Después de un año y dos meses, el Tribunal Oral en lo Criminal Federal Número 2 leyó la sentencia en el juicio ABO III (circuido Atlético-Banco-Olimpo): dos genocidas fueron condenados a prisión perpetua, otros cinco a penas de entre 15 y 25 años de prisión por los crímenes de lesa humanidad y dos absueltos. La causa tenía 9 imputados y 352 víctimas. Entre ellos, la mamá y el papá de Josefina Giglio. Aquí reproducimos la crónica de su declaración, uno de los casi 200 testimonios que se escucharon en el debate oral.

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“Todas las noches pienso en el cuerpo de mi mamá violada y torturada. Todas las noches pienso qué fue de mis padres”. Dice Josefina y rompe en llanto.

“Todo el trabajo lo hacemos las víctimas. Buscamos las pruebas, encontramos a los vecinos, les pedimos a los ex compañeros que nos cuenten. Me gustaría que la Justicia tome conciencia de que no alcanza con los juicios. Que sería bueno que los imputados estuvieran sentados acá. Los señores que dieron órdenes y las cumplieron piensan que hicieron un bien a la patria. Quisiera que el Poder Judicial le exija al Ejecutivo que disponga de todos los medios para encontrar los huesos de mis padres y de todos los desaparecidos y que le dé su identidad a todos los hijos que fueron robados. Porque además de la justicia, hace falta el reconocimiento del mal. Hace falta que nos digan la verdad que siguen teniendo los malos”. Dice Josefina y mira al jurado.

“Mi mamá es la más linda del mundo. Miren sus fotos”, dice Josefina e invita a verlas.

Josefina es Giglio. Su madre, Virginia Isabel Cazalás de Giglio. O “Vivel” o “Coca”. “Coco” es su padre. Carlos Alberto Giglio. “Coco y Coca”, dice Pancho, el hermano de Josefina. Las fotos del matrimonio en blanco y negro se ven a través de una pantalla. Un blindex grueso divide la sala. Los espectadores están lejos de los jueces, cerca de los televisores. Los acusados, ausentes.

Josefina era María José Roldán. Con ese nombre hizo primero y segundo grado de la escuela primaria. Ese fue el nombre que le dio a los policías el 5 de diciembre de 1977, cuando secuestraron a su madre. Su hermano era Francisco Roldán. Roldán, no Giglio. Dos años de sus vidas fueron clandestinos. Pancho no se preocupó porque entonces no sabía hablar. Cuando secuestraron a su mamá corría por la casa, todavía en pañales.

“La noche en que se llevaron a mi madre hacía mucho, mucho calor. Habíamos terminado de cenar. Serían las once de la noche. De repente golpes en la puerta. Entraron unos hombres, hubo gritos. No sé, yo tenía vergüenza porque como hacía tanto calor, estaba en bombacha. Y no quería que me vieran”, cuenta Josefina que, en ese momento y por apenas unas horas más, era María José Roldán.

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mama jose 1Las historias tremendas de Josefina y Francisco Giglio se sumaron a la de Daniel Merialdo, militante de Montoneros, secuestrado en el CCD Club Atlético, Banco, Olimpo, Pozo de Quilmes, aparentemente también en “Omega”, ESMA y en Isla El Silencio. Las declaraciones, brindadas en un subsuelo de Comodoro Py ante el Tribunal Oral Federal 2 porteño, son parte del tercer juicio por crímenes de lesa humanidad cometidos contra 352 víctimas entre 1976 y 1979 en el circuito que conformaban los centros clandestinos Atlético, Banco y Olimpo (ABO), dependiente del Cuerpo I de Ejército.

“En 1975 allanaron mi casa. Mi mamá y yo estábamos de vacaciones en Tres Arroyos. De allá era ella. Entonces comenzaron las mudanzas. Recuerdo zozobra. Yo lloraba mucho”, declara Josefina. El 19 de mayo de 1976, Coco Giglio fue secuestrado por las fuerzas de seguridad. Coca estaba embarazada de siete meses. Su hija tenía seis años. “Pienso mucho en esa mujer sola con sus hijos, escapando”.

El 5 de diciembre, cuando se llevaron a Coca del octavo piso de un edificio de la calle Freire, en el barrio de Belgrano, María José y Francisco fueron a parar a la casa de su vecina.

– ¿Qué voy a hacer con estos chicos? – le decía esa noche a su marido María Susana Martínez.

Ella tenía 25 años y una beba recién nacida. Con Google, con la guía telefónica, nada complicado, Josefina buscó a Susana y la encontró muchos años después. “Me había quedado con una imagen de mi mamá bajando con uno de los secuestradores en el ascensor. Pero Susana me dijo que la última imagen que ella tiene es de mi mamá tirada en el piso, en camisón, apuntada por las armas de los hombres. Es extraña la mente. Siempre me pregunté si mi mamá no me debió haber dado una última instrucción. Algo que no pude escuchar. Pero no. No fue así. Quizás me lo imaginé”, dice Josefina.

Los chicos pasaron la noche en la casa de Susana. “Durmieron en la cama grande”, dirá ella frente al mismo jurado, convencida por los Giglio de que debía declarar. Al día siguiente los policías se presentaron en el edificio de Freire. Antes de llevarlos a la Comisaría 37 le permitieron a María José entrar al departamento. “La puerta estaba salida de las bisagras. Me dijeron que podía entrar a buscar ropa. Yo me puse una remera roja, un jean y unas zapatillas. Me acordé que mi mamá tenía una bolsita con fotos y la agarré. También un collar que le gustaba”, cuenta y saca de su cartera ese collar blanco, de cuentas gigantes, que muestra sonriendo. Lo apoya sobre la mesa, entre el vaso y el micrófono.

“Una vez jugaba a pintarme los dedos con un marcador. Mi mamá me vio y me dijo que no haga eso. Que no lo haga más. Después supe por qué: cuando entré a la comisaría me hicieron tocar el pianito. Mi mamá tenía razón”, dice.

María José Roldán dio a la policía los datos de su abuelo, el padre de Virginia Isabel Cazalás de Giglio. “Mi abuelo Polo tiene una fábrica de soda, vive en Tres Arroyos”, dijo la nena. Desde la comisaría enviaron un radiomensaje a Bahía Blanca. Los hermanos esa noche se separaron. Ella fue a dormir a la casa de una policía y el bebé a la de un policía varón y recién casado que, según había dicho, se quedó con las ganas de adoptarlo.

Polo y su esposa viajaron a Buenos Aires y después de un papeleo extenso pudieron sacar a los chicos de ahí. A ningún policía ni asistente social se le ocurrió preguntar por qué los nenes entraron como Roldán y salieron como Giglio. Se ve que la moneda había caído de este lado: los habían dejado ir.

 

Van a aparecer

“Quisiera decir algo antes de retirarme”. Francisco Giglio pide permiso al tribunal. “La figura de la desaparición produjo en mí, como hijo, no saber nunca dónde están mis padres. Quiero decir también lo que esta figura produjo en mis abuelos. Ellos sabían que sus hijos estaban en actividades políticas, sabían que había una dictadura, pero jamás imaginaron, como la mayoría de los padres de esa época, que los iban a torturar y a asesinar. Y menos desaparecer. Mis abuelos tuvieron dificultades para transmitir la desaparición: no sabían si iban a volver, si estaban detenidos o no. Nunca lo supieron. Nunca lo supimos nosotros. Lo que produce la desaparición en la mente de un hijo es tremendo porque siempre los estás esperando. Cumplí 40 años y los sigo esperando. Hay perversidad en esa figura para los padres y los hijos. Una de las principales cuestiones que yo necesito para mi vida es que se encuentren los restos de mis padres. Que se recuperen los restos de mis padres sería como un pedacito de reencontrarme con ellos. A mi padre no lo conocí, con mi madre estuve un año y medio. Ojalá se haga algo para encontrar los restos de mis padres y de los 30.000. Ojalá se juzgue a los autores”.

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“Pasé de vivir en La Plata a estar clandestina en Buenos Aires. Luego fuimos a Tres Arroyos, la estabilidad total. Fui a la escuela de enfrente de la casa de mis abuelos, a la que había ido mi mamá. Fue un ámbito de contención importantísimo pero también complicado porque era un pueblo chico. Mi abuela siempre contaba que había gente que ya no la saludaba. Eso le dolía mucho. Ellos siempre fueron respetuosos de las decisiones de mis padres. Mi abuelo había sido militante radical. No era un hombre que no supiera de las lides políticas aunque suponía que mi mamá y mi papá estaban presos en algún lado y que cuando volviera la democracia iban a aparecer. Cuando ganó Alfonsín la esperanza era enorme y yo pensaba “A lo mejor los largan para mi cumpleaños de 15” o “Tal vez vienen para el baile de egresados”. Era muy difícil”.

Ante cada nueva situación, la abuela le decía a Josefina:

– Bueno, cuando vengan tus papás vas a poder hacer lo que quieras.

Y en un momento se dio cuenta de que no iban a volver. “Me enojé hasta que en la facultad de Periodismo fui compañera de Miguel Bru. Ahí supe que no me pasaba algo terrible sólo a mí y a mi hermano. Y fue todo un trabajo poder acercarme a la historia liberándome de mis enojos. Milité en HIJOS y así entendí la cabal dimensión del plan sistemático de desaparición de personas. Democraticé mi dolor aunque me costó mucho darme cuenta que yo también era una víctima. Los gobiernos de los distintos partidos políticos tuvieron muchas dificultades para acercarse al tema de los derechos humanos. Recién con el anterior gobierno sentí que salía de la clandestinidad”.

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Francisco y Josefina Giglio declaran, recuerdan y reviven hechos que pasaron hace 40 años. Ni uno ni otra quiere que sus hijos crezcan buscando los huesos de sus abuelos.

La audiencia se seca las lágrimas. Y Josefina dice “Ya es tiempo”. Entonces toma el collar de bolas de madera blancas, se lo pone en el cuello, se lo abrocha con cuidado. Se para, sonríe y en medio de un estallido de aplausos, deja el estrado y se va.