos la alcanzaran en auto hasta Concordia y desde ahí tomó un micro hasta Corrientes.

“Mañana será un gran día. Gracias a todos ustedes (los que compartieron) ya hemos contactado con la familia. Decía la Madre Teresa: el que no vive para servir, no sirve para vivir”, publicó Pomares en el muro. Tuvo 736 “me gusta” y supo que debía salir de la clandestinidad.

—Lo llamé a mi jefe y le dije: “Lo que está pasando con Wilson es porque yo hice un Facebook”. “No te asustes, vas a tener 15 cámaras de televisión en el hospital”. Al día siguiente fue un boom: era un mundo de periodistas.

Cándido y María Luisa llegaron a Corrientes el lunes y ese mediodía frío pero soleado se convirtió en el año cero de la historia. El exacto momento en que los dos jubilados de Durazno pusieron un pie adentro de la habitación de su hijo y lo reconocieron marcó el antes y el después. Hasta entonces, el hombre era un NN, un nomen nescio —en latín—, un no name —en inglés—, un Natalia Natalia —en el idioma policial—. Pero desde que la mamá le sonrió y el papá le palmeó el hombro, el uruguayo se multiplicó: volvió Nando y nació Wilson.

Por un lado, Nando recuperó su identidad y, por otro, las redes sociales parieron a Wilson, un ídolo pop de Facebook, un recolector crónico de me gustas. Aunque la que escribe es Valeria, el mérito de la primera persona del singular se lo lleva él:

Buenas tardes a todos. Ya me encuentro en mi ciudad, Durazno, con mi familia. Pasé bien el viaje en la ambulancia que me trajo. Me encuentro en el Hospital Doctor Emilio Penza por unos días hasta que mi habitación, en la casa de mis padres, quede acondicionada. Estoy muy contento aunque extraño mucho a todo el equipo del Hospital José Ramón Vidal. Ellos también me van a extrañar y sé que me tienen muy presente. Infinitas gracias por preocuparse y ayudarme a reencontrarme con mi familia; en breve responderé a cada uno y les iré contando cómo sigo.¡Cien mil veces gracias!

Ese posteo del 30 de mayo se compartió 198 veces, tuvo 776 me gusta y 151 comentarios: “Se te ve la cara más gordita, Wilson, qué alegría que estés en contacto”, “Muy buenas palabras”, “Vos sí que podés, Wilson”, “Te quiero”, “A cualquiera le puede pasar, no seamos egoístas”, “Saludos desde Colombia”, “Arriba”, “Fuerza”, “Se te quiere mucho”, “Sos un ejemplo de vida”. Y así.

* * *

Nando llegó a Durazno el 5 de junio. El gobierno de Corrientes se hizo cargo del traslado, una ONG les regaló la cama articulada y la silla de ruedas y la Negra preparó el dormitorio. La primera vez que Nando se despertó en su cuarto, tenía los pies calentitos porque entraban algunos rayos de sol por la ventana. Había música: salía del televisor que tiene colgado justo enfrente, al lado del mueble en el que guardan los medicamentos, las gasas y los algodones. Nando exploró todo con la mirada: vio colgado en la pared de la derecha el cuadrito de su primera comunión, identificó la imagen del Gauchito Gil —la figura religiosa popular argentina que nació en Corrientes— y reconoció algunos de los peluches que le quedaron de su paso por el hospital.

Los primeros días no fueron fáciles: “Yo creo que no nos reconocía”, cuenta Valeria y ceba un mate para tener tiempo de pensar la oración siguiente. O para tragar saliva. “Gritaba y no entendíamos qué pasaba, estaba angustiado, incómodo, enojado”, dice. Cuando a Nando le gusta algo se nota: despliega una sonrisa sincera, transparente, verosímil, aniñada, entregada. Y cuando algo no va, se sabe también: escupe y pega alaridos. Es la manera que tiene de impugnar algo. El desafío es descubrir qué.

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Mientras Valeria, Cándido y la Negra hacían malabares para acomodarse a la vuelta de Nando, en el Vidal había empezado el duelo: extrañaban a Wilson. “Amo a ese loco: era un bebé grande”, dice Jaqueline Ramírez, una de las enfermeras.

“Estaba siempre con nosotros: era uno más”. Lo adoptaron como parte de la familia y hasta lo vestían churro cuando llegaba Navidad o su falso cumpleaños. Durante las noches que Wilson pasaba despabilado y Jaqueline estaba de guardia, se acompañaban mutuamente. Ella se sentaba en el murito del pasillo y él en la silla de ruedas. Ella hablaba aunque él no respondiera. Y es que Wilson no tiene la mirada perdida: presta atención, se muestra conmovido con lo que escucha, cambia los gestos, se le humedecen los ojos. Jaqueline fue, entre tantos otros, de las que le cortaban las uñas y el pelo, le daban de comer, le cambiaban el pañal y lo higienizaban.

Bañarlo era la parte más complicada. Tenían que poner música para distraerlo porque, si no, armaba un escándalo. “¡La de escupitajos y mordidas que hemos recibido!”, contó.

Despedirse fue tremendo: médicos y enfermeros se debatían entre la felicidad de que hubiera encontrado a su familia y la angustia de pensar en la cama vacía. Para menguarlo colgaron fotos suyas en la sala de enfermería y no tiraron las sábanas zurcidas, ésas que les hacen acordar de cuando Wilson se enojaba y las mordía hasta destruirlas. Lo cuentan riendo y nada los enoja: ese paciente fue su debilidad.

Aunque Wilson los extraña, a Nando volver a Durazno le hizo bien. Aquí todo le es familiar: las plantas Corazón de María del living, la Negra cocinando carne al horno, Valeria eligiéndole música, Cándido en el sillón. Los primos que visitan. Los vecinos que pasan a ver qué tal. La biblioteca municipal en donde se pasaba el día leyendo, el Club Sportivo Yi donde jugaba a la pelota. Incluso el almacén de la esquina, ése que atiende su amigo de la infancia, Wilson Pérez. Valga la redundancia.

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Para entrar a la casa de Cándido y la Negra hay que subir diez escalones. No es fácil hacerlo cargando con la silla de ruedas, pero hacen el esfuerzo: sacarlo a pasear y que el viento le acaricie la cara es una prioridad. El resto del tiempo lo pasa escuchando música: de la cama al living.

De lo único que los Cuevas están seguros es de la musicoterapia casera. De Charly, de Soda, de Gustavo Cerati y de Los Olimareños. Todo lo demás es un mar de dudas: ¿la comida estará bien?, ¿tendrá frío o calor?, ¿le dolerá algo?, ¿estará angustiado? El rock trae certezas: cuando suena, Nando está bien. Sonríe, acompaña el vaivén de los acordes con los hombros y canta. Escucharlo pronunciar palabras es el recordatorio de que hay luz al final del túnel.

Nando sigue sin hablar. No sabe, no puede. Querría, parece. Lo intenta, se nota. Se frustra mucho. Come las pizzetas que le acerca Valeria, toma mate si se lo sostienen y responde a las preguntas repitiendo la última parte de la oración que haya dicho el otro. “Estamos haciendo la lucha, a ver si lo pueden operar intracráneo”: Cándido se ilusiona, planifica. El diagnóstico todavía no es preciso y tampoco saben cuál es el mejor tratamiento. A fin de año consiguieron un turno en Montevideo porque el neurólogo que consultaron en Durazno no sumó: cuando fueron a consultarlo, ni se acercó al paciente, no preguntó casi nada y les dijo: “Esto no tiene solución, a menos que se haga un trasplante de cerebro”. Si fue un chiste, no fue gracioso.

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“Qué rápido le crece el pelo, ¿no, pa?”, dice Valeria cuando llega el peluquero. “Sí, m’hija, hay que cortarle ese jopo”, responde Cándido. Entre los dos corren el sillón para acomodar la silla de Wilson y que el hombre tenga espacio para trabajar. También lo ayudan a ponerse la bata violeta. Cuando Nando arruga los ojos como preguntando “¿y esto qué?”, Valeria le explica.

—Te va a cortar el pelo, lindo —le dice dulce, paciente.

—¿Cómo le corto? ¿Moderno? ¿Cresta? ¿Pankudo? —pregunta el estilista del barrio.

—¡Kudo, kudo, kudo! —grita Nando.

—Que le quede cómodo al morocho: hace calor —aporta Cándido.

Mientras tanto, la Negra —una mujer que está en los detalles— se ocupa de que los boniatos se cocinen crocantes, de que la música no aturda y de ir barriendo los pelos que caen al suelo. Se acerca a su hijo, revisa la bolsa de pis que cuelga de la silla y, como ve que está llena, abre el recipiente, vacía la orina en un balde, cierra la perilla, higieniza todo en el baño y vuelve a la cocina. Lo hace amable, espontánea, fresca, como si las cosas hubieran sido así toda la vida.

Cuando el corte está listo, Valeria lo halaga y el peluquero saca la capa y la sacude. Los brazos flaquitos de Nando vuelven a quedar al descubierto y se le ven los tatuajes. En el brazo derecho tiene un muñequito de dos centímetros, una especie de extraterrestre con un solo ojo que nadie sabe qué significa. En el izquierdo, la A.

—Nosotros somos todos del Frente. Salvo Nando: él es anarquista. ¿No es verdad, Nando?

—¡Quista, quista, quista! —responde él y da pequeños saltos sobre la silla, como si quisiera salir expulsado hacia algún lado.

—¡Pero mirá vos! Todos del Frente y te cortó el pelo un colorado y milico —interrumpe el peluquero.

Nadie sabe si reír o huir y Valeria corta por la tangente: “De joven leía sobre el tema, le interesaba mucho”. “Además, se vestía medio punk: jeans gastados, zapatillas all stars que le había comprado papá en Santana do Livramento y remeras siempre negras. Era súper rebelde: decía que no tenía una sexualidad definida, que le daba lo mismo. No iba a los velorios porque le parecía al pedo. Saludaba con un beso cuando quería y, si no, tiraba un ‘hola’ de lejos. Odiaba las convenciones”, sigue Valeria. En algún momento se tatuó la “A” de anarquía, pero no se acuerdan cuándo y no podemos preguntarle a él, porque Wilson vivió para contarla pero Nando no recuerda las palabras. Además, sería de mal gusto ponerse a hablar de la libertad con alguien que, ahora, no puede decidir ni cuándo se baña ni qué comer ni dónde hacer pis.

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Desde chico se peleó con eso de que le digan cómo son las cosas. Cándido es fanático de Nacional y cuenta: “Él también era, compartíamos el fútbol. Cuando era adolescente jugó en Wanderers, en Artigas y en Deportivo Yi. Me acuerdo de que una noche llegó a las seis de la mañana borracho. Yo lo escuché entrar. Un par de horas después lo desperté porque tenía un partido. Terminó vomitando en la mitad de la cancha y yo le conté al entrenador que no había dormido. Nando se enojó tanto que se fue a jugar a Peñarol. Yo no lo podía creer. ¡Tenía que ver colgados en el tendedero los shorts amarillos y negros!”. Cuando recuerda, sonríe pero sufre: fue la primera vez que Nando dijo no.

El resto de la infancia fue feliz. Una familia tipo: papá gomero, mamá empleada estable, hermana menor estudiosa. Clases de karate y guitarra. El ajedrez como hobby. Amigos y amigas. Tortas de cumpleaños gigantes, con figuras de mazapán estrambóticas y coloridas. Al menos eso muestran las fotografías de su niñez. Pero ya sabemos: nadie saca fotos en los momentos horribles. Una mamá no compra rollos para la fotogalería del día en que el hijo menor reprueba un examen. Nadie hace click en un velorio. No se ilustran las discusiones, los desencuentros, las frustraciones, el malestar económico. Por eso, en el álbum, no hay fotos de ese domingo que todos recuerdan: Nando tenía 14 y lo vieron drogarse por primera vez.

“Íbamos a salir a pasear pero él no quiso venir. A mi papá le llamó la atención, lo notó raro. Entonces nos subimos al auto, dimos una vuelta manzana y volvimos: lo encontramos en el cuarto aspirando pegamento”, cuenta Valeria. Desde entonces no paró. Y ellos tampoco: “Hicimos de todo: consultamos médicos, fuimos a clínicas, probamos con tratamientos ambulatorios”, relata. Cuando en 1997 la plata no alcanzaba, Nando y su papá se mudaron a Buenos Aires para probar suerte y cambiar el aire. La verdulería que pusieron duró un año. “¡Para qué! Nando tenía su propia plata y encima encontraba cocaína más fácil. Papá se dio cuenta de que se estaba perdiendo y volvieron”, sigue Valeria. Ya en Durazno empezó la abstinencia y la crisis psiquiátrica: una vez le diagnosticaron esquizofrenia y otra, psicosis. Le recetaron pastillas que a veces tomaba. Cuando no, la Negra se las daba disfrazadas de licuados. Tuvo altibajos: en uno de los alti se anotó en el IAVA para terminar el liceo y se mudó a una pensión en Montevideo. Valeria lo visitaba, insistía en que se pusiera las pilas.

—Dejame de joder: te voy a tirar del edificio y después me voy a tirar yo —la amenazó una vez.

Valeria se volvió a su casa destruida y asustada. No mucho después Nando agarró la mochila y salió por primera vez hacia Brasil. A Durazno le faltaba punch: “Esta ciudad hace unos años era una porquería”, dice Cándido. Y agrega: “Con perdón de la porquería”. Un poco trataron de retenerlo, pero otro soltaron. Valeria piensa en voz alta: “¿Qué le iba a decir? Yo quería que él fuera libre y feliz”. Lo dice convencida y lo decide de vuelta, aunque mire para atrás y sienta que, siempre que Nando estuvo lejos, su vida estuvo como en pausa.

* * *

El único dato que hay sobre la vida de Fernando Cuevas entre el 25 de agosto de 2010 y el 21 de setiembre de 2011 lo tiene la Policía de la Comisaría de Itatí. En un documento los oficiales informaron a la Asesoría de Menores e Incapaces que, días antes de aparecer casi muerto, Wilson iba caminando por el costado de la ruta nacional 12 y que pidió ayuda a unos oficiales que pasaban de recorrida. Dijo que precisaba ir al hospital, que no se sentía bien:

Se le solicitó documentación que acredite identidad o lugar de residencia, ambos con resultado negativo. Él mismo se denominaba mochilero, no tenía lugar fijo donde vivir y se dirigía a la ciudad de Corrientes capital para luego ir hacia Posadas, en Misiones. Fue llevado hasta el hospital de Itatí donde lo revisó la doctora y fue enviado nuevamente a Ramada Paso. Al observar que dicha persona no estaba cometiendo ningún ilícito como tampoco molestando a terceros continuó su camino.

El documento es crucial porque es la última vez que Nando habló. Después casi muere. Después vivió para contarla. Después supo que no se acuerda de las palabras y cultivó la mirada. Algo sucede en los ojos de Wilson: como si ahí guardara el secreto del éxito, la fórmula de la Coca Cola, que le permite ser el más querido donde quiera que esté. Y no es que dé pena: emana una ternura infinita. Además es vivo y usa con pericia ese permiso implícito que tiene de observar con impunidad, de no tener por qué inhibirse ni parpadear. No le incomoda la incapacidad que pueda tener el otro de entregarse a la mirada profunda. Entonces cuando observa penetra y pareciera ver hasta más adentro que el resto de los mortales. Con todos, con cada uno, Wilson sella un pacto: va a entrar y, cuando salga, no le va a contar a nadie lo que vio.