Sobrevivir a un ataque lesbofóbico

El 14 de febrero, en Chile, Carolina Torres Urbina (24) fue víctima de una golpiza lesbofóbica que la dejó con una fractura de cráneo y hemorragia interna. Estos días comenzó la recuperación en su casa en compañía de su familia. Esta es su historia.

Sobrevivir a un ataque lesbofóbico

Por Carolina Rojas
07/03/2019

El El desconcierto

Gesticuló con la mano un movimiento cansino. Aún tenía los ojos en tinta, como huella del ataque del que había sido víctima. Se veía feliz con Estefanía, su novia, quien en ese momento la miró con los ojos chinos de admiración y felicidad. Fue el martes 26 de febrero. Unos minutos antes, sus amigos hacían tiempo hasta las siete en punto para cantarle cumpleaños feliz. Un grupo de jóvenes con la camiseta de la Universidad de Chile, su equipo favorito, esperaba impaciente a que se asomara por la ventana del quinto piso de la ex Posta Central. Otros llevaban su cara estampada en las poleras y globos rojos y azules y se anticipaban a cómo sería el regreso a casa de “la Carito”. Discutieron sobre pedir la sede de la población o mejor no. En el mismo pasaje pondrían una hilera de parrillas para recibirla con un asado gigante. Después del saludo quedaron felices, porque ese simple gesto de ella dice mucho. La aleja de la muerte, de ese infierno por el que tuvo que pasar su familia la madrugada del 14 de febrero.

Todos saben lo que Carolina ignora. Ella tiene amnesia de ese momento.

Que iba de la mano con su novia en la intersección de las avenidas Laguna del Inca y Laguna Sur en la comuna de Pudahuel y solo a quince minutos de su casa. Habían salido de un pub, cuando la siguieron tres hombres, dos de ellos conocidos como “los hermanos Cortés”. Uno la golpeó con un palo en la cabeza, provocándole una fractura de cráneo, y un segundo la pateó por la espalda y la hizo caer. ¡Maricona!, fue el grito furioso, entremedio de los combos y patadas que le dieron mientras estaba en el suelo. Sus agresores la conocían.

Carolina entró grave a la UCI de la ex Posta Central. Nadie la socorrió. Ni los transeúntes que pasaron por el lugar. Solo su primo Fernando llegó a asistirla tras el llamado desesperado de Estefanía. Ella quedó en shock. Aún lo está.

No era la primera agresión que vivía.

Carolina creció en la casa de la Villa Pajaritos Uno de la comuna de Pudahuel, en medio de una infancia protegida como la menor de tres hermanos y de todos los nietos de la familia Urbina. Fue al colegio Centro Educacional de Pudahuel (CEP) y allí vivió los primero prejuicios, el bullying, motivo por el que desertó de esa escuela para cambiarse al colegio Brígida Walker, donde pudo hacer una vida más o menos tranquila. Quedaba en la comuna de Ñuñoa y allí vivió unos años en la casa de la “mami Estela”, su abuela materna. Ese sector era como su hábitat natural. Quedaba cerca del Estadio Nacional y, quizás, fue el eco de las barras bravas, o esa felicidad inexplicable de los domingos de partido, lo que la llevó a convertirse en futbolera y “chuncha”, el mismo equipo que sigue toda la familia.

A los 16 años Carolina decidió vivir abiertamente su orientación sexual. Se cortó la cola de cabello negro apretada que siempre usaba, empezó a vestirse con shorts y poleras más anchas para cubrir sus curvas y se reinventó a sí misma. Al primero que le contó todo fue a su primo Ricardo Moyla (40). Sabía que la iba a entender. Él es gay y, más que como primos, crecieron como hermanos.

“Ricardo, tengo que contarte algo”, tecleó frente al computador en el chat de Facebook, hace ocho años. “Creo que soy lesbiana”.

-Yo lo intuía y la respetaba. Después tuvimos una conversación más larga donde hablamos de todo y profundizamos en el tema, recuerda su primo, un viernes de marzo.

Carolina egresó del colegio con un título técnico en educación física y conseguir trabajo era lo que más le costaba. Le gustaba tener su plata, soñar con la posibilidad de independizarse y de vivir junto a su novia, pero cada vez que se acercaba la oportunidad, venían otros problemas. En uno de sus últimos trabajos como guardia del Parque Los Reyes, en el turno de noche, sus compañeros le hicieron la vida imposible. Le rompían los candados de su locker, no la dejaban usar el baño de mujeres y así, como en tantas ocasiones, tuvo que desistir. En los meses de enero y febrero trabajó como auxiliar de aseo en una universidad y allí le robaron el celular.

Este último tiempo estaba ilusionada porque había conseguido una entrevista para trabajar en el Metro como asistente de andén. Esa mañana se peinó de manera prolija, se puso una camisa y se fue contenta, pero finalmente nunca la llamaron.

Cuatro meses antes de la golpiza había sufrido otro ataque por parte de los mismos hermanos. La empujaron desde un micro y quedó con las rodillas destrozadas. Eran agresiones que callaba para no preocupar a la familia, pero Marianela, su madre, lo adivinaba.

Es primero de marzo y en el Parque San Borja se recuerda el día de la golpiza homofóbica que le quitó la vida a Daniel Zamudio. De lejos se escuchan las conversaciones entrelazadas y la música.

Ricardo, el primo y confidente de Carolina, está sentado en el pasto, tiene las manos apoyadas sobre una mochila y los ojos tristes delatan el cansancio de dos semanas difíciles. En la prensa dio vuelta la noticia que Carolina saldría de alta, pero ellos tienen miedo de las secuelas. Apenas balbucea algunas palabras y camina con lentitud. Dice que el ataque marcó un antes y después en la familia y que su recuperación será un proceso largo y doloroso.

Siente frustración, porque entre sus recuerdos también está la Carolina llena de vida, la que pintaba, jugaba a la pelota en la posición de nueve, la que hacía los goles y ganó todas las medallas que aún conserva. Él sabe de lo que habla, de los sueños truncos, las miradas de reojo y los insultos que se van volviendo un código de convivencia. También habla de los prejuicios. La trataban como hombre heterosexual cisgénero. Revela que incluso estuvo internada solo con hombres en la habitación de la ex Posta Central y que la cambiaron solo después de que la familia insistiera por varios días.

-Es triste ver como una mujer con tantas habilidades y ganas no puede encontrar trabajo, andar tranquila por la calle, simplemente hacer su vida, confiesa Ricardo.

Las invisibles

El ataque a Carolina se asemeja a otros casos que han corrido con menos suerte, como los asesinatos de mujeres lesbianas en la V región. Entre ellos, el crimen de Nicole Saavedra, quien el 25 de junio del 2016 fue encontrada muerta con señales de tortura y las manos atadas, en el Embalse Los Aromos de Limache; y el de María Pía Castro, en febrero del 2008, cuyo cuerpo calcinado fue hallado en un lugar abandonado de la misma ciudad.

Otras mujeres lesbianas asesinadas, solo por mencionar los casos conocidos, fueron Susana Sanhueza y Mónica Briones.

Entre Nicole Saavedra y Carolina Torres hay otro símil: la vulnerabilidad de las lesbianas con expresión de género masculina que deciden vivir abiertamente su orientación sexual.

Erika Montecinos, coordinadora de la agrupación lésbica Rompiendo el Silencio, habla sobre estos ataques lesbofóbicos. Pero también de la violencia institucional que como colectivo han denunciado de manera permanente, es decir, de cómo muchos casos quedan sin justicia, denuncias que en un inicio tienen atención mediática, pero con el paso del tiempo quedan invisibilizadas.

-No se hace seguimiento, no encuentran a los culpables o simplemente estas denuncias no se acogen. En ese sentido, remarco la violencia institucional desde el Estado, desde la Fiscalía y Carabineros, es decir, de todos los aparatos estatales donde simplemente el caso de violencia hacia mujeres lesbianas es obviado, no solamente porque las leyes no nos contemplan, simplemente porque no está dentro la lógica heteronormativa institucional, comenta Montecinos.

Algo que remarcan es cómo las mujeres lesbianas con expresión de género masculina, las llamadas “camionas”, quedan aún más expuestas a lesbofobia al transgredir cierto contrato patriarcal que pone en riesgo su visibilidad, la elección de vivir abiertamente su orientación sexual. Ir caminando tomadas de la mano o expresar su cariño en público puede significar la muerte.

-Nos matan por “camionas”. Eso decía un cartel que llevamos el otro día cuando fuimos a exigir justicia para Carolina afuera de la ex Posta Central, porque es algo que transgrede el patriarcado, ese espacio donde las mujeres con expresión de género masculina invadimos. Es como una degradación, el desprecio que también existe hacia las llamadas “locas”, entre los hombres gay. Como ejemplo, tenemos el asesinato de Nicole Saavedra, un crimen que ha quedado en completa impunidad –donde el caso ya lleva su tercer fiscal-, y ataques violentos como lo que ocurrió Carolina Torres, concluye.

Las chicas no lloran

A Carolina le dieron el alta el lunes cuatro de marzo a las dos y media de la tarde. Después de varios mensajes de Whatsapp, su madre, Marianela Urbina, responde que quiere hablar y contar un poco lo que ha sufrido su hija desde que decidió vivir abiertamente su orientación sexual. Quién más que su propia familia pueden contar lo que significa vivir en esa doble identidad como lesbiana y lesbiana masculina. Para ella, no solo las agresiones coartaron la vida de Carolina; también la falta de trabajo, pues ese imposible vivir con normalidad, lo que tuvo como resultado varias depresiones.

Estos días han sido duros. Dice que no es una mujer extrovertida, sino más bien “una mujer de su casa” y ha tenido que sacar la voz.  Desde que vio a su hija agonizante en la posta, se prometió que no descansaría hasta que se hiciera justicia. Se ha entregado al completo cuidado de  Carolina, quien necesita asistencia durante las 24 horas para bañarse, comer y caminar. Siente que le quebraron la vida.

Ella sabía, de alguna manera, que esto podría pasar algún día.

-Cuando me contó que era lesbiana, yo le di la única respuesta posible: ‘Te amo y te acepto tal cuál eres’. Después la abracé fuerte, dice ahora, emocionada.

Pero por dentro se preocupaba, porque el barrio es malo y le dolía que su hija fuera por ahí escondiendo lo que era.  En la calle fingía ser amiga de su novia para evitar las ofensas y las persecuciones. “Llámame” y “no te quedes hasta tan tarde en la calle”, eran las advertencias que le vivía mandando por WhatsApp. Solo ahora se enteró de varias agresiones que su hija se calló para no preocuparla.

Un par de meses antes del ataque, Carolina con su novia tenían que ir a Huechuraba y se acercaron en Metro. Un hombre que las observaba de reojo se les acercó y comenzó a gritarles. “¡Se van a ir al infierno! ¡Se van a ir al infierno! ¡Este país es Sodoma y Gomorra!”. Quizá a Carolina se le aceleró el corazón o el rostro se le enrojeció de la rabia. Pero ese día no se defendió. Apuró el paso junto a Estefanía y se bajaron en la siguiente estación.

-Al principio mi hija contestaba, pero después ya no decía nada, se fue deprimiendo, se empezó a cansar, comenta Marianela.

Agrega que seguirá enfocada en la recuperación de su hija menor hasta que vuelva a ser la de antes. Carolina no concilia el sueño, tiene náuseas todo el tiempo y vive sobresaltada. A veces solo logra dormir una hora y toma anti epilépticos. La última imagen que recuerda del ataque es cuando se cubrió el rostro con los antebrazos.

-Yo la miro mientras duerme acostada a mi lado y pienso que apenas puede hablar y caminar. Ver cómo la dejaron es algo que no puedo entender ¿Por qué le hicieron esto a Carolina? ¿Por qué, si ella nunca fue mala?, se pregunta Marianela. Después se queda en silencio unos segundos, antes de soltar un llanto ahogado.