Diego Galeano – Para Cosecha Roja.-

Las protestas de prefectos y gendarmes llevan tres días. Entre las acusaciones de golpismo que llegaron al Congreso y las dificultades de sus líderes para traducir la manifestación en un lenguaje de reclamos laborales se produjo un quiebre en la cadena de mando y se abre un interrogante hacia el futuro. Las fuerzas de seguridad están acostumbradas a verse a sí mismas como una gran familia. Y la integridad familiar depende del respeto a las jerarquías. El conflicto muestra que las bases están heridas y enfrentadas a las cúpulas.

 

En el Centinela

En uno de los accesos a la estación terminal de Retiro, dos gendarmes ocupan sus puestos. Son una mujer y un hombre. Sus uniformes verde militar contrastan con el amarillo flúor del chaleco que llevan encima. Se paran firmes sobre botas negras y nada parece perturbarles la pose: ni el ajetreo habitual de la zona, ni los ruidos de bombos que llegan desdela Avenida Antártida Argentina. Ellos, como Buenos Aires, reconocen el sonido habitual de las protestas. Pero no es esta una protesta habitual. Son también gendarmes los que la encabezan, los que tocan el bombo, los que cada tanto aplauden una consigna. Están congregados alrededor de las escalinatas del Edificio Centinela, sede dela Gendarmería Nacional Argentina.

En la esquina del edificio hay cuatro gendarmes con los mismos atuendos de la pareja que custodiaba el acceso a la terminal. Pero la postura corporal es otra, mucho más blanda, menos marcado el rictus policial. No es la multitud compacta que se vio el miércoles. El acampe del tercer día muestra a los gendarmes dispersos en grupos: algunos miran, otros conversan, muchos fuman y el mate circula rápido de mano en mano. El paso del tiempo puede medirse por la altura del montículo de yerba que los manifestantes van descargando al pie de los árboles.

Los cinturones de los gendarmes conservan los estuches para sus adminículos. Está vacío el que sirve para guardar armas de fuego, pero pueden verse atrás las esposas, las que los prefectos usaron el martes, primer día de protestas, para bloquear las entradas al Edifico Guardacostas, en Puerto Madero. Ahora, frente al Centinela, un grupo de gendarmes revisan los diarios. Tienen un ejemplar de Crónica y otro de Página/12. Parecen preocupados con las palabras: “golpe” y “amotinamiento” son las que más incomodan. El día anterior se habían visto banderas que unían la protesta al nombre de Mohamed Seineldín, evocando el fantasma de los levantamientos militares. Los gendarmes todavía intentan despegarse. “Invitamos a los demás camaradas a sumarse a esta manifestación democrática y pacífica”, se escucha desde el megáfono ubicado en la cima de las escalinatas.

Desde ese improvisado bunker habla uno de los voceros de la protesta, Raúl Maza. Explica una vez más tres de los puntos del petitorio que entregaron al Secretario de Seguridad, Sergio Berni, representantes dela Gendarmería y la Prefectura. El primero pide que no se tomen medidas disciplinarias contra miembros de estas fuerzas de seguridad. El segundo defiende un piso de siete mil pesos “de bolsillo” para el personal de menor jerarquía y la implementación de una nueva escala salarial. El último reclama que se integre a los suboficiales a la “comisión negociadora de asuntos salariales” en las reuniones con el Ministerio de Seguridad. Los suboficiales son mayoría absoluta en las escalinatas del Edificio Centinela. Aunque insisten en que no es un enfrentamiento con sus superiores, el descontento con las cúpulas es indisimulable.

Las bases contra las cúpulas

El Edificio Guardacostas dela Prefectura Naval Argentina es otro de los epicentros de la protesta. La mayoría los efectivos de Prefectura que el martes fueron cobrar vieron mermados sus salarios por la  implementación del decreto 1307/12. Basado en dos fallos dela Corte Suprema (“Borejko” de 2011 y “Zannoti” de 2012), el decreto buscaba dar un golpe de timón en la política de haberes de las fuerzas de seguridad, regida hasta entonces por medidas cautelares de distintos jueces que aceptaban pedidos de un puñado de bufetes de abogacía. Por esas medidas, el 60% del personal en actividad dela Prefectura y casi el 80% de los gendarmes recibían salarios establecidos por la Justicia.Losoficiales superiores, en algunos casos, cobraban cifras que orillaban los cien mil pesos mensuales.

Para que el decreto no impactara –como sucedió–en los salarios de los subalternos, el Ministerio de Seguridad propuso una serie de “liquidaciones simuladas”, a cargo de las áreas administrativas de cada fuerza. Pero prevaleció la defensa de los siderales sueldos alcanzados por las cúpulas y se hizo una traducción burocrática del decreto que terminó perjudicando más a los que cobraban menos. Las franjas no judicializadas recibieron un salario neto diminuido por la aplicación de cargas sociales o la pérdida de suplementos y compensaciones derogados por el nuevo decreto. Fueron precisamente estas franjas las que  estallaron la mañana del martes en las escalinatas del Edificio Guardacostas.

Ese día un centenar de uniformados exigían la derogación del decreto. Por detrás de los gritos, otras voces murmuraban lo que se sabe pero no se dice: “que acá estemos solo hombres de bajo rango, ningún oficial, eso significa que hay una pugna no declarada con los jefes. Los respetamos por la jerarquía y antigüedad que tienen, pero queremos que nos respeten a nosotros”, confesó un prefecto a un cronista de Cosecha Roja. La tensión llegó a su cenit a la tarde, cuando el Prefecto General Norberto Venerini, en ese momento director de Logística dela Prefectura, atravesó el lugar de la protesta entre insultos y golpes de los suboficiales. Estaba sin uniforme, vestido con una camisa celeste, corbata y un saco negro sobre el que los manifestantes vaciaron una botella de gaseosa. La cadena de mando estaba definitivamente rota.

Eso obligó a postergar otras discusiones de fondo: las formas legítimas de reclamo laboral, la sindicalización en las fuerzas de seguridad, e incluso la propia legalidad de esta protesta, pasaron a un segundo plano. La decisión del gobierno nacional durante la tarde del martes, desplazar a las cúpulas dela Prefecturayla Gendarmería, fue leída como una punición por la forma de aplicar el decreto y como un intento de apaciguar los ánimos para restablecer el equilibrio jerárquico. Ese equilibrio también se había roto en las huelgas policiales desatadas en distintas ciudades de Brasil en las vísperas del último Carnaval. Sin embargo, en Salvador y en Río de Janeiro la reacción de los gobiernos estaduales fue muy diferentes: detuvieron a los manifestantes de escalafones inferiores y los mandaron a prisiones de alta seguridad, como el temible complejo penitenciario de Bangú, ubicado en la periferia carioca.

Mientras en Brasil se intentó amedrentar a los manifestantes deteniendo algunos líderes con la complicidad de los mandos superiores, en Argentina se busca una solución desde las bases. Pero, al mismo tiempo, la corrosión de la cadena de mando hace difícil las negociaciones, porque no aparecen liderazgos claros capaces de llevar a las reuniones la voz de los manifestantes. Es el tercer día del conflicto y la Avenida Madero sigue cortada por la protesta. En la fachada del Edificio Guardacostas se van sumando los carteles escritos a mano. Uno de ellos muestra el grito silencioso de esta batalla: “PFA sin monarcas”.

“Con nuestra propia sangre”

“Esto no es un golpe de Estado ni lo quiere ser”, dice el vocero de los gendarmes. “Amamos la democracia y la vamos a defender, si es necesario, con nuestra propia sangre”. El miércoles la Cámara de Diputados había aprobado una declaración que les pedía “adecuar sus acciones a las pautas de comportamiento democrático” y subordinarse a las “autoridades legalmente constituidas”. Aunque los tibios liderazgos de la protesta insistieron en el carácter estrictamente salarial del reclamo, la liturgia de las manifestaciones fue reticente a la nutrida cantera de símbolos de la lucha obrera. Cuando Vilma Ripoll se acercó al Edificio Guardacostas, los prefectos la echaron: “andate zurda”, “no somos piqueteros”. En respuesta, un dirigente del Frente de Izquierda, Christian Castillo, dijo una frase que muestra la existencia de prejuicios mutuos: “los prefectos y gendarmes son represores, no trabajadores”.

Lejos del movimiento obrero y sus canales de expresión, los manifestantes de las fuerzas de seguridad abrieron otro baúl de símbolos para alimentar su discurso. Echaron mano a una vieja tradición policial, el culto a la vocación y al sacrificio, que tiene como mayor expresión a la figura del “caído en cumplimiento del deber”. Esta figura cala hondo en el alma de las fuerzas de seguridad, porque ha sabido condensar la idea de una profesión sacrificada hasta el extremo de vivir arriesgando la vida y nunca lo suficientemente reconocida por los gobiernos. En ausencia de organización gremial, las instituciones policiales buscaron, a lo largo del siglo XX, consolidar una tradición mutualista para defender sus derechos por otros canales.

Así se conformó lo que llamaron la “familia policial”, una extensa red de ayuda mutua donde las cúpulas buscan mostrar una preocupación por las condiciones de vida de sus subordinados, una suerte de paternalismo bondadoso que extiende sus alcances hacia el interior del hogar. La quiebra de la cadena de mando, provocada -entre otras cosas- por la brutal diferencia en la escala salarial,  es también un acta de defunción de esta familia y una crisis de sentido para estas fuerzas de seguridad.

La lucha de los subalternos busca tocar sensibilidades por la vía conocida. Muchos gendarmes y prefectos se muestran con sus hijos en brazos, las “esposas y familias de la Prefectura” se hicieron presentes con un cartel en el muro del Edificio Guardacostas  y toda la manifestación tiene un marcado sello familiar. “Nosotros somos los que ponemos el cuerpo en la calle”, dice un gendarme mientras su esposa sostiene un bebé. Los otros de ese nosotros son los mandos superiores, los que raramente se embarran y los que cobran más. Tampoco, dicen,  ponen en riesgo su vida, ni sus parejas sufren insomnio cuando a un gendarme le toca patrullar a la noche. El sacrificio es el capital simbólico más preciado de los subalternos. Es su carta de negociación y su clamor.

Foto: Cooperativa Sub