Ilustración: Edgar Gopar
Silvia Lee. Spleen Journal.-
La autopista es interminable. El calor se abraza fuertemente a los habitantes de una pequeña ciudad, ubicada en medio de la sierra Guerrerense. Sólo quienes se han criado ahí son capaces de soportar esas altas temperaturas. La sierra se asoma imponente, entre los habitantes corre el rumor que entre los árboles gigantes se preparan los guerrilleros para un día poder librarse del crimen organizado. Eso dice un señor de aproximadamente cincuenta años que tiene una pequeña parcela entre la sierra. Lo dice para él, para romper el hielo. Cambia el tema y se va caminando a un pequeño estanque de dónde saca agua para su pequeño sembradío. El camino en la carretera continúa.
En este pueblito se encuentra una casa muy particular. En el primer piso hay una mesa que tiene un mantel de flores color amarillas. A unos cuantos metros de la mesa se encuentra la sala, pulcramente ordenada, con sillones color caoba orientados hacia un televisor de plasma. Detrás de la sala hay una habitación para niños. También ahí está Malena, parte fundamental de esta historia, preparando el desayuno.
Apenas pasan de las once de la mañana cuando se escucha el motor de una camioneta estacionándose en la calle. Los últimos detalles están listos, la fruta en un viejo recipiente de plástico, huevos a la mexicana y una caja con un rompecabezas.
Una mujer alta y con cabello largo teñido de rubio baja de la camioneta. Su piel es morena clara y desentona con el color artificial de su cabello. Tiene rasgos un poco gruesos que lejos de hacerla parecer vulgar, le dan un atractivo inusual. Trae unos lentes de sol Dolce and Gabbana, que más tarde confesará son de imitación, porque sus hijos siempre le rompen los originales. Tiene un cuerpo bien torneado, producto de varias horas diarias en un gimnasio y podría ser que alguna que otra visita al cirujano.
De la parte de atrás de la camioneta se bajan dos niños. La niña se llama Verónica y tiene ocho años. Su cara redonda de tez morena muestra una sonrisa cuando baja de la camioneta. Tiene cabello largo color castaño, lo trae muy despeinado entre una liga color blanco. Algunos kilos de más se asoman por debajo de una blusa ajustada color rosa que traen un estampado de Hello Kitty. Su falda corta de mezclilla deja ver unas piernas que han sido invadidas por picaduras de mosquitos. A su lado está Santiago que es más pequeño y apenas alcanza los seis años de edad. No sonríe, saluda por obligación. No se ve muy contento de estar ahí un sábado por la mañana cuando podría estar haciendo otras cosas en su casa.
Su mamá se refiere a ellos como “las chingaderitas”. Siempre les dice así cuando quiere llamar su atención o cuando los quiere llenar de afecto. Ellos sonríen al escuchar “chingaderitas, entren por acá”.
Rosalía y sus hijos entran a la casa. Verónica y Santiago no quieren entrar al cuarto que está en el primer piso y tampoco quieren jugar con el rompecabezas. Prefieren tomar el control remoto y sentarse en los sillones de caoba a sólo unos cuantos metros de la mesa con mantel floreado donde se encuentra Rosalía, sentada en una silla de madera. A ella le importa poco que sus hijos estén al tanto de la conversación, de su día a día.
Sólo tenía diecinueve años cuando tuvo su primer contacto con el narcotráfico. El papá de Verónica había fallecido hacía poco y no tenía dinero para rentar un departamento. Vivía en un cuarto sin muebles. Ella y Verónica, entonces muy pequeña, dormían en el piso todos los días, y sólo unos cuantos cartones y cobijas se encargaban de no dejarlas a la intemperie del frío nocturno. “Bien pinche feo el lugar”.
Su incursión en el narcotráfico comenzó cuando un ex novio suyo, que era gatillero, la presentó con su patrón. La tarea de Rosalía era ir todos los días a cobrar las cuotas a los campesinos que sembraban marihuana y amapola en la sierra. Era una labor muy cansada, cuenta que había veces que quería ponerse a llorar de la desesperación. No le alcanzaba el tiempo ni para dormir. Y mucho menos para pasar tiempo con Verónica.
No deseaba que su hija tuviera contacto con el mundo del que ella ahora formaba parte. No quería que su hija viera la R-15 que la acompañaba en sus recorridos por la sierra. Tampoco quiso que Verónica estuviera presente cuando tuvo que cometer su primer homicidio “a un cabrón que se quiso pasar de verga con el patrón”. Lo dice con un poco de culpa, con un “si no lo hacía me mataban a mí”. Ella iba para la sierra y su patrón le dijo que en una casa de él, le iban a llevar a un hombre al que había que matar. Sus hijos que están a solo unos pasos no se inmutan, sus rostros no muestran una reacción a lo que su madre dijo, ya se han acostumbrado a la vida de Rosalía.
Fue por eso que dejó a Verónica, cuando era más pequeña, a cargo de Malena, una mujer que siempre había querido tener una hija, pero cuya genética sólo había dotado de hijos varones. Malena es la única persona en la vida de Rosalía que no forma parte de la nómina del narcotráfico. Su hermano fue el primer marido de Rosalía, quien murió de cáncer cuando Verónica era solo un bebé.
Esta mujer cuidó por varios años a Verónica y la quiso como si fuera su propia hija. La llevaba todos los días a la escuela y la inscribió a clases de futbol por las tardes. Rosalía casi nunca iba a ver a su hija casa de Malena, pero le mandaba dinero y ropa con regularidad. “Nos mandaba pura ropa de los Estados Unidos para la niña. Ahorita ya se puso bien gordita, pero cuando yo la cuidaba estaba bien delgadita. Rosalía los alimenta con pura comida chatarra, y vela, como anda la criatura con esa minifalda” dice la señora que cuidó a Verónica por casi tres años.
Poco tiempo después, Rosalía empezó a llevar a algunas de sus amigas del gimnasio con otros narcotraficantes, sólo para que ellos pudieran pagarle con algún favor después. Al ver lo mucho que los narcotraficantes disfrutaban de estar con sus amigas, empezó a adiestrar a jóvenes para ir a fiestas de narcos en los ranchos.
Pero, antes de convertirse en jefa de sicarios, decidió probar suerte siendo novia de algunos narcotraficantes. Malena, la mujer que cuidaba de Verónica dice que tenía que andar cambiando de novios muy seguido “porque a cada rato se los mataban”. Cuando se le pregunta a Rosalía con cuántos hombres del crimen organizado ha mantenido algún tipo de relación, se queda callada por unos momentos y dice que con unos ochenta. “¿Ochenta? Son muy pocos, fácil ha estado con el doble si ya ves que a cada rato se los matan. Le ha de haber dado pena decir” afirma Malena.
Con uno de ellos fue con quien tuvo a su segundo hijo, Santiago, cuando dio a luz, le dijo a Malena que ahora ella se haría cargo de Verónica. Ya no quería estar separada de sus hijos y ahora contaba con un mejor nivel de vida.
Verónica, que hasta entonces llevaba una vida que giraba sólo en torno a la escuela y a las clases de futbol por las tardes, se vio inmersa en una realidad en la que los cuernos de chivo en la sala de su casa era lo más común. Empezó a darse cuenta a qué se dedicaba su mamá, a subirse a camionetas de lujo que Malena y su marido nunca le hubieran podido ofrecer. Pero ni ella ni Santiago han cuestionado esas actividades hasta el momento. Guardan un silencio cómplice.
Hace apenas unos días que la maestra de Santiago le preguntó a qué se dedicaba su mamá. Él solo se quedó callado y le dijo: “no sé, deje le pregunto”. “Se hizo el pendejo y no dijo nada” cuenta Rosalía a carcajadas.
Ahora, conviven con las parejas de su mamá. A ninguno le han podido decir “papá” porque el crimen organizado no les ha permitido convivir con ellos más de algunos meses. Eso sí, todos los narcotraficantes que han pasado por la vida de ellos gracias a Rosalía, los han llenado de regalos como juguetes y ropa de marca. “Yo les digo que si quieren a la gallina, también van a querer a los pollitos. Los narcos son hombres muy cariñosos…” sentencia Rosalía
Verónica y Santiago no han aprendido a banalizar la violencia porque sean víctimas de la violencia colectiva, que inunda la zona en donde viven, ni porque los medios de comunicación los bombardeen con imágenes sangrientas, sino porque en su misma casa se les ha enseñado que eso da para comer y para mucho más.
Series como Las muñecas de la mafia, Sin tetas no hay paraíso y El cártel de los sapos se han convertido en los programas de televisión favoritos de Verónica. La niña se acerca a la mesa del mantel floreado donde su mamá cuenta con lujo de detalles cómo evitó que los militares detuvieran a un capo en la sierra al acostarse con el “mero mero de los militares”. No se espanta por lo que cuenta su mamá, su rostro no se altera. Calla y escucha. Cuenta quiénes son sus personajes favoritos de las series que ve. La que más le gusta es Brenda, de Las muñecas de la mafia. Una chica pobre pero muy guapa que se enamora de un capo de Colombia al que apoda “narizón”. “Le digo que vea estas series para que aprenda y no se ponga pendeja cuando cualquier cabrón se ponga a hablarle bonito. Si va a andar con algún narco, que no sea un sicario pendejo que no tenga dinero”.
Desde que Rosalía se volvió jefa de sicarios y decidió retomar en persona el cuidado de sus hijos, los incorpora en algunas de sus actividades diarias como el patrullaje. Cuenta que se suben en una camioneta con varios jóvenes que no rebasan los veinte años y dan recorridos por la ciudad, todos fuertemente armados y con radios por los que van comunicándoles a otros sicarios por cuáles calles hay militares.
Ya han pasado casi cuatro horas desde que se escuchó el ruido del motor de la camioneta. Verónica ya está impaciente, no encuentra nada en la televisión que atrape su atención. Santiago, ensimismado, está sentado en el sillón de caoba viendo como su hermana le cambia a los canales sin detenerse demasiado en verlos.
La hora de irse ha llegado. Rosalía dice que va a ir a comprar su mayor debilidad: bolsas de diseñador. En cuanto escuchan eso, Verónica y Santiago corren hacía su mamá, listos para marcharse.
Le pregunto a Verónica: “¿Qué quieres ser de grande?” La niña de tan solo ocho años que disfruta ver series de narcotráfico responde rápidamente y sin dudar: ¡Presidenta! Rosalía se empieza a reír mientras camina hacía la puerta y solo exclama: ¡Hija de la chingada, para robar millonadas!
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