Vejez trans: el derecho de una generación que nunca existió

¿Qué hace el Estado por las viejas trans? ¿Cómo jubilarse cuando casi ninguna tuvo empleo formal? Si las familias las echan de niñas y las amigas se mueren ¿con quién se quedan? Emiliana Cortona investigó y escribió sobre la vejez de las mujeres trans en Neuquén que superan el promedio de vida de 42 años, y ganó el Segundo Concurso de Crónica Patagónica de la Fundación de Periodismo Patagónico. En el Día de la Visibilidad Trans lo publicamos en Cosecha Roja.

Vejez trans: el derecho de una generación que nunca existió

31/03/2021

Por Emiliana Cortona*

Luján Acuña es especialista en una generación que nunca existió. Ella misma jamás se imaginó transitar los 50. Las mujeres trans que pasaron esa edad, como ella, son escasas, prácticamente un milagro. “Marica”, se dice, sobre tacos rosa acharolados en el living de su casa, “marica, tenés 53”. Ni ella lo cree.

Hace menos de cinco minutos que Luján se despertó, pero son suficientes para contestar una llamada de teléfono, tres mensajes de WhatsApp y preparar café. Así es su vida: días desbordados de tareas, de pedidos y de urgencias. A Luján y a sus amigas, como mujeres trans que son, el tiempo las apremia.

Una cortina azul oscura separa el living del resto de la casa en el Barrio Villa Florencia, en Neuquén Capital. La abre y cierra tan rápido que no deja ver qué hay del otro lado. Sus dos caniches la siguen a donde va. Con una mano maniobra el celular, con la otra trae por partes: tazas, cucharas y azúcar. Recién son las 9 de la mañana, pero de tanto ir y venir ya está transpirada. Su voz suena ronca pero habla de corrido y sin descanso: “Perate que ya traigo el agua”.

Le quedan dos años para llegar a la edad de jubilarse y como muchas otras mujeres trans no va a poder hacerlo. Es de las pocas que tiene un trabajo formal, pero los aportes no le alcanzan. Luján es enfermera, de joven trabajaba en el Hospital Provincial Neuquén Dr. Castro Rendón, pero sufrió tanta discriminación que tuvo que renunciar. Cada vez que puede cuenta la escena que la marcó de por vida: fue en la sala de descanso, en la pausa de la vorágine del hospital. Esa tarde, entre compañerxs se confesaron las profesiones que les hubiese gustado tener. Unx contador, otrx quinesiólogx. Cuando le tocó a Luján se acomodó en la silla y desembuchó un “maestra”. Al escuchar eso, un compañero se puso de pie con la velocidad de un león al cazar a su presa, “si yo tuviera un hijo en esa escuela con un puto como vos”, dijo y sus pelos parecieron erizarse, “agarraría a mi hijo y lo sacaría de inmediato”. Su puño sonó contra la mesa, sus hombros parecieron elevarse aún más y con la intensidad de un rugido remató “y además cagaría a trompadas a la directora y a la vice”.

Luján se petrificó. Todo se detuvo de golpe. Eternos segundos se silenciaron los pasillos del hospital. Por fuera Luján parecía que ni siquiera parpadeaba. Por dentro, era un volcán en erupción. Reconoció de inmediato esa violencia. Ya la había vivido en la calle, en la escuela, en su familia. Lloró. Agarró su abrigo, su bolso y se fue. Cruzó la puerta con la única convicción de que con esa gente, a ese hospital, no volvería jamás.

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Luján señala la pared de su casa. Allí, desparramados, cuelgan varias fotos y 39 diplomas. Hay desde imágenes familiares hasta el certificado de acompañante domiciliario. Desde un cuadro como enfermera de Osde, hasta un premio del Archivo de la Memoria Trans. Desde un reconocimiento por ser la primera alumna trans en un terciario público, hasta el título de enfermera. “Ahí están todos mis logros”, dice, taza de café en mano, “me muestran que estoy viva y que mi camino no fue en vano”.

De grande, descubrió que cuidar y sanar a otrxs era lo suyo. Una conocida le acercó el dato, en la escuela de oficio “Marcelino Champagnat” dictaban la carrera “Auxiliar en cuidados gerontológicos”. Al principio dudó, estaba decepcionada con lo que había vivido con enfermería. Se preguntó ¿Para qué hacer otra carrera? ¿Para qué me vuelvan a discriminar? Pero pensó en sus compañeras más jóvenes y se dio cuenta que su vida podía servir de inspiración para otras. Agarró su DNI, el certificado de enfermera y se inscribió.

“Imaginate”, y en el living retumba su carcajada, “el revuelo que armé en la escuela. Una trans cursando para cuidar adultos mayores”. Faltaba poco para que una tarde, entre pastilleros, gasas y jabones una pregunta le volviera a cambiar el rumbo. Frenó, como si la inmovilidad le diera la respuesta: “¿Quién va a cuidar de nosotras, las viejas trans?”.

Desde esa tarde su vida ya no sería igual. Se puso a estudiar, releyó apuntes del terciario, revisó estadísticas y empezó a escribir. Sus preguntas las llevó al aula y desató revuelo. ¿Qué hace el Estado por las viejas trans? Si nuestras familias nos echan de jóvenes y nuestras amigas se mueren ¿con quién nos quedamos? ¿Cuáles son los derechos de las adultas trans? ¿Quién los garantiza?

Primero la llamaron para dar una charla en la escuela frente a 500 estudiantes sobre vejez transexual. Después la llamaron de una radio, de la Tv, hasta de la Legislatura de Neuquén para hablar sobre tercera edad trans. Al tiempo, presentó una ponencia y la invitaron al primer congreso de gerontología de Mendoza.

Pero lo que terminó de sellar su porvenir fue el primer congreso internacional de Educación Sexual Integral en Santiago del Estero. Ahí subida en el escenario, no podía correr la mirada de la puerta, veía cómo el aula para dos mil personas, se llenaba. La noche anterior la había ido a conocer. Se sonrió cuando se acordó que había vuelto al hotel preguntándose ¿Quién va a ir a ver a esta trava? Tenía veinte minutos, pero los aplausos a mitad de la charla la envalentonaron y se extendió una hora. Para cerrar afirmada a sus tacos, micrófono en mano, confesó su secreto: “No quiero morir como una vieja indigente subsidiada por el Estado. Quiero vivir y quiero morir como cualquier otra persona”. Al unísono con la última palabra, estallaron los aplausos. El público se paró y hasta le pidieron fotos.

Ese día, en ese estrado, Luján visibilizó una realidad que, hasta entonces, le había dado la espalda y confirmó lo que era: especialista en tercera edad trans. Una generación que nunca existió.

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Marga del Valle Ogas nunca pensó que llegaría siendo mujer trans a los 67 años. Hoy la vejez le da tranquilidad: “ya nadie me molesta”. Rubia pelo corto, cejas afinadas y con bastón en mano confiesa, “ahora paso como una señora grande”.
Marga se mudó a Neuquén hace más de 30 años. Su amiga Soraya le contó que la policía era más tranquila, que la cantidad de días en el calabozo eran menos que en la Capital, 3, 5 o 10 días. Pocas veces cumplían 20 o 30 como en Buenos Aires. No lo dudó. Armó su bolso y partió para la Patagonia.

Cuando tenía 26 años, Marga se puso aceite de avión en los pechos, a los 28 en la cadera y en la cola. La foto que tiene en la mano le devuelve una Marga joven, “tenía un cuerpazo”, dice y se señala. Pero, por un rato se queda en silencio, baja la cabeza, infla el pecho y suspira, “ahora soy un desastre, horrible, con arrugas”.

A Marga la silicona la engañó, creyó que su cuerpo quedaría esculpido sobre mármol. Desde la cocina de su casa, se señala la cadera. “Ves, tengo manchas en todos lados”. Su piel está negra y arrugada. La silicona se le fue a las rodillas y le molesta cuando hace calor y cuando hace frío. Solo puede dormir de costado, si lo hace boca arriba, siente que se asfixia, y boca abajo le duele el peso del cuerpo sobre los pechos. Si duerme de un solo lado, al otro día le arde, por eso alterna los puntos de apoyo en medio de la noche. Marga apoya el bastón sobre la pared. Levanta el dedo índice derecho y se dirige a un público imaginario de jóvenes trans, “no se pongan ese aceite”, le aconseja, “son horribles las consecuencias”. Baja la mano y se resigna, “si yo hubiese sabido las consecuencias, no me lo hubiese puesto”.

Se escucha el viento que se embolsa y golpea contra la ventana. Marga vive en el fondo de la casa de un vecino. “Es mi sobrino del corazón”, lo presenta Marga, “se llama Eduardo”. Con una jubilación de ama de casa y con rezos a la virgencita del Valle, Marga aporta a lo diario. “Siempre le pido que no me falte comida ni techo. Le ruego no terminar, como muchas amigas, viviendo en baldíos”, dice y junta las manos como si estuviese orando en ese preciso momento.

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Los prototipos de mujer trans de los ‘80 y ‘90 son los cuerpos de vedette y esa fue la maldición de muchas. Cintura pequeña, caderas anchas y lolas prominentes. Esas mujeres trans que pasan los 50 años tienen silicona industrial en todas esas zonas. La pobreza y la necesidad de verse cómodas con su cuerpo llevó a muchas a inyectarse aceite de avión, material diez veces más económico que la intervención con prótesis o implantes. “Silicona 1000”, así llamaban las trans a eso que les embargó la vida. La compraban en químicas y el litro les costaba 800 pesos. En promedio se inyectaban un litro o litro y medio. Dependía del cuerpo que cada una deseaba tener y del dolor que soportaran.

La silicona industrial es espesa y tiene cierta dureza. Por eso, no se corre. Al menos, al principio. Luego, migra adonde sea, adonde se le ocurra, donde le venga en gana, órganos, músculos, y tejidos. Y allí donde va, el dolor va con ella.
Cualquier inyección de silicona industrial es potencialmente mortal, mata en silencio y con mucho dolor. Así pasó en 2015 en San Juan. Yésica Bloom tenía 23 años y se puso silicona industrial en sus glúteos. A los dos días, se sintió descompuesta y después tuvo fiebre. Ya en el hospital, cerca de las 11,30, la curva fabricada le produjo la muerte.

“Tenemos una compañera”, dice Luján y toca la estatuilla de la virgen María que esta sobre la repisa, “que tiene la pierna abierta desde el hueco poplíteo hasta el talón”. Por ese tajo largo, drena, silicona. Está internada en el Hospital de Cipolletti y por muchos años va a tener que tomar antibióticos. “Una infección así”, baja la mirada y en voz baja cuenta lo que le dijo el médico, “puede causarle la muerte”.

“Lo que llaman aceite de avión”, explica la bioquímica Marina Stuarts, “es un polímero de siloxano compuesto por átomos de silicio y oxígeno. A partir de que se inyecta dentro del cuerpo, lo que suceda es obra del azar”. El cuerpo no debería reabsorber este aceite de avión, pero si lo hace surge una catarata de problemas. Por ejemplo, que el propio cuerpo tome la silicona como un agente extraño y lo ataque. Así, brota generalmente un proceso inflamatorio que puede derivar en granulomas, fibrosis, ulceraciones y hasta en una necrosis. Si esta infección llega a la sangre, puede generar una obturación de vasos sanguíneos en los pulmones, en el corazón, embolia y derrames cerebrales. “Hay investigaciones”, narra Stuarts, “que describen reacciones en el cuerpo 30 años después de inyectada la silicona”.

Este material que las viejas mujeres trans tienen hace 40 años en sus cuerpos se usa para lubricar engranajes, limpiar turbinas de aeronaves o en pinturas industriales. Con ese líquido con que las mujeres forman sus pechos y su cola se sellan partes de autos, se impermeabilizan superficies y hasta se aíslan cables.

El post operatorio es tortuoso, cuentan. Si te pusiste pechos tenés que pasar 14 días sentada. Y para que no se deformen hay que ponerse un elástico entre la espalda y las lolas, se arma un triángulo, como un corpiño, para que queden colgando. Entre medio de las tetas, aconsejan ponerse un encendedor, eso evita que se junten. “Así, se va armando la forma de la teta”, describe Luján. Pero el elástico corta, lastima, deja marcas.

Lo mismo pasa con las caderas y piernas. El reposo es de 10 a 14 días, inmóvil para que el aceite no se corra y se estanque en el lugar y forma deseada. Las viejas trans expusieron sus cuerpos a los avatares del aceite de avión por la necesidad de cumplir con un estereotipo. “La sociedad”, grita Luján para que sus vecinxs la escuchen, “sigue presionando para que las mujeres trans hagamos modificaciones en nuestro cuerpo”, frunce el ceño y eleva aún más la voz, “porque sólo así somos aceptadas”.

Ahora todas pagan la misma consecuencia: piel dura, muerta, negra, que ya no se regenera. A muchas se les infecta y tienen que tomar medicamentos. “Si hoy una chica trans llega a una guardia con un ACV”, dice Luján, “lxs enfermerxs no saben cómo tratarla. Tienen que saber que, si nos agarran de la silicona”, se palmea las caderas y después los pechos, “vamos a sufrir aún más de lo que nos está pasando”.

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A cada sesión que sus amigas tenían para inyectarse silicona, Luján fue. Preguntó todo lo que pudo, tomó nota. Aprendió con exactitud a anestesiar y moldear silicio. Vio cómo sus amigas lloraron de dolor. Las ayudó a caminar para ir al baño. Les hizo masajes cuando se les dormía una parte del cuerpo por estar más de 10 días acostadas. Registró cada grito, se hizo preguntas.

Cuando volvía a su casa, miraba el freezer donde tenía atesorados dos litros de silicona para inyectarse. Cada vez que pasaba por el living, los veía de reojo. Esos dos litros la atormentaban, confluían sus ganas de tener el cuerpo perfecto y el miedo al dolor. Un día se paró frente a la heladera con las manos sobre las caderas. Respiró profundo y se animó. Abrió la puerta y sacó la silicona. Se apuró para no arrepentirse, de un solo movimiento destrabó el nudo de la bolsa, los miró y sin pestañar los tiró a la basura.

Hoy rememora, levanta a uno de sus caniches y lo sienta en sus piernas. Lo acaricia y confiesa, “no me animé”.

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Carolina Alejandra Figueredo, de pelo rubio y flequillo recto, siente que está en el mejor momento de su vida. Ahora entra a un restaurante, se sienta, come, y nadie la observa, nadie la juzga. Su vejez es una etapa muy distinta al resto de su vida. Sonríe y confiesa, “tengo la libertad que no tuve antes”.

Carolina tiene 57 años, y nunca, como mujer trans que es, pudo hacer un aporte para su jubilación. Ni siquiera pudo abrir en ningún banco una caja de ahorro. Siempre tuvo que vivir de la informalidad, de las changas, de estar en negro. Nació en Adrogué, Buenos Aires, pero a los 14, por ponerse vestidos y por maquillarse, su padre la mandó al sur con un tío.
Llegó a la localidad rionegrina de Cinco Saltos, para trabajar en la cosecha de manzana, pero duró menos de un mes. A kilómetros de su padre, sin la mirada que la juzgaba, con un tío que le exigía dinero para el alquiler, encontró la prostitución.

Cuando iba a Neuquén a la policía no le importaba si era de día, de noche, si estaba comprando comida o prostituyéndose. La subían al patrullero y la obligaban a pasar días en el calabozo. Los efectivos neuquinos, en ese momento, tenía a su favor el artículo 54 del Código de Faltas, vigente hasta 2011, que les permitía arrestar por diez días a las personas que “se encontrasen con vestimentas contrarias a la decencia pública”. Carolina golpea la mesa y eleva la voz, “claro”, resopla indignada, “a las mujeres que usaban pantalones no las llevaban presas”

“No busquen lo fácil”, le habla Carolina a las más jóvenes, “la prostitución y las drogas es lo que te traen plata más rápido, pero, a la larga”, se sincera, “te lleva a una vida de mierda”. Como una tía adulta, Carolina no puede evitar aconsejar a la nueva generación. Como si estuviera sobre un escenario y con megáfono en mano, grita “terminen sus estudios”, carraspea para limpiar la garganta y aclarar la voz, “nosotras las viejas trans, no pudimos”. En lugar de tener un atril en frente, Carolina está en la casa de un pariente. Hace cuatro años que volvió a vivir a Buenos Aires. Ya de grande empezó a tener la necesidad de estar con su familia. Al menos para no sentirse sola. Sabe que eso es clave para las viejas trans, sentirse acompañada. “¿A dónde van a parar las que no tienen familia como yo?”, se pregunta, “no tenemos ni una jubilación. Es importante que el Estado repare el daño que nos causó”.

Carolina le da play a la canción “El hombre que yo amo” de Miriam Hernández. Mueve la cadera de lado a lado y algo dentro suyo se rompe. Ese vacío interno, ese grito silencioso le recuerda que no logró tener una casa, una pareja, ni pudo adoptar un hijo. “Hasta eso nos privó esta sociedad”, rechista y sale del trance de la canción, “del amor y de ser felices”.

Carolina está a punto de revelar la pregunta que más la inquieta. Toma aire y habla con pausa “¿Qué va a ser de nuestra vejez?”. Respira y deja que lo que acaba de decir, decante. “Vamos a ser realistas”, baja la mirada pero sostiene la fuerza en la voz, “tampoco todas las familias nos van a recibir. ¿Qué va a ser de nosotras cuando no nos podamos levantar?”.

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Daniela Chávez no entiende cómo llegó a los 61. Su vida le enseñó muchas cosas: a sobrevivir en la calle, a esquivar a la policía, pero sobre todo a perdonar. La historia de Daniela empieza y termina en la misma casa, de la que a los 15 años la echaron y de la que a los 45 le pidieron que regresara.

Daniela tiene las manos con harina, en minutos empieza a amasar torta fritas. Afuera, en las calles de Cutral Co, a unos 100 kilómetros de Neuquén Capital, el termómetro no sube de los cero grados. Daniela se acerca a la ventana y se sorprende: “Empezó a nevar”.

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Cuando se asumió trans lo único que quiso hacer fue huir. Su padre la maltrataba y su madre insistía con que usara calzoncillos. Por vestirse con polleras, la llevaron al psicólogo. “No hay caso” dijo el profesional, “lo que le pasa a este chico está en su cabeza”. Así Doña Anita Rosa Chávez desistió de darle hormonas masculinas. “Solo le va a hacer crecer la barba”, le anticipó el especialista. Un día su madre, harta, le rajó la ropa. Y ese fue el fin de Daniela en esa casa. Con lo puesto, abrió la puerta y se fue.

A los 45, vivía en Neuquén, ya tenía su vida medianamente armada: alquilaba, trabajaba en la noche y tenía pareja. Un día, su madre, por teléfono le pidió que vaya a Cutral Co, que le tenía una sorpresa. “Festejaremos juntas tu cumpleaños”, le anticipó. Se fue de Neuquén a Cutral Co con lo puesto y una mochila, sólo a pasar el fin de semana, pero nunca más volvió. “Vos te vas a quedar conmigo”, le dijo su madre sin titubear, “yo no estoy bien y vos te vas a quedar conmigo”. Ya le había preparado un dormitorio y tenía planes para ella: cuidar, como buena hija única que era, de sus dos padres. “Yo estaba resignada”, recuerda hoy Daniela, “no tenían quién los cuide”. Los primeros meses, adelgazó 14 kilos. “Yo estaba mal, pero tampoco los podía dejar solos”. Tuvo que dejar a sus amigas, su casa y su pareja.

Sus uñas rosas se destiñen cuando empieza a freír las tortas fritas. Daniela, morocha, metro 72, cerca de la ventana, observa los tres cuadros con fotos de sus padres en la pared. “Si hay algo que no soy”, dice, “es rencorosa”.
Hoy vive con su pareja en el departamento que heredó. Cobra una pensión y sobrevive a changas. Le cocina a una señora y cuida a un adulto mayor.

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Según un estudio de la Universidad Nacional del Comahue, en Neuquén y Río Negro, las trans viven -en promedio- hasta los 42. A nivel nacional, llegan a 35 con suerte.

En los papeles, Neuquén cuenta con el programa “Reparación histórica” para las personas trans mayores de 40 años que no tengan un trabajo registrado. El Estado así reconoce la violación sistemática que se produjo sobre los derechos de las personas trans a lo largo de sus vidas. “Pero en Neuquén esto no es así”, denuncia Luján y eleva la voz, baja al caniche al suelo, “ese programa no es ni reparación, ni es histórico. El gobierno le da este dinero a quien quiere y no a las que lo necesitamos”. Se para, abre la puerta y deja que los perros salgan, “lo que deberían hacer es convertirlo en Ley. Y que lo cobremos todas, quienes tengamos trabajo y quiénes no”. Cierra la puerta de golpe y remata enojada, “no los amigos del gobierno”.

La provincia del Neuquén cuenta con cinco localidades (Centenario, Cutral Co, Chos Malal, Plottier y Neuquén Capital) con ordenanzas que obligan a los Estados municipales a implementar el cupo laboral trans. La aplicación varía según el lugar y la voluntad política de cada gobierno. En algunas ciudades directamente no se aplica y en otras hay muestras tibias de implementación.

La vejez trans es una cadena de sueños frustrados. La mayoría nunca trabajó de lo que quiso, sino de lo que pudo. La proporción de personas trans que trabajan en el sistema formal es baja y, como consecuencia, sólo 1 de cada 10 tiene aportes jubilatorios. La prostitución es, según un sondeo de la Fundación Huésped y la Asociación de Travestis, Transexuales y Transgéneros de la Argentina, la salida laboral más frecuente para las trans. Es así que casi la mitad de las personas trans en Neuquén y Río Negro obtienen sus ingresos de esa actividad.

El acceso a la educación es otra cifra que da cuenta de la situación de la población trans. En Río Negro y Neuquén el 60% no terminó el secundario. Muchxs porque se sintieron discriminadxs en la escuela, otrxs porque tuvieron que salir a trabajar y abandonaron.

A nivel nacional el Poder Ejecutivo dispuso en 2020, a través de un Decreto de Necesidad y Urgencia, el cupo laboral trans del 1% para personas travestis, transexuales y/o transgénero para el sector público en cargos del Estado Nacional. Si bien esto es un avance, hay consenso en que es necesario, para que la población trans pueda hacer pleno ejercicio de sus derechos, que el Congreso de la Nación trate y apruebe la Ley Integral Trans. Una norma que busca que las personas trans tengan acceso a la vivienda, al trabajo, a la reparación histórica, a la justicia, y al deporte. La iniciativa busca garantizar derechos desde la infancia hasta la adultez. Las organizaciones trans saben que para que se apruebe, tiene que haber voluntad política y presupuesto para su implementación.

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Soraya Elizabeth Álvarez fue la única mujer trans que consiguió lo que muchas desean: un trabajo en blanco. Durante 16 años formó parte de la planta permanente del Municipio de Neuquén capital. Aunque las canas se camuflaban con el rubio dorado, ya tenía la edad pero no los aportes para jubilarse. Con 66 años era quien tenía a su cuidado el edificio de la Municipalidad. De noche se ganaba un extra, hacía guardias en museos y en edificios que necesitan 24 horas seguridad. Con labios pintados de rosa y uñas cuidadas, Soraya siempre remataba la oración con una carcajada. No importaba si antes había contado las palizas que le daba la policía, o cuando le entregaron el resultado positivo del test de VIH. La risa, era su punto final, le confirmaba que esas anécdotas ya eran historia.

Por la silicona vivió un calvario, por todo su cuerpo tuvo aceite de silicio. Sufrió lo que se conoce como “pata de elefante”. Una tarde se tropezó, cayó de espaldas y las siliconas de los glúteos reventaron al tocar el suelo. Como tiene zinc, explican los que saben, la silicona decantó y drenó a su pierna izquierda. Así, caminar para ella se convirtió en un martirio. “Lo peor”, contaba resignada Soraya, “es que los médicos no me solucionan nada. La silicona se te mete en los músculos y es difícil sacar”.

Fue candidata a concejala, a diputada nacional y hasta fundó su propio partido: Integración Neuquina. Era de las pocas que iba a cobrar una jubilación y vivir en su casa sin pagar alquiler. “Pero, no lo logró”, dice con voz entrecortada Luján. Las hormonas que de joven se inyectó, cuentan, le comieron el calcio de los huesos y le produjo leucemia.

El último mes lo vivió internada. Su familia de sangre reapareció y a partir de ese momento, y como si fuesen dos mundos que se repelen, sus amigas tuvieron la visita prohibida.

Luján no disimula, el alma partida se ve a leguas. Llora a su amiga y con ella a sí misma. Se sopla la nariz con un pañuelo. Desde una garganta hecha nudo pregunta, “¿quién va a venir a separarme de mis amigas cuando muera?”.
A escondidas todas las noches Lujan y Soraya hablaban por teléfono. Y Por WhastApp se mensajeaban: “Aguanta amiga, ya vas a salir”. “No doy más, me quiero ir a mi casa”. “Vas a ver que pronto vamos a ir de farra”. Hasta que una madrugada que Luján recibió ese mensaje que tanto le costó leer. Era la enfermera que le avisaba que Soraya había dejado de respirar. “Te nombró hasta el final”, le confesó.

Soraya murió sola, triste, esperando su jubilación. No hubo velatorio. La familia de sangre fue la última que la vio. Luján, aun hoy, la espera. Siente que en cualquier momento se la va a encontrar. La tuvo que despedir desde su casa. Rezó. Le habló en silencio. Le dijo adiós y le pidió perdón. “Nuestra vida”, dice y su voz se escucha rasgada, “no vale nada”. El llanto suena seco, pesado, “el Estado, la familia nunca están, pero al final aparecen y te arrebatan lo último que tenés”.

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Llaman a la puerta y Luján se levanta de la silla por tercera vez en la mañana. “A trabajar, marica”, se dice. Sonríe y abre. Del otro lado, una vecina le cuenta que se siente mareada. Entre sillas, una mesita con adornos y el sillón improvisa una salita de enfermería. Le ausculta el corazón. Después los pulmones.

-De presión está bien vecina, 12.8. Esperemos 24 horas y chequeamos otra vez.

Luján cuida de sus vecinxs, de sus amigas, como nunca nadie hizo con ella. La compaña y los caniches las siguen. Abre la puerta y el viento gélido patagónico le quema la piel. Luján se cubre el pecho y antes de cerrar le grita “¡abríguese y la espero mañana!”.

*Esta investigación fue la ganadora del Segundo Concurso de Crónica Patagónica de la Fundación de Periodismo Patagónico, realizado en 2020.