“Un hombre muere”: brutalidad policial y blindaje político

El crimen de Jorge Martín Gómez, como consecuencia de una patada que le dio un policía de la Ciudad, pone en debate no sólo el accionar policial desmedido, sino también la conducción política de esa fuerza. Así lo analizan Esteban Rodríguez Alzueta y Tomás Bover.

“Un hombre muere”: brutalidad policial y blindaje político

21/08/2019

Por Esteban Rodríguez Alzueta* y Tomás Bover** 

“Un hombre muere”. Un hombre muere pateado por un policía que lo mata delante de otros cuatro policías que habían acudido llamado para dar apoyo. “Un hombre muere”, ese fue el zócalo que leímos en la pantalla de nuestro televisor y las palabras que eligieron periodistas radiales para comunicar el hecho urgente. La policía había llegado después de que un colectivero llamara al 911 diciendo que “hay un hombre drogado con un cuchillo en la mano interrumpiendo el tránsito”. Ya sabemos, como reza el mandato cívico “si usted sabe o vio algo no dude en llamar al 911”. 

Las imágenes de una cámara de seguridad muestran lo que la versión oficial avalada o propuesta por el secretario de Seguridad porteño, Marcelo D’Alessandro, no dice: un agente de la Policía de la Ciudad desciende de su moto y va directamente al encuentro de Jorge Martín Gómez que camina sobre la bici-senda, en evidente estado de inconsciencia, tambaleándose levemente, mientras otros policías de la misma fuerza llegan a la escena. Se ve a uno de ellos descender de su moto y a otros dos bajando de un patrullero. Las imágenes, entonces, muestran un hombre rodeado, quieto y con las manos atrás, que ve cómo se acerca el primer agente. Lo que la víctima no ve o no tiene tiempo de ver es la patada que le tira el policía en una fracción de segundo sobre su pecho. Las imágenes muestran también a la víctima desplomándose en el piso, con todo su peso sobre su espalda, golpeando su cabeza contra el pavimento. Horas después “un hombre muere”. Horas después llegan las declaraciones del secretario de seguridad porteño. 

Cualquiera que haya visto o participado en las clases de instrucción que se imparten en las escuelas de policía y gendarmería donde se les enseña, progresiva y detenidamente, las competencias policiales y el uso racional de la fuerza letal y no letal, llegará a otra conclusión. Detrás de la brutalidad policial no siempre hay ausencia de capacitación. Todo ingresante a una escuela de formación policial, aún en las versiones de cursos más breves que reciben quienes van a formar parte del escalafón de suboficiales, sabe que la propia presencia de un agente uniformado es de por sí una medida disuasoria. Sabe que siempre debe conservar una distancia prudencial de un potencial agresor e indicarle qué hacer hasta ser reducido. Sabe que esa distancia protege al agente y le da tiempo y espacio para actuar. Sabe también que la fuerza que puede llegar a utilizar nunca debe superar aquella que el potencial agresor le ofrece. “Actuar” acá, no significa pegar una patada o apretar el gatillo. La fuerza, letal o no letal, es un recurso que hay que demorar en el tiempo, que llega después de la palabra, de que el diálogo se haya frustrado y haya riesgos para la integridad del policía o terceros. Esto lo saben los padres y también los policías. No hace falta ser policía para actuar con sentido común. Todo el mundo sabe que a un borracho no se le pega.    

Muchas veces escuchamos a policías discutir sobre los límites de la legislación con la expresión “tenemos las manos atadas” y siempre lo hacen poniendo algunos ejemplos concretos: imaginaban situaciones donde alguien les dispara corriendo en dirección contraria y la imposibilidad de tirarle “ya que está de espaldas” y serían duramente penados de hacerlo. Otros discuten si es necesario responder a los disparos generados por otra persona o si la presencia de armas es suficiente para empezar a tirar. La discusión en las escuelas de formación siempre giraba en torno al uso justificado de la fuerza letal o no letal indicando sus alcances y sus límites. Pero lo que cada una de esas situaciones dejaba en claro es que cada policía sabe que no puede matar a cualquiera y bajo cualquier circunstancia. Pongamos por caso lo sucedido en otra clase de instrucción que presenciamos en la escuela de oficiales donde se exhibía un video. En las imágenes se veía a un oficial de la policía Bonaerense que perdía su arma reglamentaria en un forcejeo y otros dos policías le apuntaban a la persona que empuñaba ahora la 9mm quien, mientras huía, disparaba y mataba a uno de ellos. Las imágenes no dejaban dudas: el peligro de ese hombre armado indicaba la obligación de reducirlo, incluso disparándole, pero esos policías probablemente quisieron resolver la situación sin que se sancionara a quien de forma imprudente perdió el arma por no mantener la distancia indicada. ¿Qué queremos decir con esto? En primer lugar, que todo policía sabe de la importancia de mantener esa distancia y, segundo, que hay situaciones que indican la obligación del uso de la fuerza letal o no letal.

Lo que muestran las imágenes de este lunes sobre la calle Carlos Calvo en la Ciudad de Buenos Aires nada tiene que ver con eso. Acá vimos a un policía que decide en cuestión de segundos, luego de su primer contacto visual con la persona a quien debía identificar primero, y si fuera necesario reducir y detener, agredirlo con una patada de consecuencias letales. Nunca mantuvo una distancia prudencial. El policía se abalanzó apenas tuvo en frente a la persona. Y todo eso sucede en segundos. Ningún funcionario policial, instruido y entrenado, puede ignorar las consecuencias letales que implica hacer uso de la fuerza, más aún cuando la fuerza utilizada no guarda proporciones con la resistencia de la persona que se debía reducir que, repetimos, acá directamente no existió. 

Consultado por el diario Clarín, el secretario de seguridad del gobierno de Rodríguez Larreta dijo: “No se utilizó ningún elemento contundente. Ni tonfa, ni arma letal. Se le dio una patada para mantener distancia, para luego reducirlo. Vista así la imagen es muy brutal. Pero también lo es andar por la calle con un cuchillo, donde cualquier madre con una criatura podría haber sido lastimada y la situación hubiera sido otra”. Luego agregó, a modo de promoción cínica, que en un caso así se podría haber empleado la pistola Taser. 

La respuesta del secretario de seguridad deja bastante que pensar sobre la conducción política de una fuerza de seguridad. Devenido virtual ministro de seguridad a cargo de una fuerza propia (luego de la creación de la Policía de la Ciudad que unificara la traspasada Federal con la Metropolitana) D´alessandro da por descontada la versión policial e indica que el hombre tendría un arma blanca que no podemos ver en las imágenes. Pero además señala que la patada tenía la función de “mantener distancia” en una situación donde es el propio policía quien se acerca y a los fines de propinarla. También indica cierto carácter preventivo de la agresión imaginando los riesgos que podría haber corrido una víctima inexistente y, de paso, menciona la posibilidad de haber resuelto la situación de otros modos de haber empleado las controvertidas pistolas Taser.

Hay funcionarios que dicen que saben y, finalmente, no saben tanto de seguridad. El secretario de seguridad justifica una agresión letal vendiendo una versión que tiene tintes de encubrimiento. Olvida indicar algún grado de empatía con la víctima del accionar policial, aprovechando la ocasión para promover la utilización de otro tipo de armamento, pero lo hace además, fundamentalmente, demostrando un profundo desconocimiento (o desinterés) en los protocolos de uso de la fuerza y su efectiva utilización.  

Suponemos que los operadores judiciales deberán investigar los hechos, es decir, evaluar las acciones del agente, tomando nota de las motivaciones individuales y su contexto, todo ello en función de los protocolos de actuación profesional, pero también con el código penal en la mano. Los protocolos no están solamente para cuidar la vida del policía sino para adecuar sus prácticas a estándares internacionales de derechos humanos, para que no vulneren los derechos de todas las personas. 

En los tribunales se evaluará la responsabilidad individual, pero sabemos que las estructuras no van a juicio. Y acá las “estructuras” no están hechas solamente de invariantes históricas sino de contingencias. Queremos decir, hay prácticas organizadas en función de costumbres en común que se trasmiten de una cohorte a la otra en la vida cotidiana, al interior de las propias policías. Es decir, hay prácticas que se organizan en función de criterios informales que no son aquellos que se enseñan precisamente en las academias, que compiten con los criterios formales. La brutalidad policial no hay que cargarla a la cuenta del “policía sacado”, o del “policía violento”. La brutalidad, tal como la vimos en este homicidio, forma parte de los repertorios de acción de las policías, un quehacer cotidiano que compite con otros quehaceres. Sobre todo cuando la persona objeto de la atención policial tiene determinadas características. 

La actualidad de aquellas rutinas policiales se explica en la ausencia de controles externos, en la inexistencia de mecanismos de rendición de cuenta y en el propio descontrol judicial. Pero la brutalidad policial tiene además su contingencia política, sus coyunturas. Detrás de esta patada están las declaraciones como las que acabamos de escuchar del secretario de seguridad de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Un funcionario que, a juzgar por sus bravatas, se maneja como si fuera el jefe de una hinchada de futbol. Un matón al frente de una patota que firma cheques grises para que su gente se maneje a piacere, es decir, un funcionario que, con sus declaraciones avala las estructuras policiales, las prácticas en común que pendulan entre la legalidad y la ilegalidad. Las declaraciones de un funcionario no son inocentes. Después de John Austin ya sabemos que se pueden hacer cosas con palabras, que las declaraciones tienen la capacidad de producir hechos. No solo blindan la violencia policial, sino que crean condiciones de posibilidad para que la misma tenga lugar.     

En definitiva, un hombre no muere. A ese hombre lo mata una patada policial y lo remata el desprecio de un funcionario macrista que dice que sabe, pero no sabe, que ampara y promueve la violencia policial. 

*Docente e investigador de la UNQ, director del LESyC. Autor de Temor y Control; La máquina de la inseguridad y Vecinocracia: olfato social y linchamientos. 

**Antropólogo. CONICET-UNLP. Grupo de Estudio en Policías y Fuerzas de Seguridad UNQ- IDES.