Si pienso en Dario Santillán el zoom se cierra hasta su último gesto: lo veo plantado frente a las balas de policía, la mano extendida, el gesto de querer parar el mundo a fuerza de la propia voluntad. Ese instante final resume todo lo que sabíamos de él: que en el momento decisivo iba a hacer lo correcto, aún a costa de su propia vida.

No conocí a Santiago Maldonado, pero sí el lugar donde pasó sus últimos días. Cuando lo pienso la imagen se abre, se vuelve paisaje.

La primera vez que crucé el Río Chubut a la altura de Vuelta del Río tenía la misma edad que él. Fue hace trece años. Viajaba con dos compañeros, una mochila prestada y unos tapes para documentar el desalojo de la familia Fermín.

Para la mayoría de ustedes, esa zona va a tener siempre los mismos elementos: el monte de sauces que esconde la orilla, la Gendarmería entrando a los tiros, el cuerpo de Santiago flotando en el agua.

Para mí, Vuelta del Río es una cabalgata eterna, un mallín atrás de un cerro, desfiladeros de miedo. Y sobre todo, Vuelta del Río tendrá siempre los rostros de Doña Segunda y Doña Felicitas, las dos ancianas, las dos con pañuelos en la cabeza.

Esto que escribo me lo contaron ellas, y todavía puedo verlas haciéndolo. Es marzo de 2003. Las dos suben rumbo a la precordillera un rato después de escuchar un mensaje al poblador en la radio. Las familias de arriba piden auxilio y ellas van como pueden. Es un lugar donde solo se llega a caballo, pero ellas no llegaron a conseguir uno. Caminan entre los cerros y por momentos se arrastran, clavan las uñas sobre la piedra laja. En el desalojo de la familia Fermín se les juega todo: la memoria de la campaña al desierto -sus padres y abuelos fueron víctimas directas- y la propia experiencia de tantos desalojos.

Las veo arrugadas, encorvadas, enfrentando las armas de los milicos, tirándole piñas, tratando de evitar que sigan derrumbando el rancho de adobe de Doña Carmen Fermín, su vecina de toda la vida. En aquel momento ninguna de ellas pasaban los setenta años, pero parecían de cien.

Algo de ellas quedó en mí, y de a poco horadó mi vida hasta cambiarla.

Cada tanto las sueño, como sueño con otras personas que me marcaron. Es un privilegio soñar. En el mundo Mapuche, el pewma es un medio de comunicación habitual. Cuando alguien relata un pewma, se escucha con atención: la noticia que se trae desde el mundo onírico puede ser importante para toda la comunidad.

Hace una semana soñé con ellas. Las vi a las dos caminando a gatas por la orilla del río, abriéndose paso entre los sauces. Sacaban un cuerpo del agua y lo apapuchaban, lo llenaban de flores. Lo acariciaban como vi que otro pueblo, el de los Aché, acaricia la tierra para sanarla: con un amor y una ternura que implican también curarse a uno mismo.

Eso fue el domingo pasado. Me desperté a medianoche, busqué fotos -nunca supe dibujar- y armé un collage. La imagen se volvió nítida: había una frazada, algunas flores, el río con las montañas de fondo, un niño al costado, un rostro como el del Che en La Higuera. Las dos mujeres tocaban el kultrum. ¿Lo hacían para sanar al paciente o para acompañar su viaje a otro lado? ¿Eran dos machis despidiendo a un difunto o tratando de aliviar su dolor de un vivo?

Publiqué la imagen en Instagram -le puse de título “Sueño a orillas del Río Chubut”- y me dormí.

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Un día después apareció el cuerpo en el río. La noticia nos cayó como un mazazo. Trabajamos hasta tarde: en esos años aprendimos a ser prudentes con las noticias. Adelantarse, cometer un error, seguir el ritmo de la televisión, puede volverte cómplice de las máquinas de generar horror. Fueron días de no dormir, de rechequear todo, de estar atentos las 24 horas.

La primera noche de ese raid volví a soñar, pero sin imágenes. Me desperté de madrugada diciendo: es todo muy triste. No pude volver a dormir, así que busqué información, actualicé algunas notas de Cosecha Roja y publiqué mi pesadilla en facebook.

A la mañana descubrí que a varias personas le había pasado lo mismo. Una diputada del sur, una cineasta de Boedo, un amigo al que hace mucho no veo, una médica que trabaja en el norte, los dueños de un centro cultural de Santa Fe. Todos con los mismos síntomas: no poder dormir, soñar, despertarse con el estómago revuelto.

Le pedí a dos personas que contaran detalles. Helena estuvo en ese estado de ensoñación en el que se percibe lo que pasaba alrededor, en ese mundo de duermevela en el que vive desde que volvió a ser madre. Lo soñó en fotografías. “Iban pasando muchas fotos de él que vi en los últimos tiempos. Una secuencia de fotos de él, siempre vivo”, cuenta por mensaje. “Me llegó esa foto espantosa a mi celular. Esa no la soñé. También me acuerdo de verlo en el mar, no se si hay alguna foto de él en el mar. Y después angustia, angustia depositada en la garganta y en la panza, y en el medio como siempre, me detengo a escuchar la respiración de mi bebé que duerme al lado mío”.

Clara está de viaje en una misión sanitaria en el norte. Es laboratorista: la que te pincha para sacarte sangre. Dormía en su lugar de trabajo y soñó que a Santiago lo traía la madre de una amiga de una amiga en una camioneta. “Lo traían cobijado por una especie de amor maternal. Estaba con la ropa que tenía en la fotos. Lo abrazábamos en grupo, estábamos aliviados”, dice desde su puesto sanitario.

Menos de veincuatro horas después de nuestro sueño, aparecía el cuerpo. Y todavía faltaban unos días para chequear su identidad.

Busqué varias formas de explicar ese fenómeno de angustia colectiva, capaz de torcer incluso nuestras noches. Encontré una sola respuesta. Todos los que decidimos hacer de nuestras vidas una aventura -y cuando hablo de aventura hablo de muchísimas cosas- nos sentimos un poco Santiago Maldonado. Tan simple como eso.

El suyo es un dolor que se nos coló en los sueños.